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Pagar por defenderse en un proceso judicial

María Eugenia R. Palop

Parece que la huida hacia adelante, caiga quien caiga, se ha instaurado como una pauta a seguir entre los líderes que nos gobiernan. Exhibiendo grandes dotes para el arrojo, y lo que seguramente entienden como presencia de ánimo y valor ante la adversidad, nuestros representantes se empeñan en hacernos ver que una acción vale más que mil palabras y que las palabras no cuentan cuando se gobierna con el beneplácito de la “mayoría absoluta”.

De esta manera, por ejemplo, si la situación es difícil y algunos ciudadanos perversos se manifiestan, se les anima a quedarse en casa a base de “golpes” policiales, o incluso de reformas penales que les castiguen cuando, desde casa, osen reforzar en su convicción de delinquir a quien acuda a una manifestación con malas intenciones (nuevo artículo 557bis). Obviamente, si, aún así, deciden salir a la calle, lo suyo es que se les prohíba informar, mediante imágenes, de las palizas que reciban.

De hecho, la criminalización de la ciudadanía, seguida de acciones contundentes, se ha deslizado, como un mantra, en este proceso inacabable de recortes, en la limitación de los derechos políticos y en todas las iniciativas que, mediando Decreto, se han tomado a cuenta de la crisis. A estas alturas, nos debería haber quedado claro que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, que hemos abusado del Estado, y que ahora nos toca pagar, pero como algunos no acabamos de enterarnos, lo que nos hace falta es un Partido valiente, inasequible al desaliento, que dé muestras de fortaleza y avance con paso firme.

Y es en esta carrera en la que, nuestro siempre presidenciable, Alberto Ruiz-Gallardón, no podía quedarse atrás. La subida de las tasas judiciales que ha planteado en el Congreso y que ya ha superado su primera fase parlamentaria, así como su implantación en la jurisdicción social, limitará hasta lo inane el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva que garantiza el artículo 24.1 de la Constitución, y dejará a los trabajadores, ya de por sí vulnerables, en una clara situación de indefensión.

La subida de las tasas (del 33 al 167 por ciento), con carácter general, igualando a personas físicas y jurídicas, pequeñas y grandes empresas, y en todas las jurisdicciones, salvo en el orden penal, ha provocado el rotundo rechazo de jueces, fiscales, secretarios judiciales, Colegios de Abogados, y hasta del Consejo General del Poder Judicial. Ha recibido, además, la enmienda a la totalidad de todos los partidos políticos, algunos de los cuales han señalado su dudosa constitucionalidad y, añadiría, su certera preconstitucionalidad, con la que logramos dar un paso más en este tránsito de la ciudadanía al vasallaje.

Podría decirse que está dentro de la lógica imperante que no se escuche a esos ciudadanos a los que se considera irresponsables, aunque culpables de su destino, y que, en este Día de la Marmota en el que se están convirtiendo estos días, el Ministro de Justicia, nos acuse de ser excesivamente litigantes, abusivos y diletantes en el uso de la Administración de la Justicia. Parece que tenemos “un interés especial en dilatar los procesos” y el Estado no puede ser cómplice de unas “maniobras dilatorias” que paga el contribuyente. El buen ciudadano es el que se queda en casa, ya nos lo han dicho muchas veces, ese que no se manifiesta, ni tampoco litiga, y la imposición de una carga económica, en un momento de crisis y de abusos, es el mejor modo de disuadirnos del intento de acceder a unos servicios públicos que no nos merecemos. De disuadirnos, aún más, porque el ordenamiento jurídico ya viene condenando en costas por litigar con temeridad. Ahora, simplemente, parece que litigar es, en sí mismo, temerario.

Con todo, y dejando un resquicio para la sorpresa, no deja de resultar curioso que Gallardón considere también que el trabajador que ha sido despedido, en el uso de un procedimiento sospechoso y en el marco de una reforma laboral agresiva e ilegítima, puede llegar a formar parte de este grupo de irresponsables. Y es que la implantación de las tasas en la jurisdicción social de segunda instancia llevaría a un trabajador a pagar un mínimo de 750-800 euros en caso de un recurso de súplica por un despido.

Pero no seamos tan duros con una reforma que, en palabras de nuestro Ministro o del Portavoz de Justicia, Conrado Escobar, evidencia un “profundo carácter social”, al vincular la recaudación de las tasas a la financiación de una justicia gratuita recentralizada. El problema, siempre un pequeño detalle, es que la justicia gratuita es un servicio público que no puede ser privatizado, en el marco europeo y en línea con el Tribunal Constitucional, por lo que los ciudadanos no han de pagar dos veces por su disfrute: vía impuestos, primero, y vía tasas, después.

¿Por qué no destinar esos 306 millones de euros que se van a recaudar, gracias al vaciamiento de los derechos civiles, a la racionalización, agilización y optimización del funcionamiento de la Administración de Justicia? ¿Podría ser que la saturación de los juzgados no se debiera a un exceso de litigios, sino a una inaceptable falta de medios? ¿Podríamos estar ante una falta de responsabilidad del Estado y no de los ciudadanos? No olvidemos que quizá pueda contribuir en algo la eliminación de las sustituciones de jueces que prevé el Proyecto de ley de eficiencia.

La idea del señor Gallardón, si la he entendido bien, es, en primer lugar, la de agilizar la Administración de la Justicia, a base de disuasión, penalización y vulneración de derechos, de manera que un juzgado podría no tramitar una demanda por la única razón de que al ciudadano no le fuera posible afrontar el pago de la tasa, y, de paso, obligar a la ciudadanía a pagar doblemente el acceso a una justicia “gratuita” de la que no todos pueden beneficiarse.

En fin, lo cierto es que una vez recortados los derechos sociales, lo que hay que hacer es evitar que estos recortes puedan impugnarse por la vía judicial. Como no podía ser de otra forma, limitar derechos sociales requiere también vulnerar derechos civiles, empezando por los de los más pobres y vulnerables. Pero, eso sí, lo más importante es afrontar los problemas con decisión, en una eterna huída hacia adelante, sin mediar palabra y sin mirar atrás, porque, al fin y al cabo, como decía Hegel, el “progreso” siempre exige aplastar flores inocentes en el camino.

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