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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Nuestra antipolítica

Hemiciclo del Senado prácticamente vacío el 17 de marzo de 2020 ante el estado de alarma decretado por la pandemia.

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En Italia acaban de hacer cosas que, por estos lares, solo cabe calificar como increíbles. Han reducido, en primer lugar, el número de parlamentarios. De los 945 que hay hoy, en las siguientes elecciones habrá 600. Lo han hecho, además, reformando su Constitución. No porque les obligara Europa, como ha ocurrido las dos únicas veces que “nosotros” (¿?) hemos modificado la nuestra, sino porque los propios ciudadanos italianos lo han decidido así. Y esa reforma la han ratificado, por último, en referéndum, con un inapelable respaldo del 70%. 

Reducir el parlamento, reformar la constitución, consultar a la ciudadanía… no busquen esos términos en nuestro léxico político, están como borrados. Se trata de posibilidades relegadas al espacio de aquello que los guardianes de la ortodoxia del 78 denominan “antipolítica”. Aunque la recepción en nuestra cultura política de cada una de esas tres posibilidades da para un pequeño ensayo político, aquí me centraré en la primera, la relativa a reducir puestos políticos. 265 escaños, en concreto: todos los del Senado. Frente a quien afirma que una propuesta así es antipolítica, se ha de afirmar lo contrario: lo que es antipolítica, pura antipolítica hecha institución, es el propio Senado.

Lo es, en primer lugar, por su origen. Como reconoció el propio Suárez, la función del Senado consistió, durante la Transición, en ejercer de moneda de cambio: un trozo de poder ofrecido a la clase franquista para evitar que tal clase alimentara demasiadas veleidades involucionistas. El propio nacimiento de la institución fue así un sacrificio de la política – de la política democrática, se entiende - ante la antipolítica de la dictadura, amasada en torno a “la legitimidad surgida el 18 de julio de 1936”, esto es, en torno a la violencia militar y a la administración del terror subsiguiente. 

Lo es, en segundo lugar, por su esencia. Se trata de una institución esencialmente antipolítica porque en ella se encuentra ausente aquello que configura la esencia de lo político: el poder. Aunque lo parezca, el Senado no es realmente una institución política. Es una adherencia enfermiza del sistema, nada más. La Constitución le arrebata todo poder, lo torna mero ornamento. Una contradicción – crear un órgano político carente de política - que se explica por su origen: si fue una especie de pago en poltronas a la clase franquista, la izquierda consintió a cambio de negarle el poder. El propio Óscar Alzaga, uno de los principales actores de la UCD durante la elaboración de la constitución, lo explica sin tapujos: “pongan ustedes, señores de UCD, la composición que quieran, siempre y cuando el Senado no pinte gran cosa”, cuenta que fue el mensaje que recibieron de la izquierda.

Lo es, en tercer lugar, por su ejercicio, que alcanza ya unos inconcebibles 42 años. Si su esencia es un vacío, pero, a la vez, la institución permanece y lo hace pretendiéndose “política”, tal permanencia sólo puede permitirse al precio inevitable de generar contradicciones. El Senado es un gran un vacío antipolítico que, a su vez irradia efectos antipolíticos en el sistema. 

El primero, con respecto a la función que dice cumplir. La Constitución afirma que el Senado “es la Cámara de representación territorial”. ¿Qué ocurre entonces con esa función, si el Senado carece de poder? Que se lleva a cabo de modo desinstitucionalizado, deslocalizado, desestructurado. El Senado no solo no cumple con su función territorial: impide que tal función se asuma de modo razonable por parte de la institucionalidad democrática. En un país con la textura identitaria de España, es un completo desatino. Así nos va con ese tema. 

El segundo, con respecto a la imagen que lo político proyecta sobre la ciudadanía. 65 millones de presupuesto al año (nada menos que el presupuesto, según veo aquí en la página 36, de un Hospital de Madrid), arrojados a una sima antipolítica. Una sima que no solo engulle ese dinero, sino que lo transforma en más antipolítica. No hace falta recordar los desdichados índices de aceptación de nuestra clase política entre la ciudadanía… ¿hay algo más representativo de la razón de fondo de esa desafección que la permanencia inmutable de ese caserón vacío y alienante? ¿Qué clase de autoridad, de ejemplaridad pública y de majestas pueden reclamar para sí partidos que defienden a capa y espada ese grotesco y explícito insulto a la democracia?

Por cerrar el Senado abogó en su día nada menos que el socialista Juan José Laborda, que venía de presidir la institución durante siete largos años. Y por cerrar el Senado abogan actualmente, con diferentes matices, partidos tan dispares como Ciudadanos, Podemos y Vox. Por descontado, la propuesta es un clamor entre los especialistas, que han sido siempre muy conscientes de la absoluta inutilidad de la segunda Cámara. Razones sobran. Son el PP y el PSOE los que siempre se han opuesto a una reforma. Ojalá sea cierto que el gobierno de coalición está esperando a 2021 para afrontar reformas constitucionales de calado, y ojalá que la cosa no quede, como hasta ahora, en agua de borrajas. Si se hiciera un referéndum hoy, el 70% de los italianos se iba a quedar corto.

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