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Incompetencia y recortes virales

José María Calleja

En los años noventa había en el mundo expertos de referencia sobre el temido, devastador y casi desconocido SIDA, uno era el doctor Luc Montaigner, en Francia, el otro era el Hospital Carlos III, de Madrid.

Ante una enfermedad que desató el pánico, que provocó una escabechina, que fue percibida de manera universal cuando afectó a un jugador de baloncesto de la NBA, Magic Johnson, y sobre la que había que hacer campañas publicitarias para aclarar lo que “Si-Da” –jeringuillas compartidas, relaciones sexuales, homo o hetero, sin condón– y lo que “No-Da” –besos, contacto físico–, ahí estaba el Hospital Carlos III como centro de referencia para tratar, atajar, curar e informar sobre lo que entonces se definió como pandemia.

Ese centro ha sido concienzudamente desmantelado en los últimos años por la política de voladuras/recortes sistemáticos de lo público.

De repente surge el ébola en África, de donde vino el SIDA, nos enteramos que allí hay misioneros españoles que dan su vida en heroicas y paupérrimas condiciones para tratar de salvar la vida de otras personas. El Gobierno de España entra en resonancia nacionalista y propagandista y acude a salvar a los dibujados como soldados Ryan misioneros. Se despliega un avión espacial, nunca mejor dicho, se pone en escena un despliegue de medios que atiende injustamente solo a nacionales y deja en la estacada de la muerte segura a los que trabajaban con ellos por el dato accidental de que ¡no habían nacido en España! La trompetería funciona, llegan los religiosos —primero uno; luego, el otro— en un sofisticado y carísimo avión y son trasladados al apresuradamente reabierto Carlos III. Los trasladan en medio de un despliegue policial tan absurdo como innecesario, pero que forma parte del espectáculo de luz, música y sonido. Muere primero un misionero, muere luego otro, hay quién dice que se sabía que ese sería el fatal desenlace de ambos, pero España sabía qué había que hacer esa puesta en escena, la España de Rajoy no deja a los suyos en continente africano.

Desde la ignorancia se podía pensar que había que gastarse todos los euros en traer a todos los afectados que trabajaban con los misioneros, no culpables del delito de no haber nacido en España; o bien gastarse todos los euros en montar un hospital en el lugar del problema, donde los misioneros decían que no tenían ni guantes.

El caso es que se reabre con urgencia el Carlos III para acoger a los misioneros y a una enfermera. Allí los profesionales se quejan de que todo ha sido apresurado, que no hay protocolos, que no les han enseñado cómo enfrentarse a algo desconocido —¡¡con lo que fueron con el SIDA!!—.

Una de las profesionales que atienden a los misioneros, pasados los días, resulta que tiene fiebre. Se le dice que no hay problema , que se vaya a su casa y se va de vacaciones. No sé, desde la ignorancia de nuevo, si una profesional que ha estado en contacto con las víctimas de ébola tiene fiebre, ¿es posible que se le dé el alta y se permita que difunda su posible enfermedad?, ¿no habíamos quedado que la prevención era fundamental?, ¿hacía falta ser un lince para haber aislado a esa mujer y tenerla en cuarentena? No, todo había sido perfecto, no había más que ver el avión y las decenas de coches de policías y sus motos y el ulular de sus sirenas.

Los enfermeros de la Paz se quejaron por escrito, el pasado mes de julio, de su falta de formación. Teresa Romero, la afectada por el ébola, confiesa a los que la atienden : “os voy a hacer una faena, creo que tengo ébola”. Lo dice después de ser trasladada en una ambulancia del SUMMA, como si se hubiera roto la tibia y el peroné, sin ningún protocolo de aislamiento de otros profesionales de la sanidad; eso sí, rodeada de muchos policías con pistolas, tan eficaces para matar a tiros al virus, como sabemos.

El caso es que tenemos dos misioneros ejemplares muertos, una técnica sanitaria afectada, no sé cuántos otros contagiados, el marido aislado, el perro de la infectada al que quieren matar y la marca España en las portadas de medio mundo.

En estas, Ana Mato reparte tiempos y voces en una rueda de prensa en la que por la forma en la que no se dice nada se acaban dando toneladas de información. Le piden a Mato que dimita y ella hace un gesto, como de decir, habla tú, que a mí me da la risa.

La profesional infectada no parece que tuviera especial vocación por infectarse. Una voluntaria ejemplar, que quiere ayudar y que se contagia en su afán de ayuda. Cabe pensar que, como dijeron en su día los profesionales, no ha habido protocolos, no ha habido formación, no ha habido previsión, no ha habido medios; sí ha habido trompetería y mucha policía, para ponerles grilletes a los virus.

Ana Mato, incapaz de ver lo evidente aunque tenga cuatro ruedas, no puede ser criticada por no ver un virus, menos aún por no hablar para no errar; ella es ministra por adhesión inquebrantable a los principios del movimiento Mariano, que exigen no hablar. Mato dijo en su día que una ministra tenía que dimitir si no era capaz de evitar contagios. No esperen que se aplique su propia doctrina, así en la corrupción como en la incompetencia viral.

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