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Dejemos de arriesgar

Unos niños mantienen las distancias al visitar a sus abuelos en su primer día de desconfinamiento en Sevilla.

Sira Abenoza

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En estos tiempos del virus, no paro de recordar al filósofo Hans Jonas. Nacido en 1903 en el seno de una familia judía en Alemania, emigró a Palestina en los años de auge del nazismo y en 1940 se unió al Ejército Británico para luchar contra Hitler. Finalizada la guerra, se propuso volver a su país natal pero, al saber que su madre había sido enviada a Auschwitz, prefirió regresar a Palestina hasta que en 1950 dio el salto al continente americano, primero Canadá y luego EEUU, donde vivió prácticamente la segunda mitad de su vida dedicándose a la filosofía.

Jonas se hizo adulto en medio de uno de los períodos más convulsos de la humanidad y, como todo filósofo judío de esa época, su pensamiento quedó atravesado por los horrores que tuvo que ver y sufrir. Entre ellos, el de ver que el hombre había llegado a inventar -y poner en práctica- algo que podía implicar el fin de la humanidad: la bomba atómica. Por primera vez en la historia, la misma especie que había sido capaz de inventar la rueda, la imprenta, la máquina de vapor, el automóvil, la penicilina o la radio, era ahora capaz de inventar algo que podía poner fin a todo, todo.

Para un filósofo preocupado por la ética, esto marcaba inevitablemente un antes y después en la reflexión sobre la acción humana. Si nuestro quehacer podía llegar a ser tan radicalmente dañino, debíamos dotarnos de una ética que estuviera a la altura de los tiempos. Que nos ayudara y nos guiara a la hora de tomar decisiones que no pusieran en peligro ni el presente ni el futuro del mundo; que lograra garantizar una vida digna para las generaciones venideras. Es de ahí que nace su ética de la responsabilidad, ante la constatación de que la acción humana, y especialmente la ciencia y la tecnología, necesitan ser reflexionadas y guiadas por un principio ético que las haga beneficiosas para la sociedad, para los que estamos y para los que vendrán.

El principio que según Jonas nos puede ayudar dice: “obra de tal manera que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica sobre la tierra” (1979). Es decir, antes de actuar, antes de tomar una decisión, asegúrate de que aquello que vayas a hacer no ponga en peligro la posibilidad de que tus vecinos y sus hijos sigan viviendo una vida digna de un ser humano. No hagas nada que convierta sus vidas presentes y futuras -las nuestras- en más opacas, grises o sin brillo, más lúgubres o limitadas, más propias de una máquina o de un animal. Si hay algo que te propones hacer, asegúrate, asegúrate, de que no pone ninguna vida, tal y como creemos y queremos que sea la vida, en riesgo.

Quizás huelga decir que este principio que a mediados del siglo pasado fue tornándose un imperativo que debía guiar a la humanidad, es hoy todavía más urgente que lo sea. Hoy, que no solo un científico o un gran inventor pueden poner en peligro dimensiones de nuestras vidas presentes y futuras, sino que cualquier individuo puede salir a la calle e iniciar una pandemia de consecuencias mundiales; hoy, la ética de la responsabilidad, esta forma de actuar, de pensarnos, de pensar qué hacemos cada día, debería estar tan interiorizada como lo está que la ablación es un crimen, que no hay razas mejores ni peores o que la esclavitud o el trabajo infantil son un mal.

Ahora, ¿qué valores requiere una persona, un gobierno, un científico, un empresario, la humanidad, para ser capaz de obrar de tal manera? ¿Qué virtudes o hábitos deberíamos cultivar y qué consejeros nos deberían acompañar para lograr poner este principio de la responsabilidad en práctica? Jonas dice: “ante un potencial casi escatológico de nuestra tecnología, la ignorancia sobre las últimas consecuencias será, por sí sola, razón suficiente para una moderación responsable”. Es decir, deberemos promover y cultivar la moderación, la prudencia, el término medio. En un contexto de riesgo de esta magnitud, no valen los experimentos; lo que nos jugamos es demasiado.

Tanto es así que, un valor que durante siglos habíamos entendido como denostable o inútil, contrario al progreso, ahora debe ser recuperado. Hablo de la importancia de recuperar el miedo. Desde la Ilustración, la filosofía había entendido el temor como algo a confrontar y a evitar en tanto que paralizador. Jonas, en cambio, viene a defender una 'heurística del miedo'. De nuevo, en unos tiempos en que cada humano y sus decisiones mínimas pueden convertirse en una bomba de relojería, el miedo es el valor que más nos puede ayudar a evitar la catástrofe. No una ética del miedo, no un temor paralizador, el miedo como pepito grillo, el temor como esa voz sabia o prudente que está ahí, hablándonos constantemente antes de pulsar ningún botón. Repetimos: no para paralizarnos sino para ser conscientes de la responsabilidad de nuestros actos.

Vayamos ahora a ver cómo vamos en materia de responsabilidad. Esto es, si nuestro imperativo hoy debería ser el de la ética de la responsabilidad, veamos qué nota tenemos y si parece que somos capaces de implementarlo. ¿Estamos remando a favor? ¿Vamos por buen camino? Durante estas semanas de estado de alarma, hemos visto a expolíticos violando la norma de confinamiento para salir a correr; fiestas clandestinas en grandes mansiones o en medio del campo; la policía ha puesto miles de multas a personas que querían ir a su segunda residencia; y los alcaldes de algunos pueblos de costa o de montaña han tenido que alertar públicamente a los veraneantes de que no les querían. Suma y sigue.

Parece que hoy andamos bastante faltos de ética de la responsabilidad. Y quizás no debería sorprendernos. Si la ética que defiende Jonas requiere prudencia, moderación y una heurística del miedo, ¿alguien puede decir qué referentes tenemos que nos enseñen estos valores? Es difícil encontrar algún referente cinematográfico que exalte la moderación y el temor. Los héroes son los valientes. El que tiene miedo es un gallina, un loser que, con suerte, nos despierta conmiseración. El miedo no es sexy, no vende, ni seduce ni conquista. ¿Qué ganas vamos a tener de escuchar el miedo? El miedo nos da vergüenza. Lo escondemos y no lo confesamos -no vaya a ser. El miedo es una enfermedad que curan los psicólogos. Hasta las escuelas de primaria y secundaria ya están haciendo talleres para que los niños sean emprendedores, valientes, y no tengan miedo a tirarse a la piscina. Las empresas se aventuran a vender productos sin haberse preguntado qué mundo resulta de ellos; los gobiernos ensayan experimentos públicos sin tener certezas de sus resultados. Hay algo de todo esto que deberíamos revisar.

Hoy, cada uno de nosotros tiene demasiado poder en sus manos como para desestimar nuestra responsabilidad. Como diría Spiderman: “un gran poder conlleva una gran responsabilidad” -sí, es cierto, también lo dijo Voltaire. Hoy, debemos recordar a Jonas y ver de qué forma su principio de la responsabilidad puede ir inmiscuyéndose en nuestros sistemas educativos, en nuestros gobiernos y en nuestras empresas. De ello depende que nosotros, nuestros vecinos y los que vendrán, puedan seguir viviendo como un ser humano.

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