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“Las elecciones son cada vez más incapaces de traducir demandas en resultados”

El politólogo Pepe Fernández-Albertos.

Iñigo Sáenz de Ugarte

La crisis económica que se inició en 2008 y que estalló en 2010 extendió el concepto de precarios económicos en las sociedades occidentales y la idea de que tener un puesto de trabajo ya no era una garantía de prosperidad. Era cuestión de tiempo que se pasara a hablar de precarios políticos al comprobarse que amplias capas de la población ya no se sentían representadas por un sistema político en el que su voz no era escuchada. Desde el poder la primera respuesta consistió en agitar la amenaza del populismo.

José Fernández Albertos, investigador permanente en el Instituto de Políticas y Bienes Públicos del CSIC y colaborador del blog Piedras de Papel, ha dedicado el libro 'Antisistema. Desigualdad económica y precariado político' (publicado por La Catarata) a analizar por qué las propuestas rupturistas encuentran un terreno abonado en Europa y EEUU desde la izquierda y la derecha. Su análisis no es muy optimista. Las elecciones, piedra angular de la democracia liberal, no están sirviendo para su propósito de legitimar el sistema político. 

¿Por qué antisistema en vez de populismo en el título del libro? ¿Quizá porque la etiqueta de populismo ha quedado algo desgastada por el uso?

Tampoco es que esté cien por cien contento con la palabra antisistema por las connotaciones que tiene de violento, rupturista y extremo, pero recoge mejor lo que tienen estos movimientos en común, que es poner en el centro de su discurso una crítica al funcionamiento del sistema político. Culpar de los males de la sociedad no a determinadas políticas, sino al hecho de que la representación política está averiada y que la democracia no está funcionando bien para canalizar las necesidades de la gente. Y esto es algo que tienen en común los que se llaman populistas de derechas o de izquierdas.

Una dificultad añadida es que el populismo significa cosas diferentes en países diferentes y en épocas diferentes.

Hay gente que para eludir este problema lo que dice es que es una ideología fina, más una retórica que una ideología. Esto es un poco como la pornografía, que no sabemos definirla pero que cuando la vemos sabemos que lo es. Con los populistas vemos que hacen ciertas cosas, como celebrar las virtudes de la gente de la calle, pero eso son cosas que hacen todos los partidos. Ciudadanos saca un anuncio de gente en el bar reflejando las virtudes de la gente común frente a la falsedad de los políticos o Merkel celebra a la ama de casa bávara que mantiene el hogar en orden y no gasta más de lo que ingresa. Estas son cosas que si las dijeran Trump o Chávez las clasificaríamos como populistas.

La virtud más reseñada de la democracia liberal es que sirve para resolver los conflictos internos y es capaz de encajar sus contradicciones y resolverlas. ¿Por qué eso ya no es del todo cierto?

Uno de los problemas es que la democracia liberal no tiene un compromiso programático muy claro. Sus preferencias cambian. En un momento dado, podía ser asegurar una vida digna a la gente que volvía de la guerra. En otros momentos, incorporar a las mujeres al mundo laboral. En otro, resolver las desigualdades generacionales o reconocer derechos a las minorías. Las democracias han defendido programas políticos muy diferentes, y eso es en parte su virtud, que se van adaptando al tiempo.

Una de las tesis del libro es que los mecanismos tradicionales por los que los sistemas políticos abrían sus ojos a la ciudadanía y trasladaban esas demandas a nuevas políticas están ahora averiados. Los que exigen cambios se han quedado en los márgenes del sistema político, las elecciones son cada vez más incapaces de traducir demandas en resultados.

Ahora tenemos el problema de que las democracias responden de manera demasiado rígida, se produce el auge de la llamada tecnocracia, las políticas públicas están en manos de los expertos y las elecciones cambian muy poco la forma de hacer política. Si las democracias se vuelven tan rígidas, los problemas se quedan sin resolver, y eso explica un poco el auge de estos movimientos. Si ahora tenemos en Francia un Gobierno como el de Macron, cuya oposición está en los extremos del sistema, ¿qué tipo de competición política genera eso? ¿Cuánto de sostenible es a largo plazo? A mí esas cosas me preocupan.

