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A vueltas con la polarización y la crispación

El diputado de Unidas Podemos Enrique Santiago (i) se dirige a la bancada de Vox durante el pleno celebrado este jueves, en el Congreso, en Madrid

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Llevamos algún tiempo dándole vueltas a la polarización de la sociedad y a la crispación del debate político. Dos conceptos que en ocasiones se utilizan como sinónimos, y no lo son. Responden a lógicas distintas. 

He de reconocerles que tengo más dudas que certezas sobre el diagnóstico y cierto desconcierto sobre la respuesta que debemos darle. 

Lo que viene a continuación es lo que hoy me parece ver. Y digo hoy porque quizás mañana piense otra cosa. Reivindico la utilidad de dudar, el derecho a cambiar de opinión y lo sano que es tener contradicciones. 

Me producen pánico las personas que no dudan, nunca cambian de opinión y además no tienen contradicciones. Son el caldo de cultivo perfecto para la polarización y en ocasiones actúan de colaboradores necesarios, aunque sea involuntarios, de la crispación. 

De entrada, detecto una práctica unanimidad en la opinión publicada. Se afirma reiteradamente que nuestra sociedad está cada vez más polarizada. De momento, los datos y su comparación histórica no avalan esta afirmación, aunque tampoco nos permiten desmentirla. Quizás, porque eso que denominamos polarización es una realidad compleja y nos cuesta entender su naturaleza y sus causas. 

Permítanme que exprese mis dudas sobre la universalidad y profundidad de la polarización social. Es cierto que se produce en el debate sobre temas nucleares de nuestra sociedad, sobre los cuales sería recomendable, casi imprescindible, un amplio acuerdo.

Pero en paralelo, y al mismo tiempo, hemos asistido en estos últimos años a acuerdos importantes que impiden hacer una afirmación universal y cerrada sobre el crecimiento de la polarización social. 

En un contexto global, que solemos caracterizar como de crisis de la democracia y deslegitimación de la política, en España se han alcanzado acuerdos sociales importantes en el terreno de las políticas socioeconómicas, un ámbito en el que los conflictos de intereses son muy evidentes. 

Estas muestras de utilidad de la política no han caído del cielo, sino que han venido de la mano de la concertación social entre el gobierno de coalición y las organizaciones sindicales y empresariales, a las que la Constitución reconoce y encarga –suele olvidarse– la representación de los intereses generales de trabajadores y empresarios.

Esta constatación nos permite apuntar la hipótesis de que la existencia de organizaciones sociales intermedias es un buen antídoto frente a la polarización. Y, a sensu contrario, que la crisis de estas estructuras de mediación social contribuye a un aumento de la polarización social. 

Conviene recordar que los acuerdos alcanzados en el marco de la concertación social lo han sido en ámbitos que afectan directamente a intereses de personas y grupos sociales. Y ahí puede estar una de las claves para analizar el fenómeno de la polarización. 

Acordar sobre intereses es menos difícil –nunca fácil– que, sobre otro tipo de conflictos, por ejemplo, los que versan sobre identidades. Los intereses son divisibles, intercambiables y susceptibles de transacción. Incluso cuando el acuerdo deviene imposible siempre queda la posibilidad de pactar los desacuerdos. 

En cambio, cuando los debates y los conflictos se producen en el terreno de las identidades la cosa se complica. Se hace más difícil pactar y más fácil caer en la trampa de la polarización.

Las identidades, que en los últimos tiempos ocupan una gran centralidad en los debates y conflictos en todo el mundo, suelen ser compactas y poco propicias para la transacción. 

Además, son el terreno perfecto para la irrupción de las emociones, imprescindibles en política, pero también un espacio muy pantanoso y propicio a la polarización.

Creo que también podemos convenir que los medios de comunicación y las redes sociales juegan un papel importante en los brotes de polarización. 

Vemos como la interacción de medios y redes propicia la creación de burbujas comunicativas, con su sesgo de confirmación de las creencias propias, y de disonancias cognitivas en las que no hay espacio para la duda. En este sentido contribuyen a generar ambientes impermeables a otras ideas y alimentan la polarización social. 

