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No voy a seguir el Mundial

El presidente de la FIFA, Gianni Infantino, en la comparecencia de prensa previa al inicio del Mundial en Qatar.

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Ya está rodando el balón por los fastuosos estadios qataríes, sin que a millones de personas les importe un pimiento que las obras, que costaron unos 200.000 millones de dólares, fueron construidas con mano de obra sin la mínima protección laboral y sobre los cadáveres de más de 6.000 obreros que sucumbieron a la dureza del trabajo o la inclemencia del clima. ¿Por qué habría de indignarnos que Qatar acoja el torneo deportivo más famoso del planeta, si en todos los países existe explotación laboral? ¿Por qué hemos de repudiar que se celebre ese certamen en un país que persigue a los homosexuales, discrimina a las mujeres y vulnera los derechos humanos, si en todas partes –incluso en la pretenciosa Europa, donde el debate sobre el mundial en Qatar ha sido especialmente impetuoso- existen la homofobia, el machismo, la explotación la xenofobia y el racismo? En suma: ¿por qué no nos dejamos de tanta moralina barata y permitimos que el torneo fluya en paz, libre de debates sesgados que, en el fondo, esconden una antigua animadversión de los europeos hacia el mundo árabe?

Este es el mensaje que transmitió el domingo el presidente de la FIFA, Gianni Infantino, para quien los europeos, en vez de cuestionar a Qatar, deberían estar “pidiendo perdón durante los próximos 3.000 años por lo que han hecho en los últimos 3.000 años antes de empezar a dar lecciones morales a la gente”. “¿Cuántas empresas europeas ganan dinero aquí o en otros países de la zona y se han preocupado de los trabajadores?”, tronó. Y sí, algo de razón tiene Infantino: Europa ha cometido muchos excesos en su tormentosa historia por los que debería pedir perdón, y en sus reproches a terceros países siempre se le podrá achacar una dosis de hipocresía. También hay muchos empresarios europeos forrándose con Qatar y las demás satrapías de la región: por no irnos lejos, el adjudicatario de los derechos de transmisión del Mundial, que permitirá a la autocracia qatarí darse un lavado de imagen como lo hizo en 1978 la dictadura argentina con su Mundial, es un empresario español.

Pero las invectivas del mandamás de la FIFA no tenían por objeto abrir un debate moral sobre los criterios que se siguen para la concesión de la sede de los mundiales ni, mucho menos, para censurar a los empresarios que hacen negocios con las dictaduras árabes. Su objetivo era legitimar a Qatar como anfitrión del torneo, un honor por el que la corrupta dinastía de los Al Tahni repartió aquí, allá y acullá millones de petrodólares, muchos de los cuales fueron a parar en los bolsillos de los anteriores dirigentes de la Federación Internacional de Fútbol en un escándalo que ha pasado a la historia con el nombre de FIFA Gate.

Es cierto que, si nos ponemos muy quisquillosos, el Mundial no se podría celebrar en ningún lugar del mundo, porque todos los países, incluso los de modales más sofisticados, esconden pecados bajo sus alfombras. ¿Por qué pudo celebrar el torneo EEUU, que provocó un infierno en Vietnam? ¿O España y Francia, reconocidos exportadores de armas a países donde se vulneran derechos? ¿O Alemania, donde exprimían a los trabajadores turcos en las centrales nucleares? Las preguntas son válidas; sin embargo, me resisto a entrar en el juego relativista que pretende equiparar a países que se rigen por principios democráticos con otros sometidos a los caprichos de déspotas y autócratas. En contra de lo que sugiere Infantino, no estamos ante la primera polémica por un Mundial. En el ya citado torneo de Argentina, hubo airadas protestas en medio mundo por el blanqueamiento que se hacía a una de las dictaduras más feroces que haya conocido Latinoamérica. También entonces corrieron ríos de dólares para la elección de la sede y para amañar descaradamente partidos que permitieran a Argentina hacerse con la copa.

El mundial de Qatar no está siendo cuestionado por tratarse de un país árabe, aunque es probable que el sentimiento antiárabe esté tras algunas críticas. Lo que ha sucedido con este Mundial es que cada vez existe una mayor conciencia contra los atropellos a los derechos, contra los abusos, contra la acumulación desaforada de la riqueza y contra la actitud prepotente de que el dinero es capaz de doblegar hasta al más honesto. Por supuesto, quienes se rebelan activamente ante este orden de cosas son una minoría, pero que cuenta con cada vez más herramientas para armar ruido y hacerse oír. Europa, como tal, no se ha revuelto contra el Mundial de Qatar. Lo han hecho europeos y europeas conscientes del impacto que tiene ser sede del escaparate más importante del mundo. Y su clamor ha logrado que el propio presidente de la FIFA haya perdido los papeles para justificar la celebración del torneo o que artistas de renombre internacional como la colombiana Shakira hayan declinado participar en el show inaugural, renunciando a unos emolumentos seguramente de fábula.

Está por ver qué sucederá a medida que se desarrolle el torneo. Que algunos equipos lleguen a lucir un brazalete arcoíris en señal de protesta por la persecución de los homosexuales sería sin duda un gesto importante, pero centrar todo el foco informativo en el brazalete puede terminar a la postre reduciendo el problema a una sola de sus vertientes. Qatar es mucho más que un país que persigue a los homosexuales, lo cual en sí mismo sería merecedor de censura. Es el símbolo de algo más profundo: de una forma de entender la vida donde el dinero de unos déspotas rompe a su antojo voluntades, quiebra conciencias y asegura la complicidad de quienes son tocados, de uno u otro modo, por su graciosa mano. Sí: algunos dirán que esta parrafada no es sino una manifestación más de hipocresía y doble moral. Que, a fin de cuentas, lo que describo no es otra cosa que el crudo capitalismo en que vivimos en Occidente sin sublevarnos a diario contra él. El argumento podrá tener su punto para una interesante discusión intelectual. Pero, de cualquier modo, y al igual que hice en 1978, este año no voy a seguir el Mundial.

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