El tsunami francés y el inquietante futuro de Europa
No se podrá decir que lo ocurrido el domingo, en la primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas, fue una sorpresa. La primera señal seria de alarma ya había sonado veinte años atrás, cuando el fascista Jean-Marie Le Pen pasó a la segunda vuelta de los comicios, a escasos votos del entonces presidente Jacques Chirac. El estado de shock de la sociedad francesa fue de tal calibre que, en el duelo final, Chirac venció a su rival de manera arrolladora (con el 83% de los votos) gracias a que millones de franceses que detestaban profundamente al mandatario se volcaron en las urnas para impedir que la extrema derecha llegase al Elíseo. Muchos lo hicieron con una pinza en la nariz, como símbolo de su desagrado con el voto que depositaban.
En realidad, los avisos de que el fascismo volvía a sus andanzas en Europa venían de antes, de finales de los años 60 y precisamente desde Francia, donde el joven filósofo Alain de Benoist sentaba las bases intelectuales de la ‘Nouvelle Droite’ (Nueva Derecha), movimiento que reivindicaba la recuperación de los valores de la extrema derecha, pero maquillándolos para adaptarlos a las nuevas circunstancias europeas. Ello pasaba por asumir, al menos formalmente, las reglas del juego democrático y buscar el poder por vías legales. Existen abundantes estudios que demuestran la conexión entre el fenómeno actual del ascenso de la ultraderecha en Europa y EEUU –incluido Vox– y los planteamientos de De Benoist, que cobran hoy inquietante actualidad.
De modo que lo ocurrido el domingo, con el paso a segunda vuelta de Marine Le Pen, hija de Jean-Marie, no es en sí mismo una novedad. La propia líder del partido Agrupación Nacional (RN, por sus siglas en francés) ya lo había logrado en las elecciones anteriores, de 2017, aunque finalmente fue derrotada por el centroderechista Emmanuel Macron. Al igual que sucediera con Chirac en 2002, Macron recibió en la segunda vuelta el apoyo masivo de votantes tradicionales socialistas y republicanos cuya única motivación era impedir el triunfo de la ultraderecha. Sin embargo, lo que ahora se preguntan los analistas, y millones de ciudadanos franceses y europeos, es si funcionará de nuevo el grito de que viene el lobo. Porque la situación, aunque guarde similitudes con las de 2002 y 2017, es radicalmente distinta. De modo que existe una alta probabilidad de que, esta vez, el lobo llegue al Elíseo. A diferencia de la fábula atribuida a Esopo, no es un pastorcillo mentiroso quien alertaba del peligro, sino los hechos que se han venido sucediendo tozudamente a la luz del día sin que los viejos y aburguesados partidos hayan hecho lo necesario para afrontarlos.
El hecho más novedoso y traumático en estos comicios es el hundimiento –y quizá la próxima desaparición– de los dos partidos que han dominado la escena política francesa desde 1945: el Partido Socialista y la derecha de inspiración gaullista, llamada en la actualidad Los Republicanos. La socialista Anne Hidalgo obtuvo un humillante 1,74% de los votos y la republicana Valérie Pécresse, el 4,79%. No lograron ni siquiera el mínimo del 5% que les permitiría recuperar al menos parte de lo invertido en la campaña. Francia entra, pues, en una nueva etapa política, en la que los cuatro grandes actores del pasado quedan reducidos a tres: la amalgama de centro-derecha La República en Marcha, de Macron; la extrema derecha liderada por Le Pen en torno a Agrupación Nacional, y la izquierda radical encabezada por Jean-Luc Mélenchon con La Francia Insumisa, que quedó en tercer lugar, pisando los talones a Le Pen. Este nuevo mapa no solo condicionará el resultado de la segunda vuelta de las elecciones en Francia, convocada para el 24 de este mes, sino que puede trastocar el proyecto europeo con unas consecuencias imprevisibles.
La ‘bolsa’ de electores que hasta ahora se ha movilizado con la pinza en la nariz para frenar a la ultraderecha, y que se nutre primordialmente de socialistas y republicanos, ha quedado diezmada. Macron, cuyo resultado en la primera vuelta fue mejor de lo que muchos esperaban, tendrá ahora que hacer un esfuerzo ímprobo para movilizar, con el argumento de la amenaza del fascismo, a quienes acaban de dar la espalda a las grandes opciones del ‘establishment’. Hidalgo y Pécresse han llamado a sus militancias a votar por Macron el día 24, pero la influencia de ambas en los electores es insignificante. Quien sí podría echar una buena mano al presidente es la nueva gran figura de la izquierda, Mélenchon, pero este se ha limitado a decir que “a Le Pen no se le debe dar ni un voto”, sin animar expresamente a votar por Macron, lo que reforzaría la hipótesis de que muchos izquierdistas votarán en blanco o se abstendrán en la segunda vuelta. Más fácil lo tendrá Le Pen para atraer los votos del racista Éric Zemmour, que obtuvo un 7,05%, o del derechista Nicolas Dupont-Aignan, que con Levántate Francia recibió el 2,06%.
Incluso aunque finalmente gane Macron, lo sucedido en Francia va a tener un fuerte impacto en el futuro de Europa. Le Pen y Mélenchon, que con sus partidos ‘hermanos’ suman casi el 60% de los votos del país, tienen en común su aversión hacia la Unión Europea tal como la conocemos hoy –plantean una redefinición “profunda” de sus normas– y hacia la OTAN –exigen salir de la organización–, y seguramente agitarán ambos temas en los próximos años. En ese sentido, uno de los grandes triunfadores de las elecciones del domingo es Vladímir Putin. Aunque tanto Le Pen como Mélenchon han criticado con dureza la invasión rusa de Ucrania, discrepan de la línea de actuación de Bruselas en el conflicto. El líder izquierdista se ha pronunciado contra el envío de armas a los ucranianos y a las sanciones contra Moscú, con el argumento de que estamos ante la disyuntiva de “diplomacia o guerra total”.
Mucho se ha escrito sobre las razones por las que la ultraderecha está tomando fuerza en Europa. Sobre su estrategia de bulos y mentiras, sobre su manipulación inescrupulosa de problemas reales para pescar seguidores en el río revuelto, sobre la creciente desconexión de la ‘vieja’ clase política con los ciudadanos –muchos de los cuales se sienten defraudados con un sistema al que acusan de haberlos abandonado en un océano de incertidumbre– y sobre el blanqueamiento que ha logrado la extrema derecha con la complicidad de partidos tradicionales y medios de comunicación. Marine Le Pen es hoy una política ‘normal’, que ha logrado verse incluso más ‘moderada’ gracias a la aparición a su derecha del fascista Zemmour. En España, el nuevo presidente del PP, Núñez Feijóo, no ve “ningún inconveniente” en abrir conversaciones con Vox, partido de la familia ultra a la que pertenece Le Pen.
Se necesitará mucho más que una deseable victoria de Macrón el día 24 para contener la ola de la extrema derecha. Ya no valdrá la cantinela de que “vienen los fachas”, que cada vez tiene menos efecto en un creciente número de personas. Los partidos y ciudadanos de convicciones democráticas, muy en especial los progresistas, deberán reflexionar seriamente sobre su papel en el nuevo e incierto teatro.
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