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Segunda ola: tensión en las calles

Contenedores quemados en la calle Victoria de Burgos.

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Los altercados de estos últimos días en diversas ciudades del Estado suman complejidades en la gestión de las emergencias sanitaria, social y económica derivadas de la crisis de la Covid-19. La introducción de comportamientos desafiantes, y a veces violentos, hacia medidas que buscan contener el avance de la pandemia añaden dificultades a la contención de la segunda ola. El fuerte crecimiento de nuevas infecciones por coronavirus llega cuando aún no nos hemos recuperado del primer embate: nuestras sociedades viven sumidas en una mezcla de cansancio psicológico y crecimiento exponencial vulnerabilidades socioeconómicas. Sufrimiento y malestar en expansión. Las incertidumbres de nuestro mundo actual se presentan en este episodio con toda su potencia: más dudas que certezas, más ejercicios de prueba-error que verdades dadas por descontadas. Es difícil asumir que somos incapaces de controlar la naturaleza.

Diversas son las aproximaciones que han tratado de explicar las movilizaciones de estos días. Y diría que todas tienen parte de razón. En primer lugar, es cierto que existe una estrategia deliberada por parte de la extrema derecha y de sus aliados políticos (Vox y el ala trumpiana del PP) de tensionar la calle para debilitar el Gobierno. Los grupos neonazis son perfectamente funcionales para tal finalidad. Lo vimos en las concentraciones en Núñez de Balboa aunque se trabaja para que el conflicto pueda adquirir un carácter más transversal. En segundo lugar, debe reconocerse que existe disconformidad entre algunos sectores en cómo se ha gestionado la respuesta a la pandemia. Aquí pueden encontrarse desde negacionistas conspiranoicos hasta una suerte de colectivos que reclama mayores márgenes de libertad. Sin poner en duda la letalidad del virus, defienden ponderar de manera distinta riesgos y sacrificios.

Siendo acertado todo lo apuntado, desde mi punto de vista hay un factor fundamental a considerar: un malestar de fondo que alimenta ciertas dinámicas conflictuales, pulsando ira y desazón. Una desafección creciente en sociedades cada vez más desiguales, con más sectores excluidos y con ciertos colectivos en caída libre. La expansión de unas clases medias empobrecidas: los perdedores del modelo socio-liberal. Unas vulnerabilidades sociales, pero también económicas y productivas, que provocan cada vez más grietas en la cohesión social. Una realidad que no es nueva, que se va larvando en el tiempo, y que en el nuevo milenio ha ido estallando en los momentos más tensionados. En 2011 la válvula de escape fue una disrupción en favor de más fraternidad e inclusión: una crítica hacia los de arriba (los poderosos de verdad). El peligro ahora se encuentra en que la salida puede ser regresiva y fragmentadora, fomentando el resentimiento entre los de abajo (o los de un poco más abajo).

La cronificación de una sociedad de los dos tercios, a modo y semejanza de como caracterizábamos a los países anglosajones hace unos años, es condenable desde un punto de vista normativo, pero también una amenaza para la paz social. No hay recetas mágicas para hacer frente a los retos socieconómicos que se presentan en nuestras sociedades, pero hay vías por las que transitar para ir cambiando el modelo. Seguramente se deberá ser ambicioso y acertar con las medidas a corto plazo. La apuesta por construir un “escudo social” (ERTE, IMV, ayudas a autónomos, etc.) y las inyecciones de recursos al sistema productivo van en buena línea. A la vez, son positivas medidas autonómicas o locales de apoyo a la pequeña y mediana empresa, o a los colectivos excluidos de las ayudas generales. Las administraciones en los distintos niveles territoriales y sectoriales, en una situación excepcional como la vivida, deberían coordinar esfuerzos. Además, hay retos urgentes aún pendientes, por ejemplo, la prohibición de desahucios y cortes de suministro, las exenciones de cuota a pequeños autónomos, o la agilización y desburocratización en el acceso y cobro de prestaciones.

Ahora bien, sería una equivocación pensar que el reto termina en las inmediatas políticas públicas que pueden (y deben) realizarse. Pan para hoy y hambre para mañana. Urge rehacer un nuevo pacto social en pleno siglo XXI que, con el espíritu redistribuidor de los “treinta gloriosos”, tenga en cuenta transformaciones y vulnerabilidades presentes. Hay camino por recorrer desde la proximidad pero el reto trasciende las fronteras del Estado-Nación: la batalla en Europa debe darse. Urge también reconstruir vínculo social. Revalorizar lo común y lo público. Poner en el centro la inclusión relacional: las redes de apoyo, las solidaridades comunitarias o el activismo por la vida. Y vinculado a la pandemia, tomar prestado el lema de la lucha contra el SIDA: “cuídate, cuídame”. No creo que valgan los atajos que puedan pasar por cambiar la pancarta en las movilizaciones o por integrar desde la izquierda determinadas demandas de base insolidaria e individualista. Porque de batalla cultural también se trata.

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