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Profanar la tumba de Videla

Videla murió en su celda del penal de Marcos Paz, en Buenos Aires, el 18 de mayo de 2013.

Natalia Chientaroli

“Ahí está el cuerpo. Sin habeas corpus. Unos papeles y es suyo, llévense el envase de su pariente. Cuentan ustedes con un cuerpo. Que les conste que lo reciben sin quemaduras ni moretones. Podríamos haberlo golpeado al menos, que ya hubiera estado pago. Pero nosotros preferimos no hacerlo, eso que sí hizo este cuerpo que ustedes van a enterrar. No lo tiramos desde un avión, no lo animamos a cantar con descargas de picana. Que cante, por ejemplo, adónde están nuestros cuerpos, los de nuestros compañeros. No fue violado. No tuvo un hijo acostado en el pecho mientras le daban máquina. No lo fusilamos para decir que murió en un enfrentamiento. No lo mezclamos con cemento. No lo enterramos en cualquier parte como NN. No le robamos a sus nietos. Acá tienen el cuerpo”.

Este texto se difundió en 2013, poco después de que Jorge Rafael Videla muriera en prisión. Lo escribió –o eso dicen– el periodista Jorge Kostinger e iba dedicado a la familia del dictador argentino. Condenado por los crímenes de lesa humanidad cometidos por el régimen militar del que fue máximo responsable entre 1976 y 1981, Videla falleció en su celda el 17 de mayo de 2013, a los 87 años.

El cuerpo del dictador permaneció en la morgue casi una semana ante el atronador silencio de su familia. Mientras tanto, los vecinos de la su ciudad natal, Mercedes (a 100 kilómetros de la capital), se movilizaban contra la posibilidad de que Videla fuera a parar al panteón familiar en el cementerio local. “Mercedes no quiere transformarse en depositario de los restos del mayor genocida argentino, ni en centro de peregrinaje del fascismo”.

Se sucedieron manifestaciones, cartas abiertas, pancartas con rostros de desaparecidos en el camposanto. Advertencias de que la memoria colectiva no dejaría descansar en paz al asesino que justificó hasta el último de sus días las atrocidades cometidas y se negó al más mínimo arrepentimiento.

Finalmente, la familia del dictador –que se llevó a la tumba el paradero de miles de desaparecidos– consiguió ocultar el destino del cuerpo. Para evitar protestas y posibles profanaciones, sus hijos descartaron Mercedes y también el cementerio de la Chacarita, el más grande de la capital. Lo enterraron con sigilo en un cementerio privado a las afueras de Buenos Aires.

Pero todo eso se supo dos años después, cuando el diario Clarín descubrió que los restos de Videla se escondían bajo una lápida identificada como 'Familia Olmos'. Unos 500 metros más allá, en el césped siempre perfecto, otra losa de mármol con nombre falso oculta a Emilio Massera, el creador de la ESMA, uno de los principales centros de tortura de la dictadura argentina. Una suerte parecida han corrido otros importantes militares del régimen, que se han ‘esfumado’ de los camposantos después de que sus lápidas sufrieran daños o pintadas reivindicativas.

El repudio social los ha condenado después de ser condenados. Los ha vuelto invisibles para esos nostálgicos del régimen que, por mucho que cueste creerlo, están lejos de extinguirse a este y al otro lado del Atlántico. Siguen ahí, más o menos agazapados según el país y las circunstancias. De hecho, hace solo unos días, mientras Argentina celebraba el aniversario de su joven democracia, Brasil elegía como presidente a un defensor de la dictadura que devastó el país durante 30 años.

Los adalides de la concordia

Este miércoles, un artista ha pintado una paloma roja sobre la tumba de Francisco Franco en el Valle de los Caídos. El Gobierno, que ha decidido sacar al dictador de su mausoleo en la sierra, puede haber abierto la puerta a uno mucho mejor situado, en la catedral de la Almudena. Han tirado de compromiso vaticano para intentar impedirlo, pero tras un diplomático 'lavado de manos' eclesial, ahora intentan apelar a una imperfecta Ley de Memoria Histórica.

Argentina no es España. Entre otras cosas porque allí consiguieron juzgar y condenar a los responsables de la dictadura. Franco murió en la cama. Videla, sentado en el retrete de su celda.

La familia Franco, pese a haberse ahorrado el trance vergonzoso de los Videla –y de conservar gracias al pacto de la Transición una fortuna de dudoso origen– no está dispuesta a llevar a la momia del abuelo a los cuarteles de invierno de la historia. Cuentan para ello con la Iglesia, que no tiene pensado redimirse por su pasado cómplice de la dictadura –tanto en España como en Argentina, y esto el papa Francisco debe saberlo de primera mano–. Y cuentan también con los adalides de la concordia desmemoriada, los de ‘para qué desenterrar lo que ya está enterrado’.

Olvidan, todos ellos, que en España y en Argentina hay familias que siguen sin poder disponer de los cuerpos de los suyos, reducidos a huesos anónimos en cunetas, o en el fondo del mar.

Tiene cierta lógica que los responsables de tanto dolor sean condenados, como Videla, a una tumba escondida y sin nombre. Un poco de justicia poética que, al final, convierta a los genocidas en desaparecidos.

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