Llegados a este punto deberíamos preguntarnos las razones por las que algunos –demasiados– medios se apuntan a promover la polarización. Mi hipótesis es que, en el marco de una crisis múltiple –de función social, de modelo de negocio y de extrema competencia– la polarización les aporta beneficios por la vía de la mayor audiencia. Eso es así, aunque en ocasiones esta apuesta pretenda presentarse como una opción ideológica o política.

A partir de aquí vienen las preguntas del millón. ¿Es la oferta o es la demanda la que determina las pautas de consumo comunicativo? ¿Por qué la polarización genera tanta audiencia? ¿Por qué es una fuente de negocio?

Una investigación impulsada por Más democracia en colaboración con la consultora LLyC ofrece datos que avalan una hipótesis muy sugerente. La polarización actúa como una droga que es adictiva, incluso para los que se consideran, nos consideramos, a salvo. Me lo confirma una conversación de sobremesa con una buena amiga. Me reconoce que, de todas las alertas que le entran en su móvil, siempre presta más atención a las conflictivas, a las más broncas. 

En todo caso la polarización no comporta inexorablemente crispación. Estamos ante dos fenómenos relacionados pero que tienen fundamentos distintos. Aunque la crispación política se alimente de la polarización social.

La crispación como estrategia política no es exclusiva de ninguna persona o fuerza política concreta. Basta ver los recientes debates parlamentarios para comprobar cuan tentadora y contagiosa es. Pero, hecha esta salvedad, creo que podemos afirmar que se trata de una estrategia que está utilizando en todo el mundo la nueva internacional de la extrema derecha 2.0 y en España, Vox. 

Su objetivo es erosionar al máximo y desde dentro la democracia, utilizando para ello las instituciones democráticas. Este “entrismo” de la extrema derecha es el que hace tan complejo el fenómeno y aumenta las dificultades para hacerle frente. 

Llegados a este punto, el de las respuestas, mis dudas y desconcierto se acrecientan. Me permito sugerir algunas intuiciones que revolotean por mi cabeza sin llegar a asentarse. 

La respuesta política desde la izquierda a la crispación provocada por la extrema derecha debe evitar los procesos de retroalimentación. Usarla políticamente puede servir para cohesionar a los propios –siempre a la contra–, pero no sirve para construir las mayorías necesarias para combatir la crispación política y el deterioro de la democracia. 

Quizás una alternativa sea situar las condiciones de vida de la ciudadanía –en su sentido amplio– en el centro de las prioridades y del debate político. La gobernanza de los intereses, incluso los más conflictivos, permite avanzar en la lógica de los acuerdos sociales que son un buen antídoto frente a la crispación política. 

Lo estamos comprobando con las políticas adoptadas por el gobierno de coalición para hacer frente a la crisis provocada por la invasión rusa de Ucrania. Por mucho que la extrema derecha y la derecha extrema lo hayan intentado, no han conseguido generar crispación sobre estas medidas. 

En este terreno, el único éxito conseguido por el complejo político mediático del “España se hunde” aparece en forma de brote esquizoide de la ciudadanía que detecta el CIS. Mientras, más del 65% de los encuestados consideran su situación económica personal muy buena o buena, esas mismas personas encuestadas consideran, en un porcentaje superior al 70%, que la situación económica de España es muy mala o mala. Pero ni polarizando al extremo la percepción económica negativa del país han conseguido crear crispación sobre la política socioeconómica.

Para afrontar los debates y conflictos relacionados con las identidades quizás nos ayude situarlos en el mundo de los derechos de las personas. Y ser conscientes de que, en este terreno siempre pantanoso, las políticas deben buscar amplias mayorías sociales. Es la mejor opción para evitar los riesgos democráticos de la crispación.

Igual se entiende mejor lo que intento decir si recordamos el refranero popular. “Más vale una gota de miel que un barril de hiel”. Claro que, relacionado con el debate político, todo depende del objetivo que se persiga. Si se pretende convencer a los otros, siempre mejor la miel. Si lo que se quiere es cohesionar a propios frente a adversarios o competidores, entonces igual funcione la hiel. Pero que nadie olvide que el exceso de bilis genera, además de problemas hepáticos y digestivos, reacciones de amargura y desabrimiento social. 

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