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El canario en la mina: la renovación del Consejo General del Poder Judicial

Concepción Sáenz Rodríguez, Vocal; Clara Martínez Careaga, Vocal; Carlos Lesmes, presidente del Consejo General del Poder Judicial; Gerardo Martínez Tristán, Vocal; y Nuria Diaz Abad Vocal,(i-d)

Javier Pérez Royo

El Estado Constitucional descansa en la combinación del principio de legitimidad y el principio de legalidad. El principio de legitimidad se objetiva en una norma única: la Constitución. El principio de legalidad se objetiva en el resto de las normas que integran el ordenamiento jurídico. El principio de legitimidad es la condición sine qua non del principio de legalidad. El principio de legalidad, el 'para qué' del principio de legitimidad. Todas las normas que integran el ordenamiento jurídico tienen que poder ser interpretadas de conformidad con la Constitución. Se presumen legítimas, pero pueden perder esa presunción mediante la declaración de inconstitucionalidad. Pero son ellas las que dan respuesta a los problemas que se plantean en la convivencia, porque la Constitución no resuelve ninguno. La Constitución posibilita que cualquier problema tenga una respuesta política de una manera jurídicamente ordenada, pero no da respuesta a ninguno. La respuesta la dan las leyes. Sin la Constitución no puede resolverse ningún problema en democracia, pero ella no resuelve ninguno.

La tensión entre legitimidad y legalidad está permanentemente presente en el Estado Constitucional. No puede no estarlo. Es una tensión que exige la renovación de ambos principios, porque la sociedad individualista sobre la que se eleva el Estado es una sociedad dominada por el “valor de cambio”, que está revolucionando permanentemente la forma en que nos relacionamos con la naturaleza (cambio climático) y entre nosotros mismos. El principio de legitimidad y el de legalidad tienen que renovarse para que la sociedad pueda adaptarse al cambio.

La renovación del principio de legalidad no plantea problemas. Los distintos órganos previstos en la Constitución van creando y renovando las distintas normas que integran el ordenamiento jurídico de acuerdo con el procedimiento previsto para la aprobación de las mismas. La ley tiene que ser aprobada por las Cortes Generales siguiendo el procedimiento legislativo y modificada o derogada de la misma manera. La ley de la comunidad autónoma, igual. El Real Decreto, por el Gobierno de acuerdo con el procedimiento también reglado y así sucesivamente. La renovación del principio de legalidad se da por supuesto: siempre existe el órgano y el procedimiento encargado de tal renovación.

Con la renovación del principio de legitimidad no ocurre lo mismo. El órgano constituyente, Cortes Constituyentes con el complemento frecuente del referéndum, dejan de existir una vez que han aprobado la Constitución. En consecuencia, el órgano constituyente tiene que prever expresamente cómo se tendrá que renovar el principio de legitimidad que ha quedado objetivado en la Constitución. De ahí que la Constitución contenga cláusulas de reforma, que es contenido obligatorio de la Constitución de la Democracia.

La renovación del principio de legalidad es incesante. La del principio de legitimidad es ocasional. Pero la renovación incesante del principio de legalidad, que es expresión del cambio incesante que se produce en la sociedad, exige de manera inexcusable la renovación recurrentemente del principio de legitimidad, que es al mismo tiempo su presupuesto y su límite. Cuando una sociedad no lo entiende así, el resultado es una crisis constitucional, que desemboca en un nuevo proceso constituyente. Es lo que nos ha ocurrido a los españoles a lo largo de toda nuestra historia constitucional. Corremos el riesgo de que nos vuelva a ocurrir.

El constituyente de 1978 introdujo en la Constitución dos órganos constitucionales que expresan esa vinculación entre la necesidad de renovación del principio de legitimidad y de legalidad: el Tribunal Constitucional y el Consejo General del Poder Judicial. Son órganos de garantía del principio de legitimidad frente a los órganos a través de los cuales se va a expresar incesantemente el principio de legalidad.

Son órganos que cumplen una función que en parte se asemeja a la de la reforma de la Constitución, en la medida en que son instrumentos de defensa de la propia Constitución frente a la actuación de los poderes constituidos, pero que en parte se diferencian de ella, en la medida en que ellos no pueden renovar dicho principio. Son instrumentos frente a la erosión del principio de legitimidad, pero no de renovación del mismo. La reforma cumple ambas funciones.

Esa proximidad entre la reforma y estos órganos constitucionales se manifiesta en que la Constitución exige la misma mayoría para la reforma de la Constitución que para el nombramiento y renovación de los magistrados del TC y los miembros del CGPJ. Cada renovación del TC y del CGPJ es un recordatorio de la necesidad de la renovación del principio de legitimidad.

Como estamos viviendo en este momento y como ha ocurrido recurrentemente desde la entrada en vigor de la Constitución, la renovación del TC y del CGPJ siempre ha sido problemática, por decirlo de manera suave. La incapacidad de la sociedad española para reformar la Constitución se viene reflejando periódicamente en la dificultad de renovar en tiempo y forma el TC y el CGPJ.

No vamos a mejor, como el reciente fracaso en la renovación del CGPJ ha puesto de manifiesto. La renovación del TC y del CGPJ han sido indicadores de una patología constitucional que, como ocurre con todas las patologías que no se diagnostican y tratan convenientemente, acaban teniendo consecuencias deletéreas para el organismo que la padece.

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