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Sin dignidad

Cientos de personas se han manifestado en Madrid con el lema "otro modelo de residencias es posibles".

Foto: Olmo Calvo

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Cuando me asomé a la puerta no vi a mi abuelo. Bueno, en realidad sí era mi abuelo pero parecía otra persona. Estaba postrado en una cama impersonal, en una habitación aséptica con fuerte olor a lejía y betadine. No había nada en aquella habitación que recordase que una vez tuvo una vida afuera, salvo una fotografía en la mesilla de noche y algo de ropa en el armario. La residencia asistida estaba bien, sus instalaciones eran modernas, funcionales, estaban cerca del hospital; las enfermeras le trataban bien, eran atentas y competentes –mi abuelo necesitaba cuidados específicos- pero aquel lugar me ponía los pelos de punta. En algún punto de su estancia allí, después de horas y horas mirando al techo, dejó de recordar cómo nos llamábamos; supongo que antes dejó de recordarse a sí mismo.

Siempre que paso por delante de una residencia de ancianos me vuelve esa sensación difícil de describir, entre tristeza e incomodidad. Incomodidad desde la absoluta comodidad de verse fuera, claro. Mariano Turégano, residente en un geriátrico de San Sebastian de los Reyes (Madrid), puso esta semana voz a la incomodidad y la indignidad durante un pleno municipal. Contó que en su residencia falta personal y que los trabajadores tienen “unas condiciones lamentables”, con unos “sueldos miserables”. Contó también cómo la comida que les sirven es “deleznable”, cómo pasan horas sin comer y, lo más importante, sin beber, provocando casos graves de deshidratación (un estudio llevado a cabo en la Île-de-France determinó que el exceso de muertes en residencias de la región de París se debió más a la sed que al covid). Describió cómo pierden su derecho a tener algo parecido a la privacidad. “Hemos trabajado mucho, ustedes lo deberían saber porque hoy disfrutan de privilegios que nosotros peleamos, no para nosotros, sino para ustedes. Eso no se consigue mirando para otro lado. Es insólito que hoy estemos aquí pidiendo vivir con dignidad”, dijo.

Eso era, dignidad. Esa es la palabra que se me escapaba durante las visitas a mi abuelo. La dignidad perdida. El modelo actual de residencias, con esa iluminación hospitalaria, sin calidez, sin espacios propios, con ancianos que parecen aparcados en salas comunes mirando a una tele o a una pared, con un personal desbordado, que entra y sale a toda prisa de las habitaciones como si fuese un trabajo mecánico y en cadena, disminuye –por no decir que imposibilita- la opción ofrecer un servicio digno con la atención enfocada en las necesidades de cada uno. Porque Mariano no necesita lo mismo que Alfredo, o que Mari Ángeles, o que mi abuelo en su momento. No tienen los mismos gustos ni han tenido la misma vida. El cuidado deficiente les roba la dignidad a muchos ancianos, pero también quebranta sus voluntades personales anuladas por la uniformidad.

Las residencias de ancianos deberían ser un hogar, más que una suerte de hospital –nadie quiere vivir en un hospital-, pero es que en la actualidad la mayoría no son ni una cosa ni la otra.

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