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La tumba del faraón

Ruiz-Gallardón en la misma mesa que su antigua mejor enemiga, Esperanza Aguirre.

Isaac Rosa

Solo se me ocurre un motivo creíble por el que Ruiz Gallardón decidiese tirar definitivamente por la borda su carrera política, tal como la está tirando con esta contrarreforma del aborto: que pretenda pasar a la historia como el ministro del aborto, en vez de como el alcalde que arruinó la capital de España.

De verdad, es la única explicación que veo, todas las demás no me convencen. Ni que esté siendo fiel a sus convicciones íntimas (por muy talibán que fuese, no lo imagino tan ciego como para no imaginar las respuestas a su ley); ni que pretenda honrar la memoria de su padre (que fue el ponente del recurso de la entonces Alianza Popular contra la ley del 85). Tampoco me creo que se trate de una cortina de humo para desviar la atención de la corrupción (el incendio Bárcenas parece controlado) o de los problemas económicos (ahora que algunos datos macro son favorables al gobierno). Y por último, no me convence lo de que todo fuera un intento por taponar la pérdida de votantes por el flanco derecho, pues más allá de una minoría no creo que haya tanto fanático que por una ley de aborto vaya a perdonar el empobrecimiento generalizado que también afecta a los votantes del PP.

Así que esa es mi explicación: tal vez le preocupaba ser recordado como el peor alcalde de Madrid, aquel que dejó las arcas vacías, una deuda que pesará sobre varias generaciones, y una ciudad rapiñada, desestructurada y sin proyecto propio. Porque si cuando dejó la alcaldía todavía conservaba algo de brillo por su gestión (Gallardón fue un hábil publicista de sí mismo), ahora ya los madrileños empiezan a apreciar el legado del ex alcalde, la “herencia recibida” que le toca gestionar a Ana Botella y a los que vengan detrás.

Madrid es hoy una ciudad exhausta, con los barrios cada vez más abandonados, y los vecinos pagando tasas más altas por servicios peores. Y buena culpa de ello lo tiene la ingeniería financiera con que Gallardón pagó sus disparatados proyectos urbanísticos, como esa M-30 subterránea que, a base de sobrecostes e intereses, va a acabar costando más que la ampliación del canal de Panamá. Suena a chiste, pero es así: sale más caro ir de Vallecas al paseo de Extremadura bajo tierra, que llevar barcos mercantes de un océano a otro.

Entre la M-30 (pomposamente rebautizada como Calle 30), el fiasco olímpico por tres veces, y otros macroproyectos, Gallardón dejó más de 8.000 millones de deuda. El resultado: el Ayuntamiento se ve obligado a destinar uno de cada cuatro euros a pagar la deuda. El triple de lo que gasta en protección social. Además, ha tenido que pedir ya tres veces dinero al gobierno central para poder pagar facturas, mientras las empresas municipales quiebran y todo está a la venta, incluidas las viviendas de alquiler social.

Cuando Gallardón llegó al Gobierno de Rajoy dijo ver cumplido un sueño, pero en realidad era ya un cadáver político. El que fue esperanza blanca de la derecha española era un despojo político, perdedor de todas las batallas internas de su partido y perseguido por la sombra de su criminal gestión del dinero público en Madrid.

La ley del aborto es su canto del cisne, y también le ha salido mal. No ha contentado a nadie, ni siquiera a los antiabortistas (que siempre verán mal cualquier supuesto o excepción: ¿por qué “asesinar” el fruto de una violación? ¿Qué culpa tiene la inocente criatura?). A cambio, ha rearmado a la oposición, recalentado la calle, y provocado una disidencia pocas veces vista en las filas populares, siempre tan prietas.

Dicen quienes trabajan cerca del ministro que cuando llegó a Justicia instaló un timbre en las dependencias que ocupa. Lo hace sonar cuando va a salir, y es la señal para que los funcionarios se metan en sus despachos, y así no encontrarse a ningún ser humano por el pasillo. Al paso que va, la próxima vez que salga por el pasillo de Génova o por el del Congreso pensará que alguien ha tocado un timbre preventivo. Tal es su soledad.

Gallardón está hoy labrando su tumba política, y qué diferente de la que soñaba. Si su paso por el Ayuntamiento le valió el apodo del “faraón”, por lo megalómano de sus proyectos, lo que le espera al final de su carrera no es una gran pirámide a la altura de su fama. Ni siquiera un consolador cementerio de elefantes como las Europeas, para las que su impopularidad lo convierte en un lastre.

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