Lo que nos pasa
En su famoso libro 'La rebelión de las masas' decía Ortega (año 1927) que “Lo que pasa es que no sabemos lo que nos pasa, y eso es lo que nos pasa”. Esa falta de autoconocimiento, esa desorientación que señalaba Ortega, la refería a la sociedad de su época, a un fenómeno colectivo.
En nuestro siglo XX, el colapso del sistema comunista tras la caída del muro de Berlín liberó a las fuerzas más conservadoras de una alternativa ya enormemente desgastada, pero que había funcionado como freno de las derechas más extremistas: se había desaprovechado la oportunidad de profundizar en la compleja sociedad liberal, en su mejor sentido socialdemócrata, europea, y las crisis presupuestarias derivaron en el terrible experimento neoliberal patrocinado por Reagan y Thatcher.
Sus nefastas consecuencias, ensalzando el egoísmo, la riqueza como premio moral –ver 'La Ética protestante' de Max Weber–, no sólo provocaron una insoportable desigualdad y la ruina del ascensor social, sino que generaron un importante descrédito de los sistemas parlamentarios y del estado social de derecho instaurados tras la segunda guerra mundial.
El resultado es bien conocido: las posiciones progresistas, sin referente que proponer, aceptaron incorporar los postulados económicos neoliberales sin reconocerlo explícitamente, vaciando su identidad. Igualmente, quienes impulsaron este neoliberalismo han sido arrastrados por la misma corriente. Ese desapego de la política, ese todos son iguales, abrieron espacios a nuevas fuerzas, hasta ahora condicionadoras, pero no directoras, de gobiernos e instituciones.
En su desesperada estrategia de personajes en busca de autor, los partidos tradicionales llevan décadas arrastrando los pies y perdiendo terreno ante quienes, sin ningún escrúpulo, han sacado del baúl las viejas recetas y, tras pasarlas por el tinte, nos las venden como mercancía nueva.
Aprovechando la empanada y la confusión, los adalides del proteccionismo (China) son ahora defensores del libre comercio y la bandera antiglobalista, que en los últimos años habían enarbolado las posturas de izquierdas, es ahora reclamada por la extrema derecha, proteccionista y nacionalista, xenófoba y reaccionaria, en una cruel pirueta del destino, como lo es también que se presente como la reformadora del statu quo, como la que promueve el cambio (siempre ese reclamo)… pero para que volvamos al siglo XIX.
Hay dos autores especialmente interesantes que dan algunas pistas sobre “esto que nos pasa”.
Uno es Gianbattista Vico (1668-1744) que, en su teoría de 'Le corsi e le ricorsi', plantea que la historia no avanza de manera lineal, sino en ciclos repetitivos que implican avances y retrocesos. Según Vico, el desarrollo histórico sigue un patrón circular en el que las sociedades pasan por una etapa de infancia, marcada por el dominio de lo religioso y la ausencia de Estados organizados, una edad de juventud, con la formación de Estados aristocráticos, como en Grecia y Roma y una de madurez, caracterizada por la democracia, la igualdad civil y el florecimiento cultural.
Tras alcanzar su “madurez”, las sociedades entran en decadencia y regresan a un estado primitivo, reiniciando el ciclo. Esta visión rechaza la idea ilustrada de un progreso continuo e indefinido, destacando en cambio una alternancia constante entre momentos de avance y retroceso.
Un segundo autor, Friedrich Nietzsche (1844-1900) formuló en su teoría del “eterno retorno” que todos los eventos del universo se repiten infinitamente, rompiendo la idea de un tiempo lineal y defiende un tiempo cíclico, donde cada instante de nuestra vida se repetirá exactamente igual una y otra vez.
¿Podemos aplicar estas teorías a nuestra época?
Donald Trump y su corte de los milagros (local e internacional) plantean pura y simplemente volver al siglo XVIII y al lema “Laissez faire, laissez passer”. Quieren borrar dos siglos de desarrollo social, de lucha contra los privilegios. Su postura, vuelve a ser –tres siglos después– que la mejor manera de promover el crecimiento económico y el bienestar social es permitir que las personas y las empresas operen con la mínima intervención del gobierno. Abogan por un mercado libre donde las fuerzas de la oferta y la demanda determinen los precios y la producción, sin regulaciones gubernamentales excesivas.
Ya venimos de ahí. Y sabemos a dónde llevó el proteccionismo, la xenofobia y el patrioterismo: a la degradación de ese sistema, con sus quiebras gigantescas, conflictos internacionales y unilateralismos, a dos terribles guerras mundiales y a los fascismos.
Tras el fin de la Guerra Fría nos hemos insensibilizado por las dosis diarias de guerras “regionales”. A veces más cerca –los Balcanes– a veces más lejos –Irak, Gaza–, pero las hemos visto en los informativos. No han bombardeado nuestras casas, ni hemos tenido que escapar de nuestro país, ni han matado a nuestros hijos en guerras lejanas.
Da la sensación de que ese impasse está terminando y que un nuevo papel llama a la puerta de Europa, que tiene que reaccionar a las sacudidas que desde fuera alteran su apacible existencia.
El contrapunto al eterno retorno nietzscheano lo constituye, precisamente, en la filosofía del autor, la voluntad de poder, la ambición del hombre de lograr sus deseos, la demostración de fuerza que lo hace presentarse al mundo y estar en el lugar que siente que le corresponde. Representa un proceso de expansión de la energía creativa que, de acuerdo con Nietzsche, era la fuerza interna fundamental de la naturaleza.
Europa debe manifestar su voluntad de poder, de mantener nuestro estilo de vida frente a quienes nos insultan desde EEUU y nos ningunean desde Israel, Rusia o China. Si no reaccionamos, desapareceremos y, casi peor, el mundo perderá una imprescindible referencia, un modelo que, como diría Churchill “es el peor de los modelos, a excepción de todos los demás”.
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