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La reforma laboral comunista llega a España

La vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo Yolanda Díaz

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Después de casi nueve meses de trabajo, parece que las tres partes involucradas en la reforma laboral estarían cerca de alcanzar un acuerdo histórico. La definición de histórico se asentaría en que, por fin, se firma un acuerdo laboral en España entre aquellos que tienen que tomar decisiones diariamente en el mercado laboral, no dejándose influir por aquellos representantes políticos y medios de comunicación cuyo espíritu destructivo y miserable, se frotaban las manos con un posible descarrilamiento.

En todo este proceso, al margen de los representantes sindicales y empresariales, destaca la figura de la ministra comunista del ejecutivo, Yolanda Díaz, objeto de insultos y descalificaciones diarias por aquellos que, de forma cobarde y deleznable, han hecho de la caza de esta mujer su razón de ser política y mediática.   

Si se confirman los términos del borrador conocido, y a la espera de la letra pequeña, el texto rezuma equilibrio, pero al mismo tiempo, refleja el empeño por alcanzar nuevos derechos para los trabajadores. Pero lo más importante es que recupera los aspectos más comunistas del marco laboral que teníamos antes de la contrarreforma del PP, cuyo máximo mérito fue desmantelar la negociación colectiva, e intentar destruir a sindicatos de clase, esos perros rabiosos que ladran por las esquinas, término acuñado por la ultraderecha que acompaña al PP y Ciudadanos en el delirio anticomunista, tan rancio, como iletrado.   

Antes de entrar en los principales cambios, conviene recuperar cuál fue el espíritu de la reforma de Rajoy, diseñada en los despachos de la CEOE, Fedea y el Banco de España bajo el falaz argumento que lo mejor para la economía española era reducir los salarios de forma estructural, eliminando la negociación colectiva. Además, se perpetuaba la fragilidad, temporalidad y precariedad del mercado laboral, generando en el ideario colectivo que la única salida para el trabajador es aceptar cualquier propuesta laboral, sin tener la capacidad de negociar salarios, jornada laboral y derechos adquiridos por anteriores acuerdos laborales en el sector. Las empresas eran soberanas para decidir modificar, siempre a la baja, las condiciones laborales de los trabajadores, sin importar si esa decisión alteraba la productividad de la empresa o penalizaba el capital humano, generando una sensación real de empobrecimiento en amplias capas de la población trabajadora.

Adicionalmente, la norma anterior, firmada en exclusiva por el PP y la CEOE, cooperadores necesarios siempre en la pérdida de derechos laborales y en denigrar a trabajadores y organizaciones sindicales, era el paraíso para las subcontratas. Estas utilizaban las empresas multiservicios para generar situaciones cercanas a la esclavitud, cuyo ejemplo más llamativo han sido las camareras de piso, las denominadas Kellys.

Este esquema reduccionista, de clara inspiración neoclásica sobre el mercado laboral, consagraba al factor trabajo la mano de obra como una mercancía, cuya única regla es la oferta y demanda, y por ende es el salario la única variable relevante para un gran número de empresarios que han vivido felices sin tener que negociar nada con sus trabajadores, castigando a muchos de ellos a permanecer en la pobreza y en la precariedad, bajo el eufemismo de la flexiseguridad. Este término, copiado de los fanáticos de la mochila austríaca que lograron convencer al PP de Rajoy para destruir las relaciones laborales clásicas, ya de por sí muy dañadas por sucesivas contrarreformas iniciadas por gobiernos del PSOE ha sobrevolado todo este periodo negociador. Los resultados están ahí. El desempleo ha seguido creciendo de forma notable en las sucesivas ondas largas y cortas del sistema, creando una nueva casta de parias laborales, con unos niveles de precariedad y temporalidad insoportables, auspiciados también desde la propia administración pública que ha sido alumna aventajada en la utilización de los mecanismos más perversos de la reforma del PP. La modificación de esta anomalía histórica, criticada desde todos los estamentos sensatos y heterodoxos, había sido ya impuesto como un reto contingente para recibir los fondos de recuperación por parte de la UE. Solo la CEOE, PP, Ciudadanos y Vox no estaban de acuerdo en que la anterior reforma era la gran causante de la perpetuación, que no el origen, del drama de la temporalidad.  

Con estas premisas, y con el nuevo gobierno del PSOE y UP, apoyados por grupos de izquierda y nacionalistas periféricos, diseñaron un pacto de legislatura en el que un elemento esencial era la derogación de los aspectos más lesivos de una legislación laboral, cuyo grado de atentado contra derechos adquiridos nadie se había atrevido a perpetrar desde la aprobación del Estatuto de los Trabajadores en 1984. La historia de la truculenta negociación es conocida, incluyendo el aterrizaje tardío de la ministra de economía como comisaria política de la CEOE y el presidente para vigilar las veleidades izquierdistas de la titular de trabajo, ha tenido muchos dientes de sierra, pero ha alumbrado una nueva forma de hacer política en la figura de Yolanda Díaz, que esperemos se convierta en norma. 

Con todo, y a la espera del acuerdo final, el borrador del acuerdo apunta en la buena dirección en una parte sustancial del desaguisado anterior. Por un lado, la negociación colectiva sectorial vuelve a ser preponderante en materias sustanciales como jornada laboral y salarios, quedando distribución de tiempo de trabajo, complementos salariales y horas extra en la negociación a nivel de empresa. Esto reequilibra el poder de negociación entre las partes, cuando lo haya, al garantizar un suelo en materia salarial que los convenios de empresa no podrán violar, lo que sin duda pondrá coto a la devaluación salarial tan deseada por los seguidores de la teoría neoclásica.

Otro elemento clave es la lucha contra la temporalidad, principal queja de Bruselas. La tipología de contratos temporales se restringe a dos, el denominado estructural y el de formación. El estructural incluirá solo dos causas muy tasadas, una por circunstancias de la producción y otra por sustitución de un trabajador. Esta modificación, de facto, elimina la figura del contrato de obra y servicio, verdadero colador de trabajadores temporales, cuya causalidad casi siempre era fraudulenta y que nadie tenía interés en eliminar. Las circunstancias de la producción, campañas de navidad, agrícolas, etc, tendrán el tiempo tasado de 90 días al año no consecutivos, pudiendo ser utilizados en periodos máximos de 6 meses o 12 meses si lo marca el convenio. Se reduce también el tiempo de concatenación de contratos s 18 meses para acceder a ser trabajador indefinido, reforzando la definición y causalidad de los contratos formativos, añadiéndose el modelo alemán de formación dual, ya presente en el ordenamiento jurídico, pero apenas utilizado. 

Estos cambios harán que el contrato más frecuente pase a ser el indefinido, siempre que los empleadores cumplan la norma, reduciéndose de forma notable la temporalidad, siempre que también la inspección alcance un nivel de efectivos y voluntad de destapar las prácticas irregulares, algo que está logrando la ministra comunista del gobierno, con gran enfado de las patronales afectadas, especialmente las del campo. 

Junto a todo esto, los contratos de temporada clásicos, como el turismo y la hostelería, pasarán a ser cubiertos de verdad por fijos discontinuos, lo que permitirá a estos trabajadores poder planificar su vida, acceder a formación y satisfacer de forma mucho más efectiva el buen desempeño de sus puestos de trabajo, garantizando una continuidad en los ingresos lo que redundará en menores oscilaciones en las series de ingresos. 

La gran tarea pendiente será dotar a la inspección de trabajo de medios e incentivos para luchar contra el fraude, que se producirá, sin duda, y que estas sanciones logren desincentivar la impunidad que hasta ahora tenían empresas y sectores enteros a la hora de degradar la dignidad de los trabajadores.   

Finalmente, y no menos importante, se articulan dos grandes fórmulas para hacer frente, sin recurrir al despido fácil, a las oscilaciones de los ciclos económicos. La figura de los ERTE pasa a ser el mecanismo estrella, con bonificaciones en seguridad social y fomento de la formación, a la vista del magnifico resultado que han dado durante la pandemia. A esto se añade el denominado Mecanismo Red de flexibilidad del empleo, con dos variantes, una cíclica y otra sectorial, cuya extensión en el tiempo será de doce meses, hasta un máximo de 24 meses, activándose mediante acuerdo de Consejo de Ministros, previa consulta a los interlocutores sociales.   

En suma, se han puesto las bases para un nuevo Estatuto de los Trabajadores para un mundo laboral cambiante, a esto habría que añadir la Ley Rider, que posibilite que el factor trabajo deje de ser una mercancía y se convierta en un activo social, sujeto de protección, mediante discriminación positiva dado el desequilibrio de fuerzas de partida. La búsqueda del equilibrio, de un salario justo, de una temporalidad razonable, la eliminación de la pobreza entre los ocupados y el pleno empleo mediante programas de empleo garantizado deben ser las pautas que guíen a los agentes sociales y políticos en los próximos años. Para ello es imprescindible que el espíritu gallego y comunista de la Vicepresidenta no desaparezca nunca de las mesas de negociación. Lamentablemente las nuevas mayorías que se ciernen en el horizonte y el boicot institucional de Comunidades como la de Madrid lograrán volver a las tinieblas neoclásicas, tan pronto logren formar el próximo gobierno. Al tiempo.  

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