Desacostumbrarse
Nos hemos acostumbrado a ver a personas viviendo encima de unos cartones en la calle o esperando (ahora con mascarilla) unas monedas delante de una tienda. A pasar por delante y sin mirar al hombre que duerme en un banco en la playa, como muestra esta foto de Emilio Morenatti.
Nos hemos acostumbrado a que las personas que han nacido en el sitio equivocado arriesguen su vida tirándose al mar o al desierto y sean maltratadas o no en función del Gobierno de turno o del desalmado que se crucen en el camino. Nos hemos acostumbrado a que en nuestra sociedad haya personas que tengan que elegir entre comer y pagar el alquiler, que muchas no logren encontrar un trabajo durante meses o durante años o malvivan con empleos intermitentes. A que los temporeros duerman en la calle o en alguna casa abandonada medio en ruinas, como contábamos en mayo que pasaba en Lleida.
O a que los vecinos de L'Hospitalet, la zona más densa de Europa, describan sus pisos como cárceles.
Igual que nos hemos acostumbrado a tantos otros males de nuestra vieja normalidad.
Por suerte, y a diferencia de otros países, no nos hemos acostumbrado a que cientos de personas se contagien cada día y decenas sigan muriendo después de otras decenas de miles, por un virus temible y contra el que todavía nos faltan herramientas.
Después de seis meses en los que la información y la atención constante están concentradas en el virus, uno de los peligros es normalizar el riesgo y sus consecuencias. Y más cuando no hay pausa. Pero eso no parece estar pasando en España. No nos hemos acostumbrado y no nos queremos acostumbrar.
La lucha es agotadora, incluso aunque tengas el privilegio de no estar en primera línea arriesgando tu vida cada día, como las personas que nos cuidan en los hospitales, nos alimentan o nos llevan de un sitio a otro. Cada plan, cada paso, incluso aunque te hayas librado del virus, es complicado. Y existe un riesgo claro: tener una población anestesiada que ya no le presta atención a las noticias y sigue con su vida hasta que el virus o sus consecuencias se cruzan en su camino o en el de los suyos.
En muchos países europeos ya está pasando. La permanente tensión que hay en España, con una cobertura constante de los brotes, información detallada de las autoridades y preguntas sobre qué estamos haciendo mal, no se da en otros países europeos que siguen teniendo cientos de contagios. La tensión es sin duda agotadora, pero es la única forma de no acostumbrarse también a esto, de no aceptar la epidemia como un nuevo mal de nuestra sociedad.
Aceptar como normal la pobreza, la contaminación, el desempleo, el hacinamiento, los abusos de poder o la falta de recursos públicos tiene mucho que ver con lo que nos ha pasado. El virus es más difícil de evitar para quienes viven en condiciones donde es imposible guardar las distancias, mantener las medidas de seguridad o quedarse en casa. La contaminación de nuestras ciudades, según varios estudios preliminares, ha contribuido a que el virus permanezca y se difunda más entre nosotros. La falta de medios para la Sanidad pública ha hecho que no hubiera mecanismos de control y alerta antes y que, cuando estalló la crisis, no hubiera suficientes camas hospitalarias o personal sanitario.
Acostumbrarse a los males como parte de la normalidad es lo que hace a las sociedades más vulnerables. Por supuesto que los problemas de fondo no son fáciles de arreglar –no basta una vacuna o un medicamento para librarse de la pobreza y las debilidades económicas del país no se arreglan sólo con políticas públicas– pero el progreso viene al menos de reconocer los problemas comunes y considerarlos inaceptables. Es una responsabilidad colectiva y aquí los medios tenemos un papel esencial.
A menudo me pregunto cómo en un país más rico y en teoría más educado que España como el Reino Unido la población parece tan desinformada sobre el coronavirus o no hay más indignación con un Gobierno que sigue experimentando con la gente a ver si se contagia y consigue una utópica protección, mientras sigue estando muy por detrás de cualquier país europeo en las medidas básicas. Además de un Gobierno especialmente torpe como es el de Boris Johnson, la respuesta también tiene que ver con los medios, que cubren menos la epidemia que en España, Italia o Estados Unidos, sus consecuencias o lo que pasa en comparación con otros lugares. Cuesta incluso encontrar los datos diarios sobre la evolución de la epidemia con el mismo nivel de detalle que tenemos en la prensa española.
En España, probablemente los lectores están cansados de nosotros y a veces hemos contribuido a crear más ansiedad con tantas malas noticias. Pero la información es la salvaguardia contra la apatía.
Y por eso tenemos una responsabilidad respecto a todos esos otros problemas de fondo con los que nos hemos acostumbrado a convivir como si los dramas individuales hacia los que sentimos más o menos empatía no tuvieran un impacto colectivo. ¿Les dedicamos suficientes reporteros? ¿Les damos suficiente espacio? ¿Los contamos con todas sus aristas? Son preguntas que nos deberíamos hacer constantemente los periodistas. Cuando el peligro es menos inmediato, se vuelve más invisible, pero no por ello es menos real.
Cuando despertemos de la pesadilla del virus, que lo haremos, ojalá dejemos de asumir como normal todos los otros males que hemos aceptado.
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