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La trágica alternativa que eligió Erdoğan

Dani Rodrik

Cambridge —

Desde que el presidente de Turquía Recep Tayyip Erdoğan ganó sus primeras elecciones generales a finales de 2002 se ha obsesionado con la idea de que el poder podía serle arrebatado a través de un golpe de Estado. Incluso en aquel entonces tenía buenas razones para preocuparse. En dicho momento, no era ningún secreto que la ultra seglar clase dominante de Turquía, que se encontraba cómodamente instalada en las altas esferas del poder judicial y de las cúpulas militares, sentía antipatía por Erdoğan y sus aliados políticos.

El propio Erdoğan fue encarcelado por recitar una poesía de tono religioso, lo que le impidió tomar el cargo de inmediato cuando su agrupación política, el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), asumió el poder en noviembre del 2002. En el año 2007, el Ejército emitió un pronunciamiento oponiéndose al candidato del AKP a la presidencia –que en aquel entonces era, en gran medida, sólo una figura decorativa–. Además, en el año 2008, el partido apenas se salvó de ser cerrado por el máximo tribunal del país por llevar a cabo “actividades anti-seglares”.

Los esfuerzos de la vieja guardia fueron en su mayoría contraproducentes y sólo sirvieron para aumentar la popularidad de Erdoğan. Su cada vez más fortalecido control del poder podría haberle ablandado y dar paso a un estilo político menos conflictivo. En cambio, en los años siguientes, sus entonces aliados los gülenistas –seguidores del clérigo en exilio Fethullah Gülen– lograron acrecentar la obsesión de Erdoğan convirtiéndola en paranoia.

Desde el año 2008 al 2013, los gülenistas en la Policía, el poder judicial y los medios de comunicación han inventado una serie de conspiraciones ficticias y tramas contra Erdoğan, cada una más sangrienta que la anterior. Llevaron adelante sensacionales juicios mediáticos en contra de oficiales militares, periodistas, ONG, profesores y políticos kurdos. Puede que Erdoğan no haya creído en la veracidad de todas estas acusaciones –un jefe militar que había trabajado en estrecha colaboración con él fue uno de los encarcelados– pero los procesamientos fueron útiles para su propósito. Además, alimentaron el miedo a ser derrocado de Erdoğan y eliminaron los vestigios restantes de un régimen de tendencia seglar de la burocracia civil y militar.

Los gülenistas tenían otro motivo también. Pudieron encumbrar a sus propios simpatizantes en los altos puestos que quedaron vacantes tras sus juicios, que fueron una farsa, en contra de oficiales militares. Los gülenistas habían pasado décadas infiltrándose en el Ejército; pero, los puestos de mando habían quedado fuera de su alcance. Esta se constituyó en su oportunidad. La ironía final del fallido golpe de Estado del pasado mes de julio es que no fue diseñado por quienes tienen tendencias seglares en Turquía, sino por los oficiales gülenistas que Erdoğan había permitido que fueran promovidos para reemplazarlos.

A finales de 2013, la alianza de Erdoğan con los gülenistas se había convertido en una guerra abierta. Ya que el enemigo común –la vieja guardia seglar– había sido derrotado, había poco para mantener la alianza unida. Erdoğan había comenzado a cerrar las escuelas y negocios gülenistas, así como a purgar a los gülenistas de la burocracia estatal. Se planificaba una purga importante que iba a afectar a ámbitos militares, la misma que al parecer incitó a que los oficiales gülenistas actuasen de forma preventiva.

En cualquier caso, el intento de golpe ha validado completamente la paranoia de Erdoğan, lo que ayuda a explicar por qué la represión en contra de los gülenistas y contra otros opositores del gobierno ha sido tan implacable y extensa. Adicionalmente a la baja de casi 4.000 oficiales, se despidieron a 85.000 funcionarios públicos de sus puestos de trabajo desde el 15 de julio y, 17.000 han sido encarcelados. Se detuvieron a decenas de periodistas, incluyendo a muchos sin vínculos con el movimiento Gülen. Ha desaparecido todo rastro de un Estado de derecho y debido proceso.

Un gran líder habría respondido de forma distinta. El fracasado golpe creó una oportunidad única para ir en busca de la unidad nacional. Todos los partidos políticos, incluido el Partido Democrático de los Pueblos (HDP) de los kurdos, condenaron el intento de golpe, al igual que la gran mayoría de las personas comunes, independientemente de su orientación política. Erdoğan podría haber utilizado la oportunidad de elevarse por encima de los islamistas, liberales, seglares, y las etnias kurdas para establecer un nuevo consenso político en torno a las normas democráticas. Tenía una oportunidad de convertirse en un unificador democrático.

En cambio, él ha optado por profundizar las divisiones de Turquía y erosionar el Estado de derecho aún más. La destitución y encarcelamiento de opositores ha ido mucho más allá de los que pudiesen haber tenido un papel en el golpe de Estado. Académicos marxistas, periodistas, kurdos y comentaristas liberales han sido barridos junto a los gülenistas. Erdoğan continúa tratando al partido HDP como un paria. Y, lejos de considerar cómo hacer las paces con los rebeldes kurdos, parece disfrutar la reanudación de la guerra con ellos.

Lamentablemente, esto es una estrategia ganadora. Mantener el país en alerta máxima contra supuestos enemigos y enardecer las pasiones nacionalista-religiosas sirve para mantener la base que Erdoğan movilizó. Y, además, neutraliza a los dos principales partidos de oposición; ambos son muy nacionalistas y, por lo tanto, se constituyen en aliados confiables en la guerra contra los rebeldes kurdos.

Del mismo modo, la ofensiva de Erdoğan contra Gülen y su movimiento parece estar más impulsada por el oportunismo político que por un deseo de llevar a los organizadores del golpe ante la justicia. Erdoğan y sus ministros se han quejado interminablemente acerca de la reticencia de Estados Unidos para extraditar Gülen a Turquía. Sin embargo, casi dos meses después del golpe, Turquía no ha presentado formalmente a EEUU ninguna prueba de la culpabilidad de Gülen. La retórica anti-estadounidense es bien recibida en Turquía y Erdoğan no deja de lado explotarla.

En su testimonio ante los fiscales que investigan el golpe de Estado, el máximo General del Ejército ha dicho que los golpistas lo llevaron como rehenes le ofrecieron ponerle en contacto esa noche con Gülen. Esta sigue siendo la prueba más contundente sobre que el propio Gülen estaba directamente implicado. Un líder cuya intención es convencer al mundo de la culpabilidad de Gülen habría paseado a su jefe militar frente a los medios de comunicación para que proporcione más detalles sobre lo que pasó esa noche. Sin embargo, a este General no se le ha pedido –o no se le ha permitido– hablar en público, lo que alimentó las especulaciones sobre su propio papel en el intento de golpe.

Y de esta forma, el ciclo sin fin de victimización de Turquía –como perpetua víctima de los islamistas, comunistas, seglares, y ahora de los gülenistas– ha ganado velocidad. Erdoğan está cometiendo el mismo error trágico que hizo en el período 2009-2010: el uso de su gran popularidad para socavar la democracia y el Estado de derecho en lugar de restaurarlos (y, consecuentemente, hace que brindar moderación y reconciliación política sea aún más difícil en el futuro).

Erdoğan ha tenido dos veces la oportunidad de ser un gran líder. A un costo considerable para su legado –y a un costo aún mayor para Turquía– ha desdeñado ambas veces dicha oportunidad.

Traducción de Rocío L. Barrientos

Copyright: Project Syndicate, 2016.Project Syndicate

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