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El milagro de las pensiones

Yolanda Díaz y Pedro Sánchez comparten un momento de diversión en el pleno del Senado.

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Cuando los mismos oficiantes que, con entusiasmo digno de mejor causa, ya han enterrado al Gobierno de coalición dos docenas de veces se disponían a oficiar su enésimo sepelio, con el plus de venir provocado esta vez por uno de los demonios favoritos de sus sepultureros —“eso del feminismo”—, el Ejecutivo recupera el pulso y el paso y anuncia a dos voces, con Pedro Sánchez y Yolanda Díaz en armonía, un acuerdo con la UE para la reforma de las pensiones.

El disgusto entre los acólitos del culto al aciago destino del gobierno Frankenstein resulta doble. Por un lado, se han ido al garete varias semanas de enconado esfuerzo para anunciar una guerra sin cuartel en los pasillos de la coalición, poco menos que avanzar una intervención de la Guardia Civil en el Ministerio de Igualdad ordenada directamente por Moncloa y especular con una inminente remodelación del Ejecutivo para echar a los de Podemos que no se sepan comportar como Dios manda.

Por otro, se desinflan las brillantes expectativas de la brigadilla de eurodiputadas-os, opinadores y expertos que llevan meses acampados ante la sede de la UE, reclamando y anunciando el inminente desembarco de las fuerzas de interposición comunitarias para poner orden entre tanto desmán del gobierno rojosatánico. Como si no hubiera sido suficiente el ridículo que padecieron hace un par de semanas con el fin del mundo anunciado a raíz de la peripatética visita oficial/escapada romántica de la singular comisión enviada por el Parlamento Europeo; no sabemos aún muy bien a qué ni en condición de qué.

El convencimiento de la derecha política y mediática española respecto a que, en Europa, únicamente están aguardando a que les proporcionemos una excusa para intervenirnos y alegrarnos el día resulta uno de los casos de fe más abnegada y paleta que ha contemplado Occidente. 

Del acuerdo para la reforma de las pensiones lo mejor que se puede decir es que, tras dos décadas de recortes ideológicos y una campaña sistemática contra su sostenibilidad, ya era hora de que se empezara a poner la mirada en los ingresos, no sólo en la contención del gasto. La inicial pataleta de la CEOE es la mejor prueba. Lo peor es que sigue comprando, en parte, esa idea de que los baby boomers somos la marabunta feroz que viene a comerse la hucha de las pensiones y debe ser contenida por cualquier medio necesario.

Nuestro sistema de pensiones ha funcionado como el gran pagano del Estado durante los últimos cuarenta años. Desde las pensiones no contributivas a la deuda pública, siempre ha estado ahí para pagar cuentas que no le correspondían. Lo hizo, y en buena medida lo sigue haciendo, con un sistema de financiación que dejaba fuera a las rentas más altas, facilita la opción de salida a quién puede financiarse una solución privada más ventajosa y castiga sistemáticamente a las mujeres y a los trabajadores más precarizados en su vida laboral.

Ha bastado corregir levemente ese agujero para que se generen más de 15.000 millones de recursos adicionales. Imagínense lo que se podría arreglar si desarrollamos todo el potencial redistributivo del sistema —la cuota de solidaridad para las rentas altas que no cotizan al completo llegará -asómbrense- al 6% en el 2045—, dejamos de bonificar a las empresas grandes para mantener sus márgenes de beneficio o empezamos a pagar con impuestos las facturas del Estado del Bienestar —las pensiones no contributivas, por ejemplo— que aún soporta nuestro sistema de pensiones. No es un milagro. Se llama gobernar.

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