Para muchos gobiernos, eso es bueno. Se colocan en una posición central e intentan que los extremos parezcan más extremistas de lo que son, se peleen entre sí y den una imagen por así decirlo negativa a la opinión pública.

A corto plazo, es razonable que lo vean así y es más sostenible de lo que nos pensamos. Es verdad que los extremos son muy antipáticos para muchas capas de la sociedad en las clases medias. Las sociedades ricas son muy adversas al riesgo y la incertidumbre. Pero el coste a medio y largo plazo es que dejamos sin válvulas de escape al sistema, sin formas de responder a los grupos que se ven incapaces de canalizar sus preferencias. A largo plazo genera un tipo de competición política que puede ser más insostenible de lo que nos pensamos.

En el libro cita el caso de la ciudad norteamericana de Flint (un plan para ahorrar dinero en el suministro de agua acabó por contaminar el agua de cientos de miles de hogares). Y una frase de un discurso de Obama que decía a sus habitantes: “Vosotros podéis cambiar las cosas y reconstruir la ciudad”. Suena muy bien, pero la realidad es que no es así ni en Flint ni en muchos otros sitios.el caso de la ciudad norteamericana de Flint

En el caso de Flint hubo un esfuerzo de movilización enorme, un reforzamiento del tejido social de la ciudad, con gente de fuera, con activistas y atención mediática, pero lo que demuestra es que, a pesar de este esfuerzo de revitalización, las fuerzas estructurales que hacen que estos esfuerzos sean limitados son muy fuertes, y en cierto sentido el mensaje es un poco pesimista. Hay una serie sobre Flint, Flint Town, que refleja los meses siguientes a la crisis, cómo la ciudad sufre para reconstruir sus servicios públicos, cómo los problemas estructurales persisten. Refleja la capacidad de maniobra de los que quieren hacer una nueva política, y también lo fuertes que son las fuerzas institucionales que lo impiden.

Cita una encuesta europea sobre el apoyo a la democracia que ofrece una conclusión desoladora. El 61% cree que el sistema permite poco o nada que su voz sea escuchada en el debate político. Son cifras similares a las de países latinoamericanos en el pasado y a las de estados oligárquicos.

La existencia de crisis económicas como la Gran Recesión, aunque sea por razones cíclicas que tienen poco o nada que ver con el funcionamiento de la democracia, hace que la gente sea más escéptica con respecto a todo, le hace pensar que tiene poca capacidad de influencia. Es algo bastante preocupante. Cada vez vemos en más estudios que la gente reconoce menos valor a la capacidad de las elecciones para decidir las prioridades, a la del sistema para canalizar demandas.

Aunque no hay una preferencia por modelos alternativos y todo el mundo sigue pensando que la democracia es el mejor sistema posible, que los gobiernos autoritarios tienen más costes que beneficios, sí hay una especie de desafección respecto a la calidad que suponíamos que tiene la democracia. Esto crea un caldo de cultivo peligroso para que haya gente que proponga ideas que en el nombre no son opuestas a la democracia pero que sí mermen más la capacidad de los individuos de expresar sus preferencias.

En el caso de EEUU, la razón principal de la victoria de Trump fue su capacidad de recoger todo el voto republicano. Pero es cierto que es en su victoria decisiva en tres estados del Medio Oeste donde encaja mejor el concepto de precarios políticos. ¿Hubo allí razones económicas que explicaran la desafección, más que otros factores como la xenofobia o las cuestiones identitarias?

Cada uno de estos fenómenos tienen muchos padres y madres, y sería muy atrevido que yo dijera que la única causa está en los fenómenos que yo identifico en el libro, como globalización o terciarización de las economías. Sí creo que en el contexto americano la razón de que gane Trump tiene que ver con una casualidad un poco excepcional a causa del sistema electoral, que ha polarizado mucho las preferencias entre republicanos y demócratas en los últimos 30 años, y que esto permite que un candidato relativamente extremo en el Partido Republicano acabe agrupando a votantes que antes eran moderados.

