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El poder del voto feminista

Dos estudiantes sostienen una pancarta durante la manifestación del 8M

Octavio Salazar

Con demasiada frecuencia, supongo que por la creciente pérdida de legitimidad de un sistema democrático atrapado entre la “sin ley” del mercado y los voraces partidos políticos, las ciudadanas y los ciudadanos no somos conscientes del peso de nuestro voto. El ejercicio del derecho de sufragio, mediante el cual dotamos de contenido a la pequeña parcela de soberanía que nos corresponde, representa una parcela de poder que con frecuencia menospreciamos y que, en consecuencia, como pasó en las pasadas elecciones andaluzas, nos lleva a que renunciemos a ella desde una posición abstencionista, por supuesto legítima y seguramente cargada de razones, pero también hasta cierto punto irresponsable y comodona.

En estos tiempos convulsos, de amenazas evidentes que ponen en peligro la propia supervivencia de nuestro modelo de convivencia, no creo que haya argumentos que justifiquen la pasividad que supone no ejercer un derecho/poder y, en consecuencia, desligarnos de la posible responsabilidad que nuestras acciones puedan tener en el futuro más inmediato del país. No habría más que recordar el apasionado argumentario de Clara Campoamor en las cortes constituyentes de 1931 para, en el caso de los más escépticos, reconciliarnos con las posibilidades transformadoras del voto, el cual no es sino la expresión más evidente de nuestro estatuto de ciudadanía. En este, como en tantos otros temas, nuestra falta de memoria histórica juega en contra de la calidad democrática y por eso, insisto, tal vez no habría mejor manera de pensar en el próximo 28 de abril que teniendo presente el peso político de nuestros derechos y la genealogía de las luchas que los hicieron posibles.

Ante el incierto panorama no solo de nuestro país, sino de un mundo en el que la lógica economicista le está ganando la batalla a la lógica de los derechos, el ejercicio responsable, y sensato diría yo, de nuestro derecho al voto debería hacernos reflexionar sobre qué condiciones son necesarias para hacer de nuestro mundo, y por tanto del futuro, un espacio sostenible. Un escenario que no será posible si no colocamos las vidas de las personas en el centro de la política, si no incorporamos como prioritarios criterios reequilibradores de justicia social, si no avanzamos en la consecución de un pacto de convivencia en el que todos y todas disfrutemos de eso que Nancy Fraser denomina “paridad participativa”. Una paridad que, lógicamente, solo será posible si disfrutamos de equivalentes oportunidades desde el punto de vista socio-económico y si, por lo tanto, desde una perspectiva feminista, desmontamos de una vez por todas el contrato sexual que sigue provocando que el contrato social sitúe a nuestras compañeras en una ciudadanía devaluada. Desde este punto de vista, hay una imprescindible conexión, o mejor, debería haberla, entre lo que con cierta nostalgia denominamos Estado social y lo que algunas y algunos reclamamos como Estado paritario de Derecho.

No creo que en un momento tan delicado como el que atravesamos nos valgan excusas del tipo “no hay ningún partido que me represente” o, mejor aún, “ningún partido es feminista”, lo cual, por cierto, nos lo contradiría con contundencia Lidia Falcón. Deberíamos recordar que la política, en democracia al menos, acaba siendo el arte de lo posible y no el de la excelencia. Otro debate sería si efectivamente lo segundo debería al fin ganarle la partida a lo primero. Pero, hoy por hoy, tenemos que situarnos en un escenario de posibilidades y, por lo tanto, ser lo más honestos posibles al decantarnos por proyectos políticos, y a ser posibles líderes (sin duda, una tarea más complicada), que se acerquen a nuestros ideales de justicia y que, por tanto, puedan ser una herramienta no solo para frenar a quienes no creen en la igualdad, que también, sino sobre todo para plantear en la medida de lo posible un espacio alternativo al que hoy por hoy dominan el neoliberalismo, el patriarcado y los diversos nacionalismos (y fundamentalismos) empeñados en mirarse más el ombligo que la diversidad entrelazada del mundo que vivimos.

Es hora pues de mirar con lupa no solo programas electorales, ese ejercicio del que habitualmente prescindimos, sino también trayectorias de partidos y candidaturas, mensajes y compromisos en los debates en torno a temas que nos preocupan, así como métodos y palabras, que diría Virginia Woolf, que usan unos y otros para seducirnos. Es hora de pensar, a través del ejercicio responsable de nuestro voto, en el mundo que le gustaría dejarle a nuestros hijos y a nuestras hijas, superando esa mirada cortoplacista de la política que tanto beneficia a quienes han hecho de ella su método de supervivencia. Esa debería ser la lógica transformadora desde la que nos planteáramos el ejercicio de nuestro derecho de sufragio en las elecciones que se avecinan, sin olvidar que nuestra ciudadanía no se agota en ese gesto poderoso sino que se prolonga posteriormente en la permanente exigencia de responsabilidad y rendición de cuentas a quienes nos gobiernan.

Explica muy bien Celia Amorós que el feminismo realmente surge cuando las mujeres pasaron de la queja a la vindicación. Hagámosle caso a la maestra y usemos nuestro voto como herramienta vindicativa, y por tanto feminista, mediante la cual dejemos muy claro que presente posible preferimos y que futuro deseable perseguimos. Votar con las tripas, pero sobre todo con la razón feminista, será la mejor manera de despertar el día 29 con la tranquilidad ciudadana de no haber traicionado ni a Olimpia, ni a Clara, ni a todas las mujeres que un día lucharon para ser reconocidas como ciudadanas. Y en mi caso, al hijo adolescente que espero le toque ser adulto en una España que continúe siendo camisa blanca de nuestra esperanza.

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