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¿Politización? Sí, gracias

Ejemplar de la Constitución Española

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El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio

Jorge Luis Borges

Cuando el PP recurrió la ley que regulaba los matrimonios entre personas del mismo sexo alegó que esos enlaces desnaturalizaban “la institución básica del matrimonio”. Su argumentación giró en torno al artículo 32 del texto constitucional, según el cual “el hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica”. A su juicio, de ahí solo podía desprenderse que, tal y como la Constitución lo entiende, el matrimonio lo era tan solo entre hombre y mujer, y que cualquier otra cosa era contraria a la norma fundamental. 

El Tribunal Constitucional dirimió la cuestión siete años más tarde, y lo hizo por una mayoría considerablemente amplia. Ocho magistrados juzgaron que la Constitución no prohíbe en ninguna parte de su articulado entender el matrimonio como un enlace entre dos personas del mismo sexo. Los otros tres miembros del Tribunal, por contra, defendían que el artículo citado solo podía leerse como una confirmación de que el matrimonio, constitucionalmente hablando, solo puede serlo entre hombre y mujer. Es un ejemplo de manual del tipo de cuestiones a las que ha de enfrentarse un Tribunal Constitucional. En ningún cielo platónico y trascendente está establecido qué es exactamente lo que la Constitución entiende por “matrimonio” de modo objetivo, indiscutible y sub especie aeternitatis. Por ello necesitamos, nosotros y todas las democracias realmente existentes, un Tribunal que interprete de uno u otro modo las palabras, los sentidos y los ángulos muertos de la ley fundamental. 

Hay, por descontado, varias posibilidades interpretativas. Una -a mi juicio especialmente endeble- consiste en decidir que el concepto constitucional de “matrimonio” no puede ser otro que el que, allá por 1978, tenían en la cabeza las personas que redactaron la Constitución y los ciudadanos que la aprobaron. Esta posibilidad se denomina “originalismo”. De acuerdo a la misma, en 2021 tendríamos que regirnos con arreglo a las concepciones morales del mundo propias del año 1978. En el ejemplo del matrimonio, es evidente que por aquel entonces nadie podía siquiera llegar a concebir la idea de una boda entre dos hombres -no digamos dos mujeres-, y que, por tanto, la provinciana y sombría y pacata mentalidad moral de aquella época sería la que, un poco como el Cid ganando batallas después de muerto, habría de imponerse en nuestros días. 

Hay, desde luego, muchas más teorías, y mucho más razonables, sobre cómo se ha de interpretar la ley, pero se las ahorraré. Lo que les puedo decir es que todas -y, por encima de todas ellas, el hecho mismo de tener que decidirse por una de ellas- implican algún tipo de decisión digamos moral. O subjetiva. O normativa.  O valorativa. O personal. O debatible. O como quieran decirlo. Aquí utilizaré el nombre más extendido: todas envuelven decisiones en buena medida políticas. No solo políticas, cierto: antes han de pasar un filtro jurídico. Pero, superado ese test de juridicidad, el fundamento en el que, como sociedad, nos apoyamos para decantarnos por una u otra posibilidad es un fundamento político. Esto es, discutible. Sería muy bonito que no fuera así, pero es que, en tal caso, y como ya sabía Aristóteles, seríamos bestias o seríamos dioses, pero sin duda no seríamos hombres y mujeres. 

Así que, frente a las empanadas mentales que me temo escucharemos estos días, hay que tener algo claro con respecto al pacto por el que el PSOE y el PP han acordado cuatro candidatos para el Tribunal Constitucional: son nombramientos que obedecen claramente a una motivación política, y está bien que así sea. O, más bien, no hay otra posibilidad democrática que no sea esa. Por eso todas las democracias tienen algún tipo de institución encargada de interpretar la Constitución y, aunque los mecanismos son muy variados, en todas el meollo es político. Esto es, ¡horror!, partidista. Aquí conviene aclarar algunos extremos.

Primero. El Tribunal Constitucional no es parte del Poder Judicial. Intuyo que los tertulianos de guardia estarán ya citando a Montesquieu, y hablando de la división de poderes, y apelando a la independencia judicial, etc… Créanme: desbarran. La constitución y su interpretación son algo cuya esencia política es tan evidente que no merece la pena detenerse a señalar. 

Segundo. El político es un criterio de decisión continuamente vilipendiado, pero no deberíamos olvidar sus virtudes. Desde cierto punto de vista, recuerda mucho al proceder científico: no hay una verdad, sino una búsqueda; no se alcanza nunca nada definitivo, sino que se avanza siempre; no hay un tribunal externo o un criterio firme al que poder apelar, sino una misma y única instancia que se corrige a sí misma y que, de alguna manera, se alimenta de sus errores y lo sabe. En la ciencia, los avances son incesantes y multidisciplinares, y se plasman en innumerables publicaciones que se denominan “periódicas”; en política son más azarosos, pero también cristalizan cada cuatro años, esto es, periódicamente. Frente a otras pretensiones, la periodicidad encierra en su seno el reconocimiento de la ignorancia, de la imprevisión o del extravío. En 1978 que dos mujeres se amasen y quisieran compartir sus vidas se consideraba una aberración. Hoy es un logro moral. No conviene olvidar que se lo debemos a lo político, no a lo jurídico. 

Tercero. Los criterios han de ser políticos, pero por eso mismo sujetos a crítica política. Los motivos que han llevado al PSOE y a Podemos a designar a sus dos candidatos parecen, a priori, razonables. Hasta dónde sé, han elegido dos candidatos que, a la hora de interpretar la constitución, lo hagan de acuerdo a valores políticos progresistas. Los criterios del PP, por el contrario, parecen más bien clientelares. Las dos personas seleccionadas son conocidas por un seguimiento casi lacayuno de las órdenes o los intereses -no del ideario- del partido. Una incluso fue recusada, con éxito, en un proceso judicial por ese motivo. Mi intuición es que el PP  -su negociador, al parecer, ha sido Teodoro García, cuya formación jurídica consiste en que es ingeniero de Telecomunicación- está aquí haciendo política en el peor sentido. No la política de ideas y valores que debe hacer todo partido liberal o conservador digno de ambos idearios, sino la de intereses de parte y sucios cambalaches que traslucía aquel vergonzoso wasap de Cosidó -“controlar la Sala Segunda desde detrás”, ¿recuerdan?- si bien ahora aplicada nada menos que al Constitucional. Si yo fuera votante, cargo o intelectual del PP, me preocuparía. 

Cuarto. La elección de las otras dos instituciones es un monumento al bochorno. El Defensor del Pueblo se concibe ya por el PSOE y el PP como una suerte de premio personal para sus vacas sagradas en busca de un remanso jubilar. Un poco, para que me entiendan, como una suerte de Senado unipersonal. Bipersonal, más bien, gracias a ese magnífico hallazgo laboral, entiendo que bien remunerado, de la “adjunta al defensor”: ahora son dos cargos, bipartito en estado puro. Que un Tribunal “de Cuentas” tenga doce jefes (¡doce!) y que los doce sean elegidos por criterios “políticos” (clientelares, más bien), cuando las cuentas son lo más técnico que existe en este mundo, es como para que Valle-Inclán resucite solo para describirnos este nuevo e insuperable esperpento. También, por lo demás, es una vergüenza lo del bloqueo por parte del PP al pacto para nombrar un nuevo CGPJ (que, este sí, debería estar del todo fuera de las garras partidistas, porque es nada menos que el gobierno del Poder Judicial). En fin, el panorama es tan desolador que quita el aliento. Por hoy, tendremos que dejarlo, pero seguiremos, me temo.

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