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Empantanados, ensimismados y camino de la decadencia

Manifestantes con esteladas a las puertas de la Ciutadella

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Tres años después de la fallida Declaración Unilateral de Independencia (DUI) del 2017 continuamos empantanados. No hemos sabido construir una solución ni encontrar una salida al conflicto. Diversos factores que contribuyen a ello. El desconcierto, falta de estrategia y división del independentismo. La falta de una propuesta política por parte de los partidos españoles. Sin olvidar el impacto emocional que provoca la cárcel de los dirigentes independentistas y las resoluciones de los Tribunales, que tienen una lógica y unos tiempos distintos a los de la política.

El empantanamiento es de tal dimensión que el conflicto ya no es solo entre el independentismo y el estado español o en el seno de una sociedad catalana profundamente fracturada. Ha explotado de lleno en el interno del independentismo, donde la elevada temperatura provocada por la pugna insomne entre ERC y los post-convergentes amenaza con fusionar hasta su núcleo básico. Si no lo ha hecho ya.

La descomposición es de tal magnitud que ni tan siquiera somos capaces de ponernos de acuerdo en los hechos acaecidos. Un sector amplio del independentismo se ha instalado en la disonancia cognitiva, alimentada por la constelación mediática Ítaca. Una burbuja que les ofrece refugio y en la que se sienten protegidos de cualquier viento –sea brisa o tramontana– de realidad.

Todo ello con la inestimable ayuda de la División mediática Brunete, que contribuye a confirmar los sesgos cognitivos del independentismo. Continúan negando el grave problema político que supone la ruptura emocional y de consentimiento de buena parte de la sociedad catalana con España. Se oponen a cualquier iniciativa política y delegan sus responsabilidades en la 'dura lex, sed lex’ de los Tribunales.

La disonancia cognitiva ha arrastrado al independentismo a un relato en el que todo comenzó el 1 de octubre. Los plenos del Parlament del 6 y 7 de setiembre no existieron, los han borrado de su memoria como si nunca se hubieran producido. Quizás porque, sin reconocerlo, son conscientes que entonces comenzó la catástrofe. Nunca han asumido que su actuación esos días comportó pisotear los derechos democráticos de más de la mitad de la sociedad catalana. Y que su Ley de transitoriedad nos ofrecía una república autoritaria. Lo grave de no reconocerlo es que pueden tener la tentación de repetir la jugada. Algunas voces ya elucubran con el 51% de los votos como legitimación de una nueva DUI.

Tampoco han asumido que se empacharon de astucia y ficción y por eso la continúan practicando. La astucia había comenzado mucho antes, con Artur Mas de presidente. Tres años después se mantiene viva y, aunque en la versión de Quim Torra aparezca como una parodia de lo que fue, mantiene su fuerza destructora, lo acaban de comprobar en el PDeCAT. La ficción de la unilateralidad, el reconocimiento europeo y la transitoriedad “de la ley a la ley” han dado paso a planteamientos cada vez más irreales y de menor recorrido. El mandato democrático del 1 de octubre, las estructuras de estado, “som república” el presidente legítimo, “ho tornarem a fer”. O el “momentum”, la metáfora con la que mantienen viva la ilusión de que algo –que no se concreta– llegará, como si del redentor se tratara, para desencadenar una nueva oportunidad de una nueva DUI. Que esta vez sí, iría en serio.

La astucia y la ficción han mutado, pero no desaparecido. Así, continúa el “juego del gallina” entre Puigdemont y Junqueras, que fue la causa más determinante del descalabro. Ahora en una nueva versión adaptada, en la que la traición es el eje del guion, pero los protagonistas han intercambiado de personaje.

Durante estos tres años se han ignorado y ninguneado los problemas de la ciudadanía, menospreciado las tareas de gobierno y la gestión política. Así de empantanados y desconectados de la realidad estábamos, cuando llegó el coronavirus y las múltiples crisis globales y locales que ha desencadenado. El mundo asiste perplejo y desconcertado a la primera pandemia planetaria, de cuyo impacto no se salva ni los diez países –islas de la Polinesia– a la que el coronavirus no ha llegado, pero su impacto económico sí.