El éxito de Trump consiste en que atrae a todos los republicanos, incluso del sector medio o alto y consigue también atraer a un porcentaje marginal de votantes que no es despreciable. ¿Qué hace que esta clase obrera blanca de Pensilvania o Michigan vote a Trump en estados tradicionalmente demócratas? Es verdad que cuando les preguntas a esta gente, ves que muchas veces tienen preferencias racistas o xenófobas.

No en todos los casos. Hubo numerosos condados de estados del Medio Oeste donde en 2008 y 2012 votaron a Obama y en 2016 se volcaron con Trump. Los racistas no suelen votar a candidatos de raza negra en EEUU.

No en todos. Es un problema de las encuestas. Las encuestas capturan mal cuál es este votante marginal que antes votó a Obama y ahora votó a Trump. Pero es verdad que cuando miras al votante marginal que es el que le ha dado la victoria, que igual es el que antes no votaba y ahora decide votar a Trump, porque es un excéntrico que viene a acabar con el establishment, ese tipo de votantes siente una especie de agravio económico de base.

También es muy difícil de medir ese agravio, porque en unos casos es porque la región donde vives se ha quedado atrás con respecto al país, o porque la ocupación en la que tú estás no tiene futuro, o porque tu generación ha perdido centralidad en la vida política del país. Pero todos ellos comparten esta sensación de que el sistema económico les ha dejado atrás. Y añoran un mundo en el que antes ellos eran importantes, tenían instituciones que reconocían su trabajo y el valor de lo que aportaban a la sociedad. Ahora estas instituciones no existen.

Una de las cosas interesantes del libro es que estos trabajadores afectados por esas consecuencias negativas de la globalización cuando son miembros de sindicatos son menos proclives a votar por partidos antisistema que cuando no lo son. Esto tiene que ver con que una de las partes del atractivo de estas fuerzas rupturistas es que muchos votantes se han quedado huérfanos en el sistema político, no tienen a nadie que defienda sus intereses y optan por candidaturas que dan una patada en la puerta, y no a partidos tradicionales. Creo que esto es lo que ha pasado en Estados Unidos.

¿Son los precarios más que los parados los que pueden propiciar cambios en el sistema político?

Es verdad que hay muchísimos estudios que muestran que estar permanentemente apartado del sistema económico, ser un parado de larga duración, te hace perder influencia política y te conviertes en un abstencionista un poco crónico. Mientras que si sufres en el día a día las asimetrías de que en la empresa te traten de una forma diferente a otros, tu vida laboral está siempre pendiente de si alguien me renueva o no, se podría pensar que este castigo económico sería más movilizable que otros.

Podría ser, pero creo que la clave para que estos grupos en la periferia del sistema económico acaben determinando un cambio en los programas políticos pasa un poco por que encuentren un programa de políticas públicas que tenga en cuenta sus intereses. Y en España tenemos casos muy distintos, por ejemplo mineros en Asturias, jóvenes que han acabado sus grados en la periferia de Madrid, trabajadores temporales en Andalucía, y no es fácil poner de acuerdo qué clase de políticas públicas requieren.

El otro problema es la magnitud. En qué medida los que se quedan fuera de las oportunidades que ofrece la nueva economía son un grupo lo suficientemente pequeño como para que el sistema pueda prescindir de ellos y permanezcan siempre en los márgenes del sistema. Esto creo que es más sostenible de lo que nos pensamos. Hay sociedades que pueden vivir perfectamente con un 20% o 30% de la gente que está sufriendo estos cambios de forma permanente. Si por otra parte esta sensación de precariedad se va extendiendo a las clases medias, esto sí podría terminar en cambios.

Lo que no dicen los políticos es que un sistema como la democracia liberal puede sobrevivir con altos índices de abstención.

