Necesidades terapéuticas
Dos noticias han llegado esta semana a aliviar las necesidades terapéuticas de nuestro maltrecho cuerpo social.
La primera, la entrada de Bárcenas en prisión. El juez Garzón, que en 2012 fue expulsado de la carrera judicial por autorizar la intervención de las conversaciones que mantuvieron en la cárcel los condenados por el caso Gürtel con sus abogados, y aún declarando que no se alegra de que nadie entre en prisión, ha definido así el hecho de que haya entrado Bárcenas: como “una necesidad terapéutica para la sociedad española”. No se podía haber expresado mejor, porque la principal necesidad de la sociedad española actual es precisamente esa: terapéutica.
Nuestro cuerpo social, enfermo de abusos (económicos, institucionales, policiales) y de desesperación ante esos abusos, ha ido siendo invadido además por una sistemática intoxicación proveniente del Gobierno, y consistente en que nada de lo que pueda pasar en ciertos ámbitos (principalmente, la calle Génova de Madrid, la Agencia Tributaria, ciertos Juzgados, el palacio de la Zarzuela, el palacete de Pedralbes, la Delegación del Gobierno de Madrid, ciertos furgones y comisarias); nada de lo que algunos (muchos, y de entre los suyos) puedan cometer; nada de lo que los propios miembros del Gobierno puedan decir al respecto, es razón suficiente para exigir y asumir consecuentes responsabilidades, para hacer pertinentes reflexiones internas y externas, para dar la cara ante la ciudadanía, para responder ante la prensa y la opinión pública, para (llegado el caso) dimitir. Es decir, para tomar medidas que saneen y traten de sanar nuestro cuerpo social.
Los responsables de esos abusos y de la consiguiente intoxicación (ya sea una intoxicación provocada por la omisión gubernamental, que deja en el cuerpo social una enfermiza sensación ante la impunidad de los culpables, ya sea inoculada por su cinismo radical, que incluso los ha inspirado para la creación de esa ridícula neolengua con la que tratan de tirar balones fuera, de decir digo donde dije Diego, de justificar lo injustificable y de escurrir un bulto cancerígeno), han dado en Bruselas un nuevo espectáculo de esa disciplina tan suya que podríamos calificar como prevaricación lingüística: “Ni ahora ni en ningún otro momento”, respondió el presidente del Gobierno cuando le preguntaron si se siente amenazado o preocupado por lo que pueda destapar Bárcenas una vez en la cárcel. Ni ahora ni en ningún otro momento, soltó Mariano Rajoy. Respuesta tóxica para el cuerpo social donde las haya. Porque, vaya, debería. Debiera sentirse, al menos, preocupado. “¿Nos puede garantizar la estabilidad del Gobierno de España y del partido que lo sustenta?”, preguntó otro periodista a Rajoy. “Esas dos cosas, desde luego, nadie las ha puesto en tela de juicio nunca”, espetó el presidente del Gobierno. ¿Nadie? ¿Nunca? ¿Pero este hombre dónde vive, de dónde sale cuando sale? Fernández Díaz, el ministro homófobo, le ha hecho el coro nacional: “Nadie debe temer nada en el PP”. ¿Nadie? ¿Nada? Frente a semejantes ejercicios de cinismo haría falta, desde luego, un desfibrilador para el cuerpo social. Menos mal que está Cospedal para reanimarlo: “Nunca un partido ha hecho un streap-tease como el del PP”. Toma ya. Eso sí que es dejar las palabras en pelotas.
Pero sucede que, más allá del neolenguaje y de la prevaricación lingüística gubernamentales, la Justicia ha aplicado ciertos tratamientos para nuestras necesidades terapéuticas: el extesorero Bárcenas está en la cárcel, y solo que duerma en una celda de 10 metros compartida ya tiene algún efecto curativo para esta enfermedad social. Está por ver, además, hasta dónde llegará, a partir de ahí, la estabilidad del Gobierno y del propio PP. Una de los suyos, Matilde Asian, portavoz adjunta del Grupo Popular en el Congreso, ya ha señalado a Alberto Ruiz-Gallardón, Ministro de Justicia, y al Gobierno con un dedo mirando a Soto del Real. Luego ha tenido que recular, claro, con la mencionada técnica de donde dije digo, digo Diego. Pero lo dicho, dicho está, y no parece muy estabilizador, diga Rajoy lo que diga.
La segunda noticia terapéutica es que la Delegación del Gobierno en Madrid ha sido condenada por vulnerar los derechos fundamentales de un manifestante. La primera, en la frente, que diría Cristina Cifuentes a sus esbirros de las UIP. En octubre de 2012 la delegada sancionó con 300 euros por desobediencia a una persona que participó en una protesta en Sol. Como sus agentes tienen por norma o costumbre no identificarse, a pesar de que tienen la obligación de hacerlo y de que, reiteradamente, se les ha exigido, sin éxito, que lo hicieran, por una vez les ha salido el tiro por la culata: al desconocerse qué agentes dieron esa orden, el juez anula la sanción “por vulnerar el derecho fundamental a la presunción de inocencia” y condena a la delegación de Cifuentes a asumir las costas del proceso.
Condenada por chulería, se puede decir. Porque lo que se ha vivido una y otra vez en las protestas en Madrid es un abuso de autoridad y de fuerza por parte de sus secuaces, que se han negado sistemáticamente a identificarse pero han recurrido con frecuencia a las identificaciones indiscriminadas. Y no solo en las protestas: recordemos que, también en octubre de 2012, varios periodistas denunciaron que la policía les pidió la identificación y los filió, es decir, apuntó en una lista sus datos personales, cuando cubrían ante la Audiencia Nacional la declaración de imputados y la posterior decisión del juez Pedraz de archivar la causa contra el 25-S.
Se nos puso entonces muy mal cuerpo social: los de Cristina Cifuentes en relación a la libertad de prensa eran métodos que no se ajustaban a un régimen democrático. Daban, directamente, ganas de vomitar. Así que esta sentencia, que ha celebrado la comisión legal de la Acampada Sol, a la espera de que sea la primera de otras similares y recordando que “desde hace dos años se ha sancionado a 1.000 personas por ejercer sus derechos”, era, como la celda de Bárcenas, una necesidad terapéutica para la sociedad española y para el maltratado cuerpo de la democracia.