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Olviden Malasaña
El giro de los acontecimientos que la opinión pública ha vivido en los últimos días ha sido prácticamente indomable. El domingo por la noche conocíamos la noticia de un joven de 20 años agredido a plena luz del día en el céntrico barrio madrileño de Malasaña. Este miércoles se revelaba la verdad en prensa y telediarios, envuelta en referencias a policías “sombra”, prácticas masoquistas y una metamorfosis del relato. El chico se desplomó y con él, el peso del bulo que sostenía. Las lesiones fueron consentidas y el joven, tratando de ocultar lo ocurrido a su pareja, denunció un supuesto ataque perpetrado por ocho encapuchados. “Se me fue de las manos”, ha declarado.
Hay rabia y frustración en redes. Se mantienen las manifestaciones convocadas. Existe una lucha constante de la comunidad LGTBI que debe seguir su curso, cada vez más alto y a pesar de los obstáculos. Pero el mal sabor de boca sigue ahí. La sensación de mareo tras conocer el desenlace de toda esta historia recuerda que la reivindicación masiva debe seguir en pie. Condeno la denuncia falsa, me repugna e incluso me enfada. Por los que de verdad lo sufren, por miembros del colectivo, por mujeres, por inmigrantes, por minorías sin recursos. En general, por voces que muchos intentan apagar pero que, mediante la manifestación callejera, las redes sociales y las asociaciones civiles, consiguen hacer verdadera política.
Si el escándalo de Malasaña ha servido de algo es para poner en boga las cifras sobre delitos de odio que recorren las calles de nuestro país. Según el último informe sobre la evolución de los delitos de odio en España elaborado por el Ministerio del Interior, han sido 927 hechos aquellos esclarecidos como incidentes de odio en 2020. De estos, 212 ocurren por orientación sexual o identidad de género, tan solo superados por el alto número de crímenes por racismo o xenofobia, que asciende a 386. Estos son dígitos y casos reales. Recuerden que lo que pasa detrás de todo el revuelo mediático es lo que de verdad importa. Los informes estatales, las estadísticas comprobadas, el sufrimiento real y latente de los colectivos. Todo esto debe estar por encima de rumores, mentiras y murmullos.
Lavarse los dientes para quitarse este sabor agridulce que no se va y analizar la situación se hace más necesario que nunca. Evidentemente, un testimonio falso no invalida al resto de denunciantes ni el dolor de las víctimas de delitos de odio. No tapa una verdad inmutable. Sin embargo, el prisma desde el que mirar la situación es distinto. Lo que ha ocurrido es la excepción que confirma la regla, el anexo al documento. Por supuesto es importante tacharlo como lo que es, una farsa que daña a unos y proporciona un arco y flechas a otros. Pero más allá de eso, no se trata de nada más. Que no se blanquee el concepto de denuncia falsa, ni se normalice una situación que se encuentra a años de luz de ser habitual. Insisto, olviden Malasaña. Recuerden a Samuel.
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