Hay que echarlos al mar
Cerca del 60% de los españoles nació ya en democracia. Para todos ellos, la dictadura franquista, la transición tramposa, la componenda de la restauración de la corona de los Borbones, o el soterrado ruido de sables bajo el que se redactó la Constitución son batallitas del abuelo cebolleta. La democracia existe para ellos como existe el aire que respiramos: creen que es natural, que sin él, sin ella, no podríamos vivir. Pero ahora están aprendiendo en sus carnes que la democracia, al igual que el aire, te la pueden contaminar, y que fuerzas oscuras y poderosas amenazan con degradar su calidad hasta dejarte sin respiración o sin libertad.
Todavía hoy hay que explicarles que la democracia no cayó sobre nuestras cabezas de manera inevitable, como la lluvia, sino que una generación de españoles se batió el cobre por ellos y su futuro en las fábricas, en la universidad, en la calle, contra una brutal policía represora, uniformada de gris y correaje, a la que distinguíamos del caballo que montaban por la mirada dulce del caballo. more
Tan natural es que los hijos de los represores, sentados hoy en su mayoría en los escaños del PP en el Congreso, se declaran entusiastas defensores de los derechos democráticos, como si su fundador no hubiese pertenecido jamás al aparato criminal que sustentó la dictadura, como si su presidente de honor, el hombrecillo insufrible que susurra a Rajoy desde FAES el camino tortuoso de nuestra salvación, no hubiese sido un joven falangista cuyo ideario político habría de sonrojar al mismo Fraga Iribarne, que dios tenga en su gloria, es decir, en ninguna parte.
Cuando ya no había que pegarse con la policía para ejercer los derechos ciudadanos, los herederos sociológicos del régimen comprobaron que las manifestaciones, además de un lugar divino de la muerte donde conocer gente y lucir los últimos modelos de Rolex y abrigos de visón, eran útiles para protestar por el ataque malvado de los socialistas a sus privilegios y sus creencias disparatadas. Montaban sus botellones espirituales en la madrileña plaza de Colón, bendecidos por la obispalía montaraz, y se ganaban de paso el cielo llamando a Zapatero asesino hijoputa, jaculatoria que, repetida tres veces, aseguraba la obtención de indulgencia plenaria.
Con semejante entrenamiento, los votantes de esa derecha, a los que ni se les pasaba por la cabeza que un Gobierno “de los suyos” se atrevería algún día a tocarles el IVA, la nómina, la pensión, las prestaciones sanitarias y hasta las mismísimas pelotas, recordaron de pronto que las manifestaciones sirven para intentar influir en el Congreso de los Diputados, incluso en el ánimo de aquellos a los que, engañados por falsas promesas, auparon al poder con sus votos desgraciados, por mucho que blinden con vallas tan magnífico recinto para dormir la siesta, en un vano intento de que no retumbe dentro la voz de la calle.
Rajoy les tocó lo más sensible de su ideario vital, moral y político: las pelas, la cartilla, los moscosos, la paga extraordinaria de la natividad de su dios. Y de pronto este Gobierno logró así un récord en nuestra historia democrática: cabrear a propios y extraños, a amigos y enemigos, y juntarlos a todos en las macromanifestaciones de la semana pasada, millones de personas en total, “miles” según el nuevo NODO de la nueva TVE, gritando todos a una: ¡dimisión!
Juro por ese dios que no existe que jamás había estado en manifestación tan extravagante, por insólita, con tanta gente de la derecha de toda la vida a mi lado, codo con codo, coreando el lema colectivo puesto de moda por uno de los suyos, por su grosería la señora Fabra: ¡que se jodan! Me resultó tan raro, una compañía tan extraña a mí, que ni siquiera me atreví a gritar que se jodiesen, por no molestar, mireusté. No vaya a ser que a la próxima mani ya no vengan.
Los mismos que no hace muchos años salían a la calle contra el Estatuto de Cataluña, el aborto, el matrimonio homosexual y los recortes de Zapatero, pedían ahora a mi lado la dimisión de Rajoy. El mundo se acaba, definitivamente. Cierto es que se les notaba poca destreza manifestante, quizá cierta timidez, como si estuviesen cometiendo un pecado venial contra su clase, como si temiesen ser vistos por los agentes secretos de Benedicto XVI infiltrados en las marchas, y hasta me dio un puntito de miedo verles tan irritados, porque os recuerdo que la derecha, cuando alcanza la masa crítica de cabreo, fusila. No se anda con coñas de juicios. Y creo que no es para tanto, no hay que hacerle al Gobierno juicios sumarísimos como solían sus mayores: ¡basta simplemente con empujarles hasta el mar!
El malgobierno de Rajoy sigue esgrimiendo que gobierna con el apoyo de la mayoría de los ciudadanos, cuando en realidad solo le votó el 30,27% (a ver, repito: el 30,27%) de los españoles con derecho a voto, descontada la abstención. Es decir, ¡prácticamente el 70% de los españoles no le votó! Y además, considerando que buena parte de sus votantes, a juzgar por el pelaje de los manifestantes de la semana pasada, se siente engañado por un programa oculto al que de ninguna manera hubiesen dado su consentimiento, de saberlo de antemano, resulta que el PP estaría gobernando en estos momentos contra el parecer de, quizá, el 90% de sus conciudadanos, como cuando Aznar nos metió en la guerra de Irak.
Pero, cuidado, el Gobierno del PP que se ha revelado como un fraude democrático, un Gobierno legal pero ilegítimo, ya que no puede acallar el clamor que proviene incluso de los suyos, se apresta a matar al mensajero. Ha puesto sus patas en prácticamente todos los medios de comunicación masivos, pero siente que la calle y las redes sociales de comunicación se le escapan de las manos. Si las ideas siempre resultaron ser más fuertes que los fusiles, ahora se revelan como bombas atómicas por la reacción en cadena que se propaga a través de los smartphones. Pronto tendremos a la policía cacheándonos, no en busca de una navaja o un cóctel molotov, sino de un teléfono móvil con la mecha de twitter encendida.
La economía se les va de las manos, el país está a punto de ser intervenido, los suyos le dan la espalda porque han descubierto el trampantojo con que disimulaban su ineficacia, pero al Gobierno solo le preocupa que todo ello llegue a saberse. El Ministerio de Interior está diseñando un cambio de legislación para que la difusión a través de Internet de las convocatorias de manifestación que no hayan obtenido permiso administrativo previo sean consideradas “delito de integración en organización criminal” cuando acaben siendo “violentas” o alterando “gravemente el orden público”. Varios años de cárcel, en suma. Esencia pura de fascismo.
El Gobierno que más ha hecho por alterar el orden público, el pirómano que enciende un fuego cada vez que un ministro abre la boca, conoce bien cómo solucionan esto los regímenes dictatoriales: criminalizando las redes sociales que no pueden dominar ni acallar.
Así que, démonos prisa, echémoslos al mar antes de que publiquen el decreto. Y, a ser posible, antes de que aprendan a nadar.
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