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Alberto McCarthy

Kevin McCarthy hablando con la prensa en el Capitolio de EEUU, 3 de enero de 2023.
8 de enero de 2023 22:08 h

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La Cámara de Representantes de los Estados Unidos en el Capitolio y el Congreso de los Diputados en el Palacio de las Cortes están más cerca de lo que la geografía invita a pensar. Las 15 votaciones que el candidato republicano, Kevin Owen McCarthy, ha necesitado para hacerse con la presidencia de la Cámara suponen todo un aviso a navegantes entre dos derechas, la norteamericana y la española, entregadas a una deriva similar de desorden, inconsciencia y frivolidad intelectual que harían enfurecer a Manuel Fraga o a Ronald Reagan. Bien haría Núñez Feijóo en estar atento para que no se le acabe quedando la cara de Kevin.

La ola roja republicana que anticipaban en las Midterm los medios próximos y vecinos y la demoscopia más acreditada se quedó en marejadilla. Los del elefante apenas obtuvieron, por la mínima, la mayoría entre los Representantes. La mayoría de los candidatos más trumpistas, negacionistas de todo cuanto les pongan por delante, desde la pandemia a los resultados electorales, fueron derrotados. La minoría que salió electa ha impuesto sus condiciones al candidato mayoritario. No me digas que no te suena, Alberto. Puedes preguntarle qué se siente a tu buen amigo y presidente de Castilla y León, Alfonso Fernández Mañueco.

Las 15 votaciones ni siquiera son lo peor. Aún duelen más las cesiones que el candidato de la mayoría ha tenido que hacer a una minoría cuyo único valor reside en que no les importa destrozar un sistema en el cual no creen; un mérito que les vuelve invulnerables a cualquier negociación: nunca puedes batir, mucho menos convencer, a quien no tiene límites.

Aguantar que el líder insurgente, Matt Gaetz, ni siquiera cumpla el compromiso de votar a McCarthy como speaker, triplicar el peso de su representación en las comisiones más influyentes, comprometer votos negativos en decisiones clave para el normal gobierno de la nación y un sinfín de comisiones de investigación para que su protagonismo no decaiga ni un segundo, aceptar que un solo representante pueda promover una moción de censura contra el presidente de la Cámara, incluso tener que negociar de madrugada con alguien llamado Chip Roy, resulta todavía más humillante que soportar más votaciones que un candidato a delegado de clase en un instituto español de los ochenta.

Si no me crees, Alberto, puedes preguntarle de nuevo a tu buen amigo Mañueco. Que te cuente la experiencia vital y personal que supone negociar con alguien del lustre de su vicepresidente, Juan García Gallardo; un apellido que vuelve aun más dolorosa la ironía.

Seguro que la mayoría republicana cree que, pasados los días de protagonismo, la burocracia parlamentaria, el aburrimiento del trabajo diario y su mayor experiencia de gobierno y administración les permitirá domarlos y reducirlos al exabrupto más o menos controlado, con nula o escasa relevancia política o institucional. Pero, desde hace veinte años, eso nos asegura la derecha de orden que acabará pasando. Y siempre se equivoca.

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