Mientras, en Catalunya empantanados en el conflicto y ensimismados en nuestras cosas, somos incapaces de ver todo lo que está sucediendo. Solo así puede explicarse que, al anunciarse la compra de Bankia por CaixaBank, el vicepresidente, Pere Aragonés, declarara que el Govern va a trabajar para evitar que ello no suponga una pérdida de peso político de Catalunya en la nueva entidad.

¿Dónde ha estado este hombre durante estos tres años?

Cada día que pasa los riesgos son mayores. Continuar empantanados en un conflicto político, que no encuentra solución, ni tan siquiera salidas para pactar el desacuerdo, ya es de por sí grave. Pero estar ensimismados aumenta los riesgos y que estos sean irreversibles. Parece que hayamos entrado en una de las etapas de decadencia que, tan bien describió Vicens Vives en 1956 en 'Noticia de Catalunya’.

El mundo está asistiendo a grandes disrupciones que ya estaban en marcha antes, pero que el coronavirus ha acelerado. Las opciones de las que cada país dispuso durante el siglo XX ya no nos sirven. Se están repartiendo nuevas cartas para una partida que ya no se juega solo en España, sino a nivel global. Y a nosotros nos pilla empantanados y ensimismados en nuestras cuitas.

En pleno proceso de búsqueda de alternativas para Nissan y las empresas de componentes, que requiere mucha implicación y cooperación entre los poderes públicos, los sindicatos y el mundo empresarial, el President Torra destituye a la consejera que estaba pilotando desde Catalunya estas negociaciones. La irresponsabilidad sobrepasa todo lo imaginable.

Todos deberíamos ser conscientes de que estos tres años han quemado las posibles soluciones y muchas de las salidas. Hoy la independencia es más irreal que nunca y el referéndum pactado se ha alejado, al menos por mucho tiempo. No solo porque se han generado muchos más anticuerpos en España. En Catalunya existe una fractura social que impide abordar en condiciones un referéndum.

No hay margen de momento, en plena pandemia, para encontrar una solución sistémica en una reforma del Estado que pueda obtener las mayorías necesarias. Ello no excluye, más bien al contrario, las muchas políticas micro que se pueden pactar para abordar algunos de los problemas planteados desde Catalunya. Antoni Bayona en su libro 'Sobrevivir al Procés’ identifica con rigor algunas de estas posibilidades de hacer política.

Empantanados y ensimismados, podemos caer en la trampa de pensar que nuevas mayorías parlamentarias pueden desbloquear la situación. Las próximas elecciones autonómicas no van a enterrar el independentismo ni le van a dar la fuerza social que necesitan para hacer avanzar sus objetivos. En el terreno de la confrontación estamos abocados a un empate infinito de impotencias mutuas que nos conduce a la decadencia como país.

Por eso es necesario volver el terreno que siempre ha permitido a Catalunya progresar como sociedad. Un proyecto que pueda ser compartido por amplios sectores de la sociedad catalana, que sea transversal y tenga la capacidad de sacarnos del bloqueo. La reconstrucción económica y social del país, después de la pandemia, nos ofrece esta oportunidad. Las soberanías del siglo XXI –si es que aún se puede hablar de soberanía en un mundo cada vez más interdependiente– se está jugando en una liga global. Catalunya ya no dispone de las cartas que teníamos, pero sí mantiene en su poder otras. En un mundo que, cada vez más, se construye alrededor de grandes regiones metropolitanas, en las que vive el 80% de la población mundial, Catalunya dispone de una gran baza, el área metropolitana de Barcelona con capacidad para ser el eje que articule una gran región mediterránea en el marco de la Unión Europea.

Esa es nuestra gran baza, aunque para jugarla, necesitamos salir del ensimismamiento en el que nos hemos instalado. Aún estamos a tiempo, pero si no cambiamos de tercio rápidamente, el riesgo a entrar en una etapa de decadencia de la que tardaríamos mucho tiempo en salir puede ser irreversible.

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