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Religión, nación y vieja derecha nueva

El Papa con la vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz

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La reciente visita de Yolanda Díaz –Vicepresidenta del Gobierno y miembro del Partido Comunista de España– al Papa Francisco merecía seguramente un debate de mayor calado que el que se suscitó en nuestro solar patrio, si es que de “debate” puede tildarse la polvareda de insultos y vilipendios que el suceso vino, al menos entre alguna derecha, a levantar.  

La izquierda y el cristianismo han compartido siempre ciertos valores, cierta comprensión del ser humano que los separa radicalmente del acercamiento que abraza la concepción moral que subyace en la mirada, puramente economicista, del denominado “neoliberalismo” (tengo mis precauciones contra esa etiqueta, que hace de la libertad patrimonio solo de unos, pero no entraré en eso aquí). El mandato evangélico que reza aquello de “el que tiene dos túnicas, comparta con el que no tiene; y el que tiene qué comer, haga lo mismo” y el concepto, propio de la tradición de la izquierda, denominado “progresividad fiscal” comparten un mismo sustrato ético, un entendimiento de la sociedad como conjunto de obligaciones entrelazadas y no como mero agregado de átomos aislados. 

Algo similar ocurre con el hermosísimo mandato de Mateo 25 - “tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme” - y la preocupación por los inmigrantes, que siempre ha estado más del lado de la izquierda que del de la derecha. Hay, por descontado, diferencias entre ambos acercamientos. La izquierda siempre ha entendido que la caridad cristiana era profundamente insuficiente, y que había que trasladarla al corazón de lo público, institucionalizarla. Pero, más allá de eso, la raíz, el impulso, el latido que palpita tanto en un ámbito como en el otro es idéntico. Y es esa raíz, ese impulso o ese latido el que el así llamado “neoliberalismo” rechaza. Para esa mirada la suerte de los demás no es algo públicamente relevante, sino tan ajena a la responsabilidad de cada cual como los fenómenos atmosféricos. Si el otro pasa hambre o carece de túnica o ha sido expulsado al Mediterráneo en una patera, no es problema nuestro. O, mejor, no es un problema político: dependerá de la moral personal de cada uno. 

Aquí cruza otra divisoria, la nación. El gran mérito de los nuevos gurús del movimiento internacional de derecha radical ha consistido sobre todo en lograr imbricar –de modo casi diría que contra natura– entidades que en su misma esencia repelen el individualismo, el atomismo metodológico y la concepción del ser humano como mera máquina de calcular beneficios, como son por esencia la religión y la nación, con una doctrina económica que concibe al otro como mero competidor frente al que el único espacio compartido es precisamente el de la competencia, esto es, el mercado. 

Para lograr esa imbricación han de proceder a un vaciamiento previo, a un entendimiento determinado de la nación y de la religión (y de muchas otras categorías, por descontado). La nación se define como identidad frente a los de fuera, como mera frontera. No como solar común en el que deliberar entre todos sobre cómo articular la vida pública –un enfoque eminentemente político, en el que lo primero que se ha de abordar son las diferencias entre unos y otros, las de nacimiento, oportunidades y riqueza, en primer lugar, y todas las otras (sexualidad, pertenencia, memoria, etc.), en segundo– sino como mera pertenencia, en un enfoque meramente identitario de los de dentro contra los de fuera que anula toda otra dimensión y que condena a la categoría de traidor –o de mal “mal español”, por decirlo con la expresión exacta– a quien no se someta al mismo.

Lo mismo hacen con la religión. Aquí uno de los ideólogos de esta nueva pero antiquísima derecha extirpa (a capricho, todo hay que decirlo: menudo ejemplo de cherry picking) al cristianismo de toda entraña moral: ser cristiano no es obrar bien, no es ser buena persona, no es seguir los mandamientos o el Sermón de la Montaña. Ser cristiano consiste en creer que Jesús resucitó para salvarte, y punto. Una concepción de la religión completamente desligada de cualquier sustrato ético y por tanto perfectamente funcional para el juego identitario. 

Nada de extraño tiene, así, que la visita de Yolanda Díaz al papa –y el papa en sí, por descontado– les saquen de quicio. Frente a la mirada de la vieja nueva derecha radical, en la concepción religiosa de Francisco sí hay una lectura moral del mundo. Y esa lectura se traslada a la nación de los católicos, que es el mundo, pues no en vano “católico” significa “universal”. Y lo mismo ocurre, ya en el terreno de lo específicamente político y nacional, con la noción de “patria”. Solo cuando se la ha vaciado de todo sentido moral para transformarla en una mera identificación grupal puede caber, ¡entera!, en un pin, en una pulserita, en una bandera o en la reivindicación de un yelmo medieval. En esa concepción o estás con nosotros o con el enemigo. Cuando, por el contrario, se la concibe como lugar de diálogo y discusión política, afloran los conflictos y aparece la política. La política de verdad, no la tachunda de la identidad.  

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