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Un poco de intrascendencia, por favor

Firma de Lord Byron en Sounion.

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En medio de las ruinas del templo de Poseidón en el Cabo Sounion, cerca de Atenas, hay un pilar cuya parte inferior está cubierta de nombres grabados sobre la piedra. Son las firmas de viajeros de los siglos XVIII y XIX, que quisieron dejar allí la memoria de su existencia, frente al mar que un día dominó el viejo dios. Una de esas firmas es la de Lord Byron, el poeta genial, la inmensa figura del Romanticismo, el mismo que, poco después, moriría cerca, en Mesolongi, luchando por la independencia de Grecia frente al Imperio Otomano. 

Ese autógrafo a cincel de Byron sobre la piedra de Sounion —trazado en cuidadosas mayúsculas de imprenta— me produce reflexiones melancólicas. ¿También él? ¿Es posible que, después de revolucionar la poesía en lengua inglesa, ese hombre de Fama Inmortal aún quisiera dejar algo más para la Historia? ¿Algo tan tonto como un garabato con su nombre en un templo que había permanecido en pie durante 2.500 años sin que le preocupasen nada los poetas ingleses?

A los hombres —a muchos hombres, por decirlo mejor— siempre les ha encantado dejar cosas para la Historia. No sé si a las mujeres nos ocurre lo mismo: ni siquiera hemos podido planteárnoslo, porque no hemos formado parte de ella. Hasta ahora, las mujeres tan solo hemos protagonizado la historia en minúsculas, aquella sobre la que jamás ha recaído ningún foco, la que no ha sido recogida en crónicas ni libros, la que no ha dejado su Memoria Imborrable en grandes monumentos tallados en piedra, en tumbas indestructibles. 

Nosotras hemos gestado y parido y criado y educado, hemos recolectado frutos y raíces, hemos cuidado de los huertos y los animales domésticos, hemos molido los granos, cocinado los alimentos, mantenido el fuego y acarreado el agua. Hemos fabricado los tejidos que nos han cubierto y puesto orden en los espacios que nos acogen. Hemos mantenido las actividades artesanales y los negocios familiares a la par de los hombres. Hemos curado las heridas, preparado las hierbas medicinales, aliviado el sudor de los enfermos, alimentado a los ancianos, sostenido la mano de los moribundos. 

Nada de todo eso ha merecido medallas, honores ni estatuas. Cada una de las mujeres que nos han precedido durante milenios —salvo unas pocas excepciones— ha vivido sabiendo que la memoria de su nombre se borraría por completo en una o dos generaciones. Que nadie más, después de las hijas o los nietos, volvería a recordarlas cuando hubiesen muerto. 

A quienes adoran la Historia, no tener ni la menor posibilidad de formar parte de ella les debe de parecer una triste forma de fracaso definitivo. Yo creo, en cambio, que saber que no tienes que hacer nada para estar ahí es muy tranquilizador. Evita cometer muchas tonterías, como la de estropear con tu firma una antiquísima columna e irte después a combatir a los turcos. Pero, sobre todo, evita realidades mucho peores, como que te dé por hacer cosas horriblemente sangrientas. 

Imaginemos el asunto. Pongamos por caso que eres un pastor de Mesopotamia, hace 5.000 años, con tus buenas cabezas de ganado que dan lo suficiente para alimentar a toda tu familia y, además, venderles buenos chuletones a tus vecinos que, a cambio, te entregan kilos y kilos de esas manzanas tan ricas que no crecen en tus campos. Tienes una estupenda casa de adobe que te protege del frío y el calor excesivos y, en las fiestas de la cosecha, puedes permitirte celebrar grandes banquetes a los que invitas a todas las personas que te importan y en los que te pillas con tus amigos unos colocones inolvidables. Deberías ser feliz con todo eso, digo yo. O, por lo menos, darte por satisfecho.

Pero resulta que eres hombre, y te ha picado el dichoso moscón ese de la Historia. Así que no, no tienes bastante. Necesitas más, mucho más: más cabezas de ganado, más mujeres, más casas, y nuevos campos en los que crezcan esas manzanas que ahora no son tuyas. Necesitas todo lo que haga falta para llegar a ser un Gran Hombre, y que el día en que te entierren lo hagan en una tumba inmensa, mucho mayor que las de al lado, rodeado de carísimos objetos exclusivos que nadie más logró poseer. Una tumba que guarde tu nombre para la Eternidad. Ser el más rico y el más poderoso del cementerio, vamos.

¿Cómo vas a conseguir todo eso? No es fácil, claro. Igual tienes que robarles algunas cosas a tus buenos vecinos para empezar a acumular. Pero, si les robas, después tendrás que mantenerlos callados y quietos. Bueno, tal vez podrías encerrarlos, violar a las mujeres para sembrar el terror, o simplemente matarlos, y todo resuelto. Aunque quizá lo mejor sea convertirlos en tus esclavos, porque así tendrás mano de obra a precio de saldo para construir las muchas casas que anhelas y cuidar de tu ganado cada vez más extenso y cultivar tus campos numerosos, mientras tú te sientas a contemplarlo todo en una silla muy alta. 

Digamos sin embargo la verdad: tener esclavos es complicado. Para eso necesitas hombres armados que los mantengan sometidos. Así que te pones a acaparar todas las materias necesarias para fabricar muchas armas y luego te creas un ejército, uno tuyo, propio, el primer ejército, poblado de hombres que se dejan mandar por ti no solo porque comparten un poco de tus riquezas, sino porque también podrán entrar en la Historia a tu lado, aunque sea en letras más pequeñas. Después te hacen falta muchísimas casas para albergar a toda esa gente que está a tu servicio, así que fundas una ciudad, la primera ciudad del mundo, y en lo más alto de la colina te haces construir una fortaleza inmensa donde tu silla alta esté a salvo cuando vengan otros como tú a robarte lo que tú has robado primero. Que seguro que los hay. 

Solo te queda inventarte un dios que desde allá arriba lo ordene todo y ya está, ya has iniciado la Historia. Desde este momento, tú y tus descendientes y los descendientes de tus descendientes vais a llenar los relatos y las crónicas de Grandes Hazañas Heroicas semejantes a las tuyas, aunque cada vez un poco más sofisticadas, más letales. Vais a ejercer todo el poder, a poseer todas las riquezas, a conquistar todas las tierras, a dictar todas las leyes, a imponer todas las ideas, a crear todos los imperios, a explotar todos los recursos, a utilizar, maltratar, violar, esclavizar, torturar y asesinar a todas las mujeres y hombres que podáis. Vais a hacer muchas guerras. Un número infinito de guerras. Una y otra vez desde aquel día de hace 5.000 años hasta hoy. Una y otra vez. Pero así es como se escribe la Historia, qué demonios. Y la Historia, con su Fama Perpetua, merece lo que haga falta. 

No sé ustedes, pero yo, la verdad, no quisiera ser uno de esos Grandes Hombres y verme obligada a hacer todas esas cosas espantosas para que me recuerden los tiempos venideros. ¡Qué responsabilidad tan sangrienta! Prefiero quedarme con lo pequeño, con la casa fresca de adobe, las alegres cabezas de ganado que pastan bajo las nubes y las fiestas con mis vecinos, que me traen sus manzanas tan ricas. De la Historia, que se ocupen los depredadores. Yo, desde luego, me apunto a la intrascendencia de la historia, por el bien de todos. Y tan feliz. Aunque, a decir verdad, no dejo de soñar con que los Grandes Hombres empiecen a derretirse al fin bajo el peso insoportable de su Propia Importancia. ¡Menudo alivio para el mundo!

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