Tu odio no es libertad de expresión
Cuando en 2015 se reformó el código penal para introducir un resquicio que prometía perseguir las manifestaciones de odio por motivos como el color de piel, el origen, el género o la orientación sexual, en mayor o menor medida fue considerada una victoria, una vieja reclamación que se hacía realidad. Años después, el análisis de algunos de los casos más mediáticos en los que se ha aplicado la reforma deja dos sensaciones: la ineficacia en la protección de las denominadas minorías y el debate continuo sobre los límites de la libertad de expresión.
Uno de los objetivos de la ley era proteger a los colectivos atacados por su color de piel, género, orientación sexual, nacionalidad, etc... ante los casos de discriminación. Dar un argumento legal al que acogerse a quienes sufren los delitos de odio. La reforma introdujo el instrumento, pero la protección es insuficiente.
Antes de la reforma existían los delitos de odio, pero exigían que se diera provocación (en el sentido jurídico). Es decir, que por ejemplo un mensaje de odio terminara en una agresión. Que un “negro te vamos a matar” termine con el negro muerto. Ahora las palabras por sí mismas también pueden ser penadas.
En España los delitos de odio denunciados aumentaron de 2014 a 2015 un 3,3%, con el racismo como principal motivo pero con el género, la discapacidad, la ideología o la aporofobia también presentes. En total, 1.328 casos, una cifra que debería aumentar en 2016 y que apenas tiene en cuenta uno de los principales campos de batalla contra los discursos de odio, Internet y las redes sociales, los escenarios en los que mejor se ve la frontera entre el delito de odio y la libertad de expresión.
En julio de 2016 un grupo de personas decidió simular mi subasta en Twitter, haciendo clara referencia a la esclavitud sufrida históricamente por la población negra en todo el mundo. No fue un asunto menor, aunque para la justicia pareció que sí, ya que en el inicio de la investigación ni siquiera consideró que fuera un caso de racismo, y mucho menos un delito de odio. Poco después, en septiembre, llegaron unas amenazas de muerte por las que todavía espero noticias de la justicia.
En todos estos meses lo último que he sentido ha sido protección por parte de un sistema y una ley que supuestamente me protege de quienes creen que todo un cuerpo merece menos derechos o la desaparición solo por tener un color de piel, un género o una orientación sexual distinta a la que históricamente ha tenido el poder.
Desde la subasta de julio no han sido pocos los casos de delitos de odio que han trascendido a los medios. Dos de los más significativos fueron los de Jesús Tomillero, el árbitro que hizo pública su homosexualidad y recibió amenazas por ello y el de Carla Antonelli, la diputada socialista en la Asamblea de Madrid y activista LGTBI que tuvo que soportar todo tipo de mensajes desagradables.
Paralelamente hemos tenido constancia del avance de los casos de Guillermo Zapata y César Strawberry. Ambos cortados por el mismo patrón, con chistes de mejor o peor gusto que han sido perseguidos hasta la saciedad por los mecanismos de la justicia en nombre de figuras como el enaltecimiento del terrorismo. El primero fue absuelto, pero el último capítulo sobre el cantante de Def con Dos cuenta que ha sido condenado a un año de prisión.
Nos encontramos en un territorio peligroso con un dilema importante. ¿Cómo perseguir los delitos de odio de manera efectiva sin coartar la libertad de expresión? La solución no es fácil, pero hay que encontrarla. Actualmente, la poca concreción de la legislación hace que exista un terreno de arenas movedizas que da amplio margen a la discrecionalidad de jueces o agentes cuyo criterio, formación e intereses personales adquieren relevancia inusitada en la decisión final. Es lo que explica que quien investigó tanto la subasta como mis amenazas de muerte no se planteara inicialmente el componente racista. Y es lo mismo que permite a los jueces insistir en condenar a César Strawberry por seis tuits y un retuit.
Pero también tenemos el caso de Twitter, empresa radicada en Estados Unidos y que se ampara en el protegido concepto de libertad de expresión estadounidense para no entregar los datos personales de personas que posiblemente hayan cometido delito, ni siquiera cuando la Policía los pide. Son ellos, bajo su propio criterio, los que terminan decidiendo qué hacer con los datos.
Entre ambos extremos, el reto es construir un modelo que permita una libertad de expresión amplia pero que pare los pies y no dé cobijo a los predicadores del odio. Que por ejemplo una persona negra tenga garantizados sus derechos cuando sean dañados por su color de piel y obtenga la consecuente justicia, pero que a la vez nadie se sienta limitado a la hora de expresar sus ideas por miedo a una represión injusta. En un mundo cada vez más diverso pero poblado de Trumps y otros trolls de Twitter, separar el grano de la paja para encontrar el equilibrio entre ambos conceptos debería ser prioridad si queremos alcanzar una convivencia sostenible. Porque el odio, por mucho que se maquille, siempre será odio, pero nunca libertad de expresión.