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CRÓNICA

Cuatro segundos para condenar a un fiscal general

Andrés Martínez Arrieta y Manuel Marchena, durante el juicio al fiscal general.
9 de diciembre de 2025 21:49 h

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La sentencia que condena a Álvaro García Ortiz demuestra que nunca hay que subestimar la capacidad creativa de un tribunal al condenar a un acusado. Donde muchos no veían pruebas concretas e indubitadas sobre la culpabilidad del entonces fiscal general, la mayoría conservadora de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo aprecia “un cuadro probatorio sólido, coherente y concluyente”. Donde el fiscal general del Estado vio una necesidad imperiosa de desmentir el bulo puesto en circulación por Miguel Ángel Rodríguez, el Supremo solo cree que se trataba de “polémicas mediáticas”.

Donde no había pruebas de comunicaciones directas entre García Ortiz y ningún periodista, los magistrados ven decisiva una llamada de cuatro segundos que ninguno de los dos supuestos interlocutores reconoció que existiera. Mientras se dudaba de que se pudiera condenar por revelación de secretos por informar de algo publicado por varios medios, el tribunal se quita el tema de encima decidiendo que el correo enviado por el abogado de Alberto González Amador al fiscal “no puede calificarse de secreto”.

Con la misma creatividad con la que la misma Sala del Supremo impidió que se aplicara la ley de amnistía a Carles Puigdemont, un momento en que Manuel Marchena cambió por completo su valoración jurídica del procés, ahora ha condenado a García Ortiz, según el texto de la sentencia difundido el martes, 19 días después de que anunciara la condena. En este caso debía valerse no de interpretaciones sobre hechos conocidos por todos, sino sobre los hechos que considera probados gracias a la celebración del juicio.

Para Andrés Martínez Arrieta, ponente de la sentencