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Spanish Fahrenheit: cuando la política no protege ni alienta la diversidad literaria

La Red de Lectura Pública de Euskadi reunirá al conjunto de bibliotecas municipales tras la incorporación de Santurtzi

Emilio Silva

Periodista y sociólogo —

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La generación que llegaba a la adolescencia tras la muerte del dictador vio como un milagro el regreso a España de exiliadas como Rosa Chacel, María Teresa León, Rafael Alberti o María Zambrano. Eran una especie de seres mitológicos, mágicos, que regresaban con el poder de su memoria, de sus obras anteriores a la dictadura, con sus voces exiliadas, sus cabellos canos, repletas de sabiduría.

Durante los primeros años de la Transición, las élites necesitaban a los escritores, les eran útiles, porque su regreso ayudaba a legitimar el proceso de cambio. Su presencia pública no intervenía en las relaciones del poder y muchos habían decidido acogerse a la política de reconciliación nacional, por lo que su perfil de confrontación con los franquistas estaba muy por debajo de su deseo por consolidar el regreso de la democracia. Hasta Gloria Fuertes tuvo una sección en el programa de TVE “La cometa blanca”.

La llegada del Guernica de Picasso, en septiembre de 1981, a un país en el que necesitó ser protegido por un grueso cristal blindado, se sumó a esa escenificación en el que el regreso de la cultura certificaba también el de la democracia.

Aun así, esa visibilidad contactó con una juventud que conocía las muertes de Lorca, Machado y Miguel Hernández, que había escuchado y sentido los vientos del exilio, y que anhelaba que en algún lugar hubiera otra España que tenía que volver a restaurar los valores de la República y desalojar el franquismo.

En esos años la cultura fue un valor de prestigio, el esfuerzo por haberla adquirido, por aprender, por conocer, como una herencia de otra hambre de la posguerra, la del conocimiento. Los telediarios de la única cadena de televisión con informativos entrevistaban escritores, contaban sus regresos, sus pasados de exilio o silenciamiento, pero allí estaban, visibles para quienes buscaban en los libros algo hermoso e indefinido.

Avanzaron los ochenta y con el asentamiento de su impunidad, de su control económico o académico, las élites franquistas quisieron recuperar las riendas de la cultura; unos porque verdaderamente la despreciaban y otros porque conocían sus efectos y guardaban memoria del cambio social que provocó en los años treinta.

De los informativos iban desapareciendo los minutos culturales, las presentaciones de libros, las entrevistas a escritores que visitaban nuestro país. Al tiempo, aumentaba la información económica, las crónicas diarias desde la bolsa, los minutos interminables dedicados al deporte. Nada era casual; el objetivo era modelar un nuevo país y la lectura, como herramienta para producir ciudadanía crítica, reflexiva, capaz de desvelar los mecanismos del poder y su visibilidad ya no era necesaria porque nacía una nueva legitimidad; la del consumo.

Y entonces nació un nuevo paradigma. En 1986 Fernando Fernán Gómez rodó Mambrú se fue a la guerra, en la que la hija de un topo republicano, que ha pasado toda la dictadura escondido en un agujero, acepta dejar a su padre encerrado para acceder a la sociedad de consumo por la pensión que va a cobrar si la mentira de su muerte se mantiene. Ese mismo año salta a las portadas de toda la prensa un nuevo modelo encarnado por Mario Conde; empresario joven, moderno, alejado de la imagen del viejo emprendedor franquista. Su presencia pública arrasó con la imagen del héroe cultural y político para articular el imperio de un nuevo superhéroe: el nuevo rico.

Y el mundo de la cultura se resintió, mantuvo su prestigio pero inició su camino hacia la marginalidad, un declive que no se ha detenido. Las políticas se van consolidando alrededor de los premios, todas las capitales van creando el suyo: de relato, de novela, de poesía, con esa locura con la que en los noventa todas las capitales de provincia tenían que tener un campus universitario, a veces inaugurado antes de que se construyera la biblioteca.

Ese sistema alienta y construye un panteón de escritores famosos, con columnas en grandes periódicos, caras expuestas en la televisión, y sobre esa realidad se va reconfigurando el mercado del libro, cada vez más concentrado en grandes empresas. Un modelo al que se acompasan las políticas de fomento de la lectura, con representantes institucionales que prefieren una buena foto, con alguien famoso, que un buen texto.

El concepto de poner un famoso en cada premio literario se extiende, se afianza, y en los márgenes de la realidad, en las cunetas del mercado, se van acumulando cada vez más voces; personas valientes, que han decidido comprometerse con vidas que nunca aparecerán en las páginas asalmonadas de un periódico, que se han comprometido con su voz, con su tiempo, y que son poco a poco abandonadas por periódicos, medios, editoriales potentes y premios programados. La sociedad comienza a confundir la cultura con el espectáculo.

En los años 90 se pusieron de moda escritores jóvenes, malditos, estéticamente rompedores. Recuerdo que una editorial de poesía, de las más importantes del país, llegó a solicitar en la convocatoria del premio una fotografía de quien se presentaba. El mercado era así, joven, rebelde sólo de aspecto y con imagen romántica.

Mientras eso ocurría en la superficie del mercado literario, en su subsuelo escribían las personas diferentes, las que usaban la escritura como Prometeo, para quitarles el fuego a los dioses y entregárselo al pueblo, las que hacían conscientemente textos minoritarios y ayudaban a construir diversidad, que es la gran fortaleza de una cultura. Personas que en un momento de sus vidas decidieron no bajarse del filo de la navaja, ser honestas con las cosas que contaban y asumir el enorme reto de tratar de vivir de un compromiso con la creatividad, la formación permanente y la inestabilidad vital; algo tan difícil en este país en el que durante siglos ha gritado o ha trabajado para que muriera la inteligencia.

Y el Estado, para el que la cultura debía ser un deber, que debía intervenir para limitar esa ley del más fuerte, de ese mercado que alienta y premia la fama por encima de la calidad literaria, se fue encogiendo; los ministros buscaron fotos con escritores famosos, centrados y concentrados en los grandes premios, sin vocación de garantizar la existencia de otras voces, de textos frágiles, de miradas y narrativas incómodas, desagradecidas con el poder, pero necesarias para fortalecer a la sociedad.

En los últimos años la gestión de las políticas dirigidas a las personas que escriben han mermado sus presupuestos, han puesto límites al número de escritores que pueden invitar los centros de enseñanza, han ido asfixiando a quienes han querido recorrer ese camino pensando que podrían evitar la angustia de que aparezca otro bolo, que le llamen de otro centro educativo o de que la pequeña editorial con la que publican no cierre sus puertas incapaz de enfrentarse a la voracidad de ese mercado.

La lectura es algo muy personal; tanto que, al escritor o escritora que lees le permites adentrarse en tu cerebro y editarlo, modificarlo, dirigir la orquesta de tus emociones, como cuando le pasas a alguien un texto en la nube y le autorizas a que haga correcciones. Me encantaría poder hacer un experimento y ver quién sería yo si me borraran todos los libros que he leído. Sería terrorífico y lo sería mucho más si esto se hiciera de forma colectiva.

El universo de lo escrito es la memoria del mundo, una palanca para que avance, para que sienta, para que las personas aprendan. Las instituciones públicas deben alentar ese bien, deben allanar el camino al frágil, para que existan matices, diversidad, pluralidad, para que las narrativas no sean la suma de lo que dicte o le convenga el mercado. Y en España esas políticas han ido muriendo; y eso nos hace cada día más unidimensionales, más predecibles, más programables, más incapaces de desarrollar otro sentido de la felicidad.

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