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La precariedad en el empleo: las políticas importan

Octavio Medina / José Luis Cives

La alta tasa de temporalidad –la llamada “dualidad”- es uno de los rasgos característicos del mercado de trabajo español y uno de sus principales problemas. Si bien este diagnóstico parece ser compartido por un número cada vez mayor de personas, lo cual nos alegra, las vías para su solución no terminan de reunir el consenso que sería deseable. De todas las propuestas, probablemente la más articulada sea la idea de un “contrato único”. Esta propuesta logró reunir un apoyo considerable tanto entre académicos de primera línea, como entre ciudadanos que le prestaron su apoyo en una petición online. Sin embargo, todavía encuentra críticas, algunas de las cuales pensamos pueden darnos la oportunidad para aclarar algunos puntos de la propuesta. Esta es la tarea que intentaremos llevar a cabo en este artículo.

Cuando las tornas no cambiaron

Un argumento común para atacar la idea del contrato único es relativizar la importancia que tienen los costes de despido sugiriendo que estos no son tan onerosos como se plantea a menudo. Los autores argumentan que, a pesar de que allá por los inicios de la crisis en 2008 y 2009 el número de empleos temporales destruidos fue mayor, hoy en día se destruyen más empleos indefinidos que temporales, por lo que las diferencias entre trabajadores y contratos no pueden ser tan grandes. Los números ofrecidos son, por desgracia, un efecto estadístico. Pensamos que lo que importa a la hora de analizar la desigual protección de trabajadores indefinidos y temporales no es la pérdida de empleos absolutos, sino la probabilidad de pérdida de empleo de cada trabajador. Y esta tasa apenas ha cambiado desde que comenzó la crisis, como se puede observar en el gráfico a continuación. De cada 100 trabajadores con contrato temporal en el primer trimestre de 2009, 14 habían perdido su empleo el trimestre siguiente. El número para indefinidos es 7 veces menor, un 2%. Los últimos datos que tenemos son aún peores. En el tercer trimestre de 2012, el 18% de los temporales perdió su empleo. Solo un 2% de los indefinidos perdió el suyo.

¿Cómo es posible entonces que hayamos pasado de una situación en que el 96% de los empleos destruidos sean temporales a una en que el número de indefinidos que pierden su empleo sea ligeramente superior? Imagínense una jarra de agua de 1 litro a la que se le retira el 15-20% de la cantidad en cada periodo. La cantidad de agua menguará rápidamente, de forma que en el 4º periodo solo quedará medio litro. De igual manera, la cantidad de agua que se retira en cada periodo menguará también, porque un 20% de 1 litro son 200ml y un 20% de medio litro apenas son 100ml. Este es el caso de nuestros trabajadores temporales, una rapidísima disminución del número de empleos, que no varía en porcentaje pero sí en términos absolutos porque cada vez quedan menos empleos. En cambio, los indefinidos son una jarra de 2 litros de la que apenas se retira el 2% de la cantidad cada periodo, unos 20ml. Como pueden imaginarse, llegará un momento en que la cantidad retirada en términos absolutos de la botella de 1 litro sea similar a la que retiramos de la botella de 2 litros, que es lo que ha ocurrido.

La razón por la que se destruyen más empleos indefinidos que temporales a día de hoy en España es que ya se han destruido la mayoría de empleos temporales. Las probabilidades de pérdida de empleo se mantienen más o menos constantes, pero en la jarra de los temporales quedan muy pocos empleos. Las tornas no se han cambiado; los temporales siguen en clara y evidente desventaja.

La fragmentación del ordenamiento jurídico laboral o los inesperados efectos del incrementalismo

La evolución de la legislación laboral en España se puede caracterizar por lo que en política públicas se denomina un patrón “incrementalista”. En la medida en que han ido apareciendo patologías, se han intentado solucionar con cambios marginales –típicamente creación de nuevos contratos y bonificaciones- pero nunca se ha tenido el coraje de tomar la distancia necesaria y enfrentar una reforma global en el marco de un contrato social más justo y más eficiente.

Casi tres décadas de incrementalismo se han traducido en un ordenamiento jurídico muy fragmentado que ha buscado cubrir con regulaciones ad hoc todos y cada uno de lso casos concretos. Así aunque las bonificaciones de los contratos y la precariedad son problemas diferenciados (aunque no independientes), las razones por las que las bonificaciones han resultado estar mal diseñadas reflejan una “filosofía” regulatoria similar a la que ha guiado la creación de contratos atípicos.

