El mito del Dos de Mayo
Otra vez la Fiesta del 2 de Mayo coincide con la proximidad de elecciones. El mito revive. Rodeado de ciertos interrogantes por algunos pasos un tanto ilógicos que nos sirve la leyenda. Siempre resultó extraño que ni las soflamas más patrióticas hayan mencionado algo así como el rechazo institucional a lo ocurrido. Y es que las cosas no sucedieron exactamente así. Lo cierto es que no pudo ser más español. El invasor ante el que se levantaron el pueblo de Madrid y después numerosos pueblos del país, la Francia de Napoleón, era un aliado de España en su pugna con Inglaterra, y con Portugal, al andar nuestros vecinos del oeste por aquel bando. Aliado en cierta sumisión, dado el carácter imperialista del autoproclamado Emperador francés, pero aliado sin duda, con el que quería tejer alianzas matrimoniales para un nuevo mapa de ambos países. A Napoleón le gustaban para sí los antiguos reinos sobre el Ebro. Y, a cambio, Portugal se lo regalaba a los españoles.
Repasemos someramente los hechos. Lo que decidió a Napoleón a intervenir de otro modo en España fue –dijo– la discordia de la familia real (de la dinastía Borbón). La batalla por la Corona entre un padre –el rey Carlos IV– y un hijo –que reinaría como Fernando VII– en un ambiente en extremo sobrecargado. Carlos, de carácter débil, cedió cuestiones esenciales de gestión a su valido, el más famoso de todos los tiempos, Manuel Godoy, presunto amante de la reina. El hijo, Fernando, se hizo con una camarilla de aristócratas, militares y clérigos, en un partido sui generis que llevaba su nombre. Tras el motín de Aranjuez –de un pueblo más que harto de miserias a causa principalmente de tres años de guerra contra Inglaterra y azuzado por los fernandinos– Carlos IV abdica en su hijo, instaurando quizás lo que pudiera considerarse una cierta costumbre borbónica.
En este contexto llega el 2 de Mayo. El secretario del Partido Fernandino, escribe, según diversos autores, al gobernador del Consejo de Castilla comunicándole que iban a entrar en Madrid, de paso para Cádiz, unos 50.000 efectivos del ejército francés, en misión de solventar con Inglaterra el tema de Gibraltar –ya Gibraltar, siempre Gibraltar–, pero que “se detendrían algo en esta villa”, en Madrid. “Algo”, es fascinante.
Y aquí está el meollo. Las instituciones españolas, madrileñas sobre todo, celebran pues estos días, la fecha en la que sus predecesores dejaron abandonado al pueblo que decidió por su cuenta sacarles las castañas del fuego. El 2 de Mayo fue una revuelta popular histórica de rechazo “al extranjero francés”. De todos los males que les acometían, preferían defender a lo malo conocido, aunque era malo a rabiar.
El ejercito francés sofocó la revuelta en horas y fusiló expeditivamente a los sublevados aquella misma noche. Y la protesta se extendió por España. El 5 y 6 de mayo, el par de monarcas en litigio protagonizaron las abdicaciones de Bayona (Francia). Fernando VII dijo devolver el trono a su padre, quien acabaría por entregarlo a Napoleón, que a su vez lo cedió a su hermano, José Bonaparte. Algunos historiadores aseguran que fueron presionados por Napoleón. Aun con todo ese patetismo, se expandió un fuerte rechazo a los nuevos gobernantes. Del regreso al trono de Fernando VII con un pueblo que lanzaba vítores a las cadenas, y de todas sus promesas rotas, sabemos de sobra.
Los elogios patrióticos a la gesta del 2 de Mayo han de matizarse. Esa alma española de valentía irrenunciable salta con objetivos sorprendentes: abandonados por sus regidores, se levantan por quienes no lo merecen. Vienen los Cien Mil Hijos de San Luis, también desde Francia, para librar al rey Fernando de los liberales que tenían secuestrada su voluntad. Y no se mueve ni una voz, y eso que el Borbón acabó hasta con la Constitución de 1812 y se caracterizó por su carácter tramposo y vengativo. La famosa “Década ominosa” se conoce como tal por la última fase de su reinado.
También cuesta entender que terminara siendo Napoleón Bonaparte el heredero inmediato de la Revolución Francesa, el gran hito que cambió la historia del mundo a pesar de todo. Si lo repensamos, guarda un cierto parecido con los españoles dejándose la piel y la vida por el que sería el peor rey que tuvieron: Fernando VII. Aunque a veces es más la tierra, las costumbres, lo que mueve esos ímpetus.
Andaba buscando contexto estos días para mi columna, a la espera de la celebración de este 2 de Mayo preelectoral en Madrid. El espectáculo servido por la Comunidad tiene algo de paralelismo con sus verdaderos antecedentes. La camarilla de Ayuso no debe distar mucho de los Fernandinos que en el siglo XXI incorporan portavocías mediáticas. Ésas que transportan sobre corceles alados a la presidenta de Madrid –con todas sus fechorías– que tan bien les sirve. Una de esas portavocías avisa: El 2 de Mayo es de Ayuso. De Ayuso, dice.
Empingorotados mandamases se suben a una tribuna para asistir a un desfile militar y se impide el paso a un ministro del Gobierno de España que acude en su representación. Está Margarita Robles –pero ella sí gusta a la derecha–, lo sabe y no se va. Y está Feijóo, porque a su fiesta Ayuso invita a quien quiere. El pueblo de Madrid queda fuera. Hay algo, mucho, de aquel reino decadente del 1808 con un toque chaparrudo de franquismo en la escena. Hasta en los torsos y posaderas de floreados vestidos que franquean el paso o lo niegan al escenario de los poderosos. Aquí TVE que versiona la postura de los de Ayuso.
Leo que en Francia aquellos que habían perdido privilegios maniobraron en contra de la Revolución, que la burguesía muy activa consiguió unir a su causa a los campesinos nada menos, que hasta los ejércitos de las monarquías limítrofes estaban apostados en las fronteras a ver qué ocurría, que el fervor revolucionario teñido de terror se pasó de rosca. Napoleón les pareció a los franceses, en principio, una síntesis de lo viejo y lo nuevo. Pronto saldrían de su error. Sigo sin entender qué veían los españoles en Fernando VII y aun en Carlos IV. Hay diferencias. Napoleón actuó con las armas, los castizos que se oponían a los franceses con sus cuerpos y vidas.
Al parecer, se cumple un axioma por el que se hacen con el poder las fuerzas más conservadoras de las revoluciones. Suelen llamarle el mal menor, quizás es un temor a la incertidumbre que prefiere el conservador que nada cambie o cambie poco. El resquicio lo aprovecha, a menudo, lo más tosco y autoritario. Lo triste es que ese pueblo al que a menudo embrutecen y manipulan es el mismo que termina estando a la altura de la historia. A veces, solo a veces. Y así pasan los siglos.
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