Perfectamente, aunque es una supervivencia poco sana porque fuerza a los políticos a tomar decisiones más violentas, y lo estamos viendo en EEUU. Hay una batalla cada vez más grande incluso por definir cuál es el cuerpo electoral con estados que intentan quitar el voto a gente porque en dos elecciones no participó y ya no le mandan la credencial para votar. Hay más de un millón de personas en EEUU que no puede votar por su pasado en las prisiones. Es sostenible, porque el sistema político no se derrumba, pero es una democracia de cada vez peor calidad.

¿Hay un componente generacional, de clase o género en los precarios políticos?

Hay un fuerte componente nacional en eso, depende de cada país. Sabemos que en el sur de Europa los jóvenes tienden a optar por posiciones más rupturistas, en Francia los jóvenes votan más al Frente Nacional, en Reino Unido y EEUU votan más a partidos de izquierda y son los apoyos de Sanders o Corbyn. Los votantes de más edad son los apoyos de Trump o de los populistas de derechas del norte de Europa.

Mi sensación es que es evidente que la forma en que tratamos en el mercado laboral, en el Estado del bienestar a jóvenes y viejos es muy diferente en el norte de Europa y en el sur, y eso hace que en el sur los precarios políticos tiendan a ser más jóvenes.

Sabemos que el aumento de la desigualdad en España se ha producido porque los pobres son más pobres aunque los políticos se fijan más en sus declaraciones en la clase media. ¿Se está consolidando una política del egoísmo?

Sabemos que cuando las clases medias apoyan políticas más inclusivas y transversales es cuando perciben que sus expectativas son parecidas a las de clases más bajas. Ese es uno de los riesgos que tenemos. Si construimos una realidad en la que las clases medias tienen unas vidas totalmente alejadas de las de las clases bajas, será muy difícil vender políticas en el mercado electoral que hagan atractivas para las clases medias las cosas que necesitan las clases bajas.

Necesitas a las clases medias para ganar las elecciones, son las que condicionan la agenda mediática, a ellas se dirigen los programas electorales, y en la medida en que estas clases medias no incorporen en sus preferencias cómo están viviendo las clases bajas, se volverán más egoístas y pensarán en las cosas que más les preocupan, en que sus hijos no tienen el trabajo que esperaban tras hacer dos másters, en que sus pensiones no van a ser tan generosas como creían. Pero se preocuparán menos de los entornos menos favorecidos y con problemas más serios.

Por todo eso las conclusiones del libro son algo pesimistas al creer que es difícil que los grupos perdedores en el sistema político vayan a recibir el apoyo que necesitan de otros.

Soy pesimista en el fondo, porque creo que los obstáculos que impiden que estos precarios políticos y económicos sean más influyentes son mucho más estructurales de lo que pensamos. Esto hace que las soluciones, aunque reemplacemos a Rajoy, Trump o Merkel, no vayan a ser evidentes el día después. Pero por otra parte sabemos que en la historia del siglo XX surgieron movimientos capaces de poner en común a grupos con intereses enfrentados, y hubo actores políticos capaces de articular mayorías que antes eran más difíciles. En ese sentido, no soy fatalista.

La gente no debería pensar que cuanto peor, mejor. Por eso, cita en el libro una frase de Enrico Berlinger, secretario general del Partido Comunista de Italia entre 1972 y 1984, que dijo que los mejores momentos para la clase trabajadora habían venido en épocas de expansión económica.

Ha habido una lectura entre los grupos más descontentos con la democracia liberal que dice que la visibilización de las contradicciones de nuestro modelo creará oportunidades para crear nuevas mayorías, y eso es una lectura equivocada. El New Deal, por ejemplo. Con la mayor crisis económica del capitalismo se produjo el mayor esfuerzo para crear políticas sociales ambiciosas. Pero si uno mira la historia del siglo XX, eso es más la excepción que la regla. Las crisis económicas provocan más dificultades para la creación de movimientos políticos que quieran emancipar a los que lo tienen mal. Y esta crisis de ahora no es diferente.

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