En efecto, ambas series de soluciones parten de la idea que es posible solucionar un problema (como el paro joven o la inserción en el mercado laboral) como si se tratara de un caso independiente, sin modificar el resto de la regulación. La problematicidad de querer regular exhaustivamente cada uno de los casos concretos proviene de la dificultad de enumerar de forma suficientemente exhaustiva todos y cada uno de los casos. Esto va a generar dos tipos de problemas. Por un lado, la creación de un estatus especial va a favorecer a unos grupos artificialmente frente a otros, creando los que los economistas llaman un “efecto sustitución”. El hecho de crear un contrato temporal para menores de 30 años, por ejemplo, hará que entre dos personas idénticas que difieran únicamente en su edad (mayor o menor de 30 años), el empresario se decida por el primero condenando al segundo al paro. De forma más realista, el hecho de que exista un contrato de obra que se extingue con el fin de un proyecto, va a favorecer que una empresa tienda a favorecer aquellas actividades de naturaleza “temporal”. El efecto sustitución afecta por tanto a la composición del empleo, no a su volumen y explica por qué a la hora de decidirse por una fórmula de contratación, las empresas se decidan por la que les otorga mayor discrecionalidad en detrimento de la alternativa.

En segundo lugar, una regulación “casuística” de este tipo es siempre, necesariamente, más difícil de hacer cumplir. Si el menú de contratos para elegir es más amplio, es más fácil para un empresario encontrar en el catálogo un caso que se adapte a su situación y le permita sortear la contratación indefinida. Del mismo modo que la creación de deducciones fiscales facilita su trabajo a los asesores fiscales creando oportunidades masivas para los arbitrajes regulatorios que no necesariamente son constitutivas de fraude (este es el caso de lo que en derecho tributario se llama “economías de opción”), los contratos atípicos facilitan el trabajo a los abogados de las empresas.

Naturalmente, se podría argumentar que esto no es un argumento para eliminar el casuismo, sino para hacerlo cumplir más enérgicamente. Es posible, tal vez, que la tasa de temporalidad en España no se explique por su ordenamiento jurídico que crea oportunidades para el abuso, sino por la tolerancia de este. Pensamos que existen motivos para dudar de esta explicación. Para ello podemos ver en el gráfico de abajo que España no es precisamente un país cuya inspección de trabajo tenga pocos recursos.

El argumento a favor del contrato único nace de la constatación de que el arte de hacer políticas públicas tiene mucho más que ver con lograr un objetivo mediante una legislación que los agentes implicados tengan incentivos para no eludir que con poner reglas especialmente duras, lo que los economistas llaman diseñar mecanismos que cumplan la condición de “compatibilidad de incentivos”.

Casuismo y causalidad en el despido

Una crítica que se ha dirigido a la idea del contrato único con indemnización creciente es que, al “descausalizar el despido”, esto abriría la puerta a la arbitrariedad empresarial y, además, sería inconstitucional. Pensamos que existen motivos para ser muy escépticos sobre esto.

En primer lugar, cabe argumentar que la mejor forma de proteger a los trabajadores frente al empresario no es necesariamente mediante la judicialización de la relación laboral, sino fortaleciendo la posición negociadora del trabajador al reducir su dependencia del empresario. Las socialdemocracias nórdicas han optado por esta avenida mediante un esquema de “flexiseguridad” muy similar al que aparecía en la propuesta original. Los pilares de esta estrategia son dos. En primer lugar, la “amenaza” de ser despedido es mucho menos efectiva cuando los trabajadores gozan de un seguro por desempleo generosa –una protección que por motivos políticos muy ligados a la dualidad en España ha evolucionado en un sentido restrictivo. La idea es por tanto no proteger los puestos de trabajo, sino proteger a la persona en sus transiciones entre puestos de trabajo con un seguro de desempleo generoso y políticas activas. En segundo lugar un efecto bien documentado de los costes de despido es el de reducir simultáneamente la destrucción y la creación de empleo a la vez, además de incrementar la duración media del desempleo, de modo que si realmente se volviera más barato despedir, el desempleo se volvería menos doloroso porque sería más fácil encontrar un empleo nuevo.

En segundo lugar, el efecto de obligar a justificar el despido es naturalmente el de convertir esa causalidad en contenciosa llevando a la judicialización del conflicto. Una legislación que genere contensiosidad no solamente genera costes procesales (tanto explícitos, como en términos de tiempo) de los que nadie se apropia (salvo los abogados), sino que además aumenta la incertidumbre sobre el verdadero coste del despido. La importancia de estos costes quedaba reflejada en que con anterioridad a la reforma, los empresarios preferían no ir a juicio y aceptar la improcedencia del despido (el llamado “despido express”).

Naturalmente, se podría argumentar que, aún pudiendo ser una medida efectiva, esto vulnera el derecho constitucional a la tutela judicial efectiva. Ante esta crítica, cabría decir naturalmente que esto puede hacer la reforma política y legalmente inviable, pero no la convierte en inefectiva. Pero aún aquí pensamos que hay razones para el escepticismo (por ejemplo). El llamado despido express, cuya constitucionalidad nunca fue puesta en duda, permitía de facto sortear la causalidad en el despido, de modo que no es difícil pensar en que será posible diseñar algún mecanismo de este tipo con un recurso procesal dónde el papel del juez quede limitado a controlar casos de discriminación o vulneración de derechos fundamentales. Este mecanismo podría diseñarse, por ejemplo, mediante una redefinición suficientemente amplia de las causas de despido, de las reglas de prueba y una reforma que endurezca de las reglas de admisión a trámite del recurso.

El empleo temporal o el problema del huevo y la gallina

Otro argumento habitual en contra del contrato único es que la temporalidad en España no es fruto de nuestro extenso menú de contratos laborales y de las diferencias entre ellos, sino que viene determinada por nuestra famosa estructura productiva. Esta explicación parte de la constatación de la gran importancia que tienen en nuestro tejido industrial las PYMES o sectores como la construcción o el turismo para argumentar que existe una demanda natural de este tipo de trabajadores que el menú de contratos se limita a cubrir. Por lo tanto, se dice, unificar todos los contratos sería inútil, ya que el mercado se encargaría de reproducir los mismos patrones bajo la nueva legislación. Son las llamadas “explicaciones de demanda”.

Por suerte este es un problema, como tantos otros, que la evidencia empírica nos puede ayudar a solucionar. Y los datos apuntan en dirección contraria. En primer lugar, es importante subrayar que aunque observáramos una alta correlación entre determinados sectores y la temporalidad, esto no implicaría necesariamente que la causalidad vaya de la estructura productiva a la regulatoria: es perfectamente posible que vaya en sentido contrario. Precisamente, la evolución temporal del empleo en estos sectores dónde la creación de contratos temporales precedió al aumento del peso de los mismos indicaría que la causalidad va en la dirección contraria.

Un análisis detallado de la evidencia permite ver que el vínculo causal entre estructura productiva e instituciones es cuanto menos ambiguo. El sociólogo económico Javier Polavieja ha dedicado una buena parte de su carrera a analizar el problema de la precariedad laboral en España. Es posible encontrar un buen resumen de su pensamiento en un excelente artículo de 2005 de la Revista Española de Investigaciones Sociológicas donde analiza de forma comparada la temporalidad y sus posibles causas. La conclusión es clara: una análisis estadístico riguroso revela que la tasa de temporalidad de España (la más alta de la OCDE) es muchísimo más elevada de lo que nos correspondería dada la importancia relativa de nuestros sectores temporales o volátiles. O, en otras palabras, nuestra estructura productiva no justifica nuestra elevada tasa de temporalidad. Por si fuera poco, esta temporalidad no es una característica exclusiva de nuestros sectores volátiles, sino que está presente en el resto de la economía. Tanto es así que nuestros sectores menos volátiles como las manufacturas o el transporte sufren una tasa de temporalidad mayor que la de los sectores más volátiles del resto de países. España es un campeón indiscutible en términos de precariedad.

Polavieja llega a un resultado similar comparando la importancia de los empleos de cuello blanco o el peso de las PYMES en el tejido industrial: tanto en las ocupaciones más cualificadas, como en la totalidad de nuestra estructura productiva, la temporalidad es mayor de lo que se esperaría.

En cambio, el análisis de Polavieja muestra que las instituciones sí que juegan un papel muy relevante; las leyes y regulaciones sobre la protección del empleo indefinido y la estructura de la negociación colectiva contribuyen a determinar los niveles de temporalidad que observamos hoy en día. En concreto, no se trata de que la protección del trabajo sea alta, sino de que el diferencial de protección entre contratos temporales e indefinidos sea tan abrumadora la que causa este problema. Además, el hecho de que los trabajadores indefinidos tengan más representación y poder de negociación en los convenios tiende a acentuar este problema. Estos dos factores, encuentra Polavieja, unidos a los grandes shocks de desempleo que vivimos de forma periódica en España, son los grandes culpables de la temporalidad.

Como venimos diciendo, muchas de las críticas dirigidas a la idea del contrato único no se sostienen.

  • La desventaja de los temporales a la hora de mantener su trabajo apenas ha cambiado desde que empezó la crisis: la probabilidad de perder el empleo es del orden de 7 a 9 veces mayor para temporales que para indefinidos.
  • El número de inspectores laborales en España es similar al de otros países europeos, lo cual sugiere que la temporalidad no es un problema de falta de inversión en inspección. En cambio, sí podría estar relacionada con la excesiva oferta de contratos disponibles, que facilita a los empresarios evitar los contratos indefinidos (de forma legal).
  • El problema de si el contrato único es o no constitucional no tiene nada que ver con su efectividad, y en cualquier caso tenemos dudas de que no se pueda encontrar un encaje. Por otra parte creemos que es mucho más efectivo mejorar la posición negociadora del trabajador (con subsidios de desempleo más generosos, por ejemplo) que judicializar el proceso.
  • Las explicaciones de demanda no son satisfactorias. Los estudios de que disponemos sugieren que nuestra estructura productiva no causa nuestra elevada tasa de temporalidad. La tesis según la cuál un contrato único reproduciría de forma encubierta el mismo patrón dual, por tanto, no se sostiene.

En definitiva, estamos lejos de ser prisioneros de la temporalidad por nuestra naturaleza o la de nuestra economía. Es más, el castigo es autoimpuesto: estamos sufriendo las consecuencias de un mal diseño institucional y regulación de nuestro mercado laboral. Y creemos que es hora de cambiarlo.

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