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Más allá de las muertes en los geriátricos

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso (d), junto al consejero de Sanidad, Enrique Ruiz Escudero (i).

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Son varios los problemas que confluyen en este nudo gordiano que se llevó la vida de 35.000 ancianos y personas con discapacidad durante la pandemia en las residencias de las distintas comunidades españolas. Madrid, Catalunya y las dos Castillas concentraron el 75% de los fallecidos en la primavera de 2020. En el 62% de las residencias de España, según datos oficiales, no falleció ninguna persona por COVID. La hecatombe se concentró sobre todo en 219 centros donde murieron 20 o más residentes en cada uno. En cabeza estuvo Madrid que, además, fue la única en la que se dictó un protocolo de crueldad extrema por el que 7.291 ancianos murieron sin recibir atención médica (5.795 con COVID).

La principal tragedia son esos seres humanos que fallecieron en condiciones verdaderamente miserables, encerrados y pidiendo auxilio muchos de ellos, como relataron diversos informes. Se habían prohibido las visitas de los familiares para prevenir contagios. Familias, no; terrazas, sí. Una muerte indigna, se dijo, de personas que habían atravesado las vicisitudes que España brindó en tanta décadas: desde una guerra a una larga dictadura, crisis económicas varias o la recuperación de una democracia que no ha pasado de ser imperfecta.

La segunda tragedia se centra en la gestión política que propició tal masacre. Por supuesto que el virus enfermó y mató a miles de ciudadanos, pero el protocolo de Madrid y otros aproximados, nunca tan inhumanos, privó a esas personas de la asistencia médica. Estando bajo control de las comunidades autónomas, discriminó a los ancianos según tuvieran Seguro Médico privado -esos sí fueron trasladados a sus hospitales- o no lo tuvieran. No se medicalizaron las residencias y se llegó a trasladar algún servicio preexistente a IFEMA para atender a pacientes leves. También fueron excluidos de traslado internos con distintos grados de discapacidad.

Una gestión impune hasta ahora que, después de tres años, y por la presión de familiares, Marea de Residencias y las informaciones exhaustivas de algunos periodistas, ha visto llevar al juzgado a dos testigos, aunque solo para investigar tres casos con demandas presentadas. Uno de ellos, el firmante del protocolo, director de Coordinación Sociosanitaria del Gobierno de Ayuso durante la pandemia, Carlos Mur. Confirmó la existencia de esas medidas extremas y dijo ante el juez: “El consejero de Sanidad era mi superior y claro que conocía los protocolos de las residencias”. Se trata de Enrique Ruiz Escudero, a quien Ayuso se propone enviar el Senado, con su aforamiento bajo el brazo. El otro testigo es Alberto Reyero, el exconsejero de Políticas Sociales, que se negó a aplicarlos en cuanto los vio y dimitió de su cargo al no ser atendido. También explicó su peripecia en un libro, “Morirán de forma indigna”, y este jueves se ratificó ante el juez de todos los extremos.

La tercera tragedia es múltiple. También. Nos lleva a una peligrosa masa de abducidos entusiastas de la presidenta Isabel Díaz Ayuso que se niegan a creer lo que realmente ocurrió, con una obcecación que mantienen con firmeza numantina. Para ellos, sucedió en todas partes y eso, al parecer, lo justifica. Y, desde luego, su estrella política no tuvo nada que ver. Culpan con la misma o mayor ferocidad al entonces vicepresidente, Pablo Iglesias, cuando lo que hizo el Gobierno de España (Iglesias o Robles, según las versiones) fue, al observar los indicios de desastre, enviar a la UME, que hallaría un cúmulo de desatenciones, incluso dantescas. Aquí, el periodista Manuel Rico, investigador exhaustivo del tema, explica con detalle todo el meollo. Que entrará por un oído y saldrá por el otro sin tocar el cerebro de millones de personas.

Ayuso contribuye decididamente a la confusión de sus adeptos aunque alguna vez confesara la verdad. En el debate electoral y en al menos una entrevista dijo que eran mayores y se iban a morir de todos modos. Los 7.291. Una evidencia clara es que, a partir de mayo, cuando ya se mandaron los enfermos a hospitales, la mortalidad se redujo drásticamente. Aquí, en la comodidad de una televisión de ultraderecha, explicaba su modélica gestión.

Ante las declaraciones de los testigos, Ayuso ha blandido su agresividad habitual para decir que esperaba que Alberto Reyero “salga imputado” tras su declaración judicial sobre los protocolos de la pandemia. De los protocolos de su gobierno que firmó Mur, su director de Coordinación sanitaria. Confía en la justicia que conoce, al parecer.

Ese sector de exaltados adictos a Ayuso no se convencerá jamás de que las residencias estaban bajo supervisión de su adorada presidenta y que su gobierno aplicó el protocolo de la vergüenza.

Es un problema muy serio de esta sociedad. Y aún hay otro a la par: la escasa confianza en la justicia, que ha tardado tres años en empezar a moverse, que ya adelantó pareceres favorables a Ayuso en ese funcionamiento peculiar de algunos tribunales de Madrid hacia dirigentes del PP. Véase el caso de Esperanza Aguirre, que siempre pasó cerca de todos los desmanes, pero nunca se enteró, al entender de la justicia madrileña. Se diría que ni fue ella quien estacionó su coche en la Gran Vía, vetada para esa función, ante un cajero y se pitorreó de la policía.

Y ese escepticismo, derrotismo incluso, por cuanto nos dicta la experiencia en estos casos, es otro lastre preocupante. Con causa. No ayuda tampoco que no se presentara la Fiscalía a las comparecencias de los dos testigos del caso de las residencias en Madrid. Por ejemplo.

En resumen, se demuestra que ciertas políticas despiadadas en el uso de los fondos públicos dañan la salud y hasta la vida, como se evidenció en el caso de las residencias que cerraron la posibilidad de una asistencia médica. Interfiere la devoción acrítica a un personaje construido al efecto, como es Ayuso, que hace y deshace con total impunidad y con una chulería que fideliza a sus fans y espanta al resto, o al menos a buena parte de los más críticos. Y el círculo deja un boquete abierto en la desconfianza que buena parte de la sociedad tiene en la justicia, visto lo visto. Con ese tramo libre de control por donde escapan las responsabilidades y la entereza social para rechazar lo que parece entrar en terreno de flagrante arbitrariedad.

Problemas de enorme envergadura. Se teme que no den respuesta a asuntos tan serios como la salud y la vida de las personas. Y siga así la impunidad cabalgando alada a lomos del fanatismo comedor de bulos, el peor escenario populista que puede darse.

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