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Sálvese quien pueda
Sábado noche. Desde el balcón de mi casa, añoro ir a una fiesta, con lo que a mí me gusta una caña y bailar a las tres de la mañana. Lo cierto es que trabajo en las artes escénicas y sé que un contagio puede suponer, no sólo un problema de salud, sino también el retraso en una producción o la sustitución de un reparto. Así que, una noche más, me quedo sin salir.
De repente, en la calle comienza una celebración que ni en las mejores Nocheviejas, por algo que no queda muy claro qué es. La pandemia no ha acabado, por lo que no celebramos su fin. Los hosteleros siguen sin poder abrir más allá de la medianoche y el Reino Unido nos ha tachado de la lista de países seguros, así que ni siquiera celebramos el auge de la economía. Y en esta sinrazón, me siento humillada.
De los sanitarios, ni siquiera hablaré porque sufren un nivel infinitamente superior de maltrato. En mi caso, con veintitrés años que tengo, la sociedad me ha exigido la misma productividad de siempre durante un año convulso. Trabajo mis cuarenta horas semanales y pago mis impuestos, he reducido considerablemente mi vida social, mi salud mental también se resiente, y no sólo se valora entre poco y nada este esfuerzo colectivo, sino que para colmo, una se siente insultada y excluida por los individuos que claman una “libertad” rozando la sociopatía, y que se desmadran por las calles de Madrid sin pensar en nadie ni nada más que en su propio disfrute. Este individualismo enfermizo no es nuevo. Hace cien años, lo vimos con un desencantado Valle-Inclán hablando sobre cómo en España “se premia el robar y el ser sinvergüenza”. Lo vimos hace un par de años también con un Joker al borde del colapso en un plató de televisión, gritando que ya no existe el civismo. Y lo vimos todos y cada de uno de nosotros la víspera del nueve de mayo.
Me gustaría ver a todos esos defensores de la libertad según Ayuso, organizarse tan maravillosamente para protestar contra las prácticas no pagadas, por el trabajo precario y la ausencia de él, o por aquellos jóvenes que se dejan las noches en grandes consultoras por mil euros. Me gustaría verles, pero no les voy a ver, porque en Madrid, parece que priman las cañas sobre el bien común. Y entonces, desde ese mismo balcón, pienso en Pablo Iglesias y le deseo que ojalá se vaya a un buen retiro espiritual y recupere las horas de sueño.
Sálvese quien pueda.
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