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El PSOE va a ganar. Pero, ¿para qué?

Pedro Sánchez y su jefe de gabinete, Iván Redondo, durante la toma de posesión.

Carlos Elordi

A no ser que el resultado final desmienta a todas las encuestas, menos a la del CIS, la noche del 10 de noviembre Pedro Sánchez cosechará un fracaso sin paliativos. No sólo porque formar gobierno le resultará bastante más difícil que tras las elecciones de hace seis meses, sino porque confirmará que toda su estrategia estaba equivocada, que le hubiera ido bastante mejor aceptando una coalición con Unidas Podemos, por incierto y poco sólido que pudiera ser ese gabinete.

Si los sondeos aciertan, el panorama político español seguirá marcado por la inestabilidad y, lo que es peor, amenazado por un viento de extrema derecha que puede terminar siendo dominante a medio plazo y condicionado por la crisis catalana que el nuevo gabinete será bastante más incapaz de paliar que el que habría resultado de un pacto entre las izquierdas. La cosa habrá por tanto empeorado y bastante.

Siempre si José Félix Tezanos no acierta, los asesores de Sánchez habrán cometido dos graves errores: uno, el ya citado de la repetición electoral y, dos, partiendo de ese rechazo del acuerdo con Iglesias, el de no haber adelantado los trámites parlamentarios para la misma con el fin de evitar que las elecciones tuvieran lugar después de que se conociera la sentencia del procés.

Se podía hacer. Bastaba con dar por imposible el acuerdo con Unidas Podemos a principios de julio, y para entonces Sánchez debía de haber concluido que lo era, para que los comicios se celebraran a principios de octubre. Es decir, unos días antes de que, como se sabía desde hacía meses, el Tribunal Supremo hiciera público su incendiario veredicto.

Si el PSOE no hizo ni lo uno ni lo otro, el pacto y la aceleración del proceso electoral, no fue por despiste, sino porque su líder y sus asesores estaban convencidos de que la estrategia alternativa iba a ser más beneficiosa para sus intereses. La repetición electoral les evitaba el mal trago de gobernar con Unidas Podemos, que muchos de los referentes socialistas, no pocos de los poderes fácticos cuya opinión es muy tenida en cuenta en Ferraz y el propio Sánchez veían como una solución impracticable, por principio.

Además, debían de estar convencidos de que unas segundas elecciones les iban a proporcionar mejores resultados. Las encuestas les decían que el PSOE quitaría votos a Podemos y a Ciudadanos y que el PP no había de crecer mucho. Por aquel entonces, hace dos meses, los pronosticadores no veían, ni de lejos, que el partido de Albert Rivera se iba a hundir, que Vox iba a subir como la espuma o que Unidas Podemos iba a aguantar relativamente.

Con todo, su error más grave fue el de creer que la agitación social que inevitablemente seguiría a la publicación de la sentencia no iba a ser negativa para los intereses del PSOE, sino que incluso podía ser beneficiosa. Debían de creer que el aumento de la tensión en Cataluña generaría en amplios sectores del electorado español una demanda de gestión equilibrada por parte del gobierno y que la consideraría más eficaz que la dureza sin límites que propondría la derecha. El hecho de que el ministro Marlaska lograra acordar con su homólogo Buch que los Mossos d' Esquadra actuaran sin remilgos para mantener el orden público, debió dar a Sánchez una seguridad adicional en la validez de su estrategia.

Pero ni él ni sus asesores contaban con que un sector del independentismo, minoritario pero significativo y sobre todo decidido y bien organizado, se lanzara a hacer arder las noches de Barcelona y de otras ciudades catalanas y a cortar decenas de carreteras día tras día, un elemento no secundario de la revuelta, porque sin ser tan espectacular como la quema de contenedores llega y encabrita a muchos miles de personas y hace mucho daño económico. El que los servicios de información españoles no se olieran que eso podía ocurrir, como no se olieron el éxito independentista del 1 de octubre de 2017, fue un serio inconveniente para el líder socialista.

Esas noches de fuego, pedradas y cargas policiales cambiaron la marcha de las cosas. Porque provocaron indignación y no poco temor en muchos españoles. Y el mensaje de sosiego que Sánchez había empezado a proponer quedó arrumbado casi de golpe obligando al líder socialista a cambiar de discurso, a ponerse también él en plan duro, pero a contrapié y sin la credibilidad necesaria.

La cosa estaba saliendo mal y no parecía tener remedio. Pero los beneficiarios de esos errores de cálculo y de gestión no iban a ser los partidos de derecha, PP y Ciudadanos, sino Vox. El partido de Abascal empezó a crecer esas noches y desde entonces no ha parado.

Ciudadanos había hecho demasiadas cosas mal en el pasado reciente como para colocarse a la cabeza de la manifestación de la dureza. Pablo Casado seguía apareciendo como un personaje a medio hacer, que había oscilado demasiado bruscamente y sin explicaciones de la ultraderecha al centro, como para liderar la demanda de arreglar de una vez por todas las cosas en Cataluña. Vox tenía el terreno abierto y lo ha ocupado, probablemente atrayéndose también a unos cuantos votantes socialistas.

Meteduras de pata aparte, intolerables en alguien que debería de tener un mínimo de altura política, Pedro Sánchez está en una situación no envidiable. Puede perder escaños respecto del 28A. Ese Unidas Podemos que él creía que mordería el polvo sigue ahí, nada más y nada menos que proponiéndole de nuevo la coalición. Si quiere huir de ese escenario no tendrá más remedio que llegar a algún tipo de acuerdo con el PP, quién sabe si también con Ciudadanos como complemento. Y a través de ese pacto se encontrará con un Vox que va a condicionar como nunca la política de la derecha, empezando por Cataluña.

Habrá que esperar. Sobre todo a ver si el CIS se equivocaba o no. Pero la cosa pinta muy chunga.

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