Transiciones a la sostenibilidad y la compasión
Los desafíos, riesgos e incertidumbres generados por nuestro sistema económico y las pesadas mochilas ecológicas y sociales que acarrea nos obligan a transitar hacia otro tipo de régimen socioecológico. Es decir, hacia otro modelo de interacción entre los sistemas sociales y naturales. Y es que en esa interacción, considerar a los seres humanos como parte integrante de la Naturaleza o, alternativamente, como seres independientes y superiores a ella es clave para configurar qué acciones humanas son justificables y aceptables en esa relación.
Así, el pensamiento clásico, aunque consciente del cambio que la intervención de los seres humanos provocaba en el mundo que les rodeaba, lo consideraba como algo natural y beneficioso. Esta visión antropocéntrica fue, en esencia, recogida por el cristianismo, con excepciones minoritarias, como la consideración no utilitaria de las criaturas de Francisco de Asís. Visión que se agudizó y consolidó con el protagonismo de la revolución científica en el siglo XVII. La fe en las posibilidades ilimitadas de la ciencia, la razón y la técnica que se gestó en esta época completó el proceso de construcción de un ser humano superior, separado de los otros seres vivos y de los sistemas naturales. Esta separación facilitó el desarrollo de la creencia (hoy aún dominante) en un “progreso” medido por el crecimiento infinito de valores monetarios, lo que suponía marginar los condicionantes físicos y morales que acompañan al proceso económico.
El comportamiento humano coherente con esta visión del mundo tomó la forma de homo œconomicus, con su sesgo individualista, egoísta y racional, optimizador de utilidades materiales. Este homo no es más que una simplificación teórica que toma una parte por el todo del comportamiento humano. Sin embargo, ese reduccionismo está detrás de toda la lógica de expansión, acumulación y lucha competitiva que tanto marca nuestra vida individual, política y social.
Ciertamente, el funcionamiento de nuestro sistema económico activa continuamente el “músculo homoeconómico”, por lo que éste ha modelado muchas de nuestras creencias y perspectivas con su particular fuerza. Palabras como trabajo, tiempo, poder, talento, libertad, dignidad, propiedad, pereza, éxito, necesidad… se encuentran en buena medida etiquetadas desde la perspectiva de un modelo teórico de ser humano bastante incompleto. Bien podríamos decir, entonces, que el sistema económico dominante ha hipertrofiado esta dimensión de la persona.
Pero, ¿qué hay del resto de los “músculos” que conforman la compleja y multifacética realidad de nuestro comportamiento? Cualquier avance hacia otro régimen socioecológico basado en la sostenibilidad global y la justicia social necesariamente ha de pasar por reconocer toda esa diversidad. Los investigadores Elena Cavagnaro y George Curiel creen que, dentro del campo de las transiciones a la sostenibilidad, la dimensión del individuo no ha recibido suficiente atención, frente a la de las organizaciones, por ejemplo. Sin embargo, las normas sociales, los paradigmas dominantes y las organizaciones están hechos por individuos y por su comportamiento sustentado sobre una determinada visión del mundo.
Por eso, destacan que el liderazgo para la sostenibilidad implica reconocer y cultivar ciertas características del individuo. Así, más allá del egoísmo y la inteligencia racional que acompañan al ser humano, valores como la cooperación, el altruismo y la lealtad hacia el grupo están también presentes de modo natural en nuestro comportamiento, puesto que hacen posible alcanzar resultados que no se pueden lograr en solitario. Y, aún más allá de estos valores orientados a la comunidad, hay otros de más largo alcance que, aunque también forman parte de la diversidad de motivaciones humanas, están muy poco entrenados por el actual régimen socioecológico: nos referimos a los valores biosféricos que nos conectan a todos los seres vivos y a la naturaleza a través de la compasión.
Y es que la compasión emerge de una comprensión intuitiva que facilita, más allá de ponerse en la piel del otro (o de lo otro), sentir con él. O, como diría Milan Kundera, esta compasión significa “la máxima capacidad de imaginación sensible, el arte de la telepatía sensible”, lo que le lleva a defender que “es en la jerarquía de los sentimientos el sentimiento más elevado”. Ese arte entraña conexión profunda e identificación entre todos los seres, humanos y no humanos, y con los procesos de la naturaleza. Implica, en fin, reducir la distancia que nuestro ego pone entre uno mismo y algo mucho más amplio de lo que forma parte.
Otros tipos de relación entre los sistemas sociales y naturales, como por ejemplo la inspirada por el budismo, incorporan en sus creencias tal conexión. Pero, como decíamos más arriba, nuestro régimen socioecológico dominante, lejos de unir, separó. Por eso, para caminar hacia otros sistemas guiados por el bien común dentro de los límites planetarios necesitamos relajar el “músculo homoeconómico” para dedicar más energías sociales e individuales a entrenar nuestro “músculo compasivo”.
Este artículo refleja exclusivamente la opinión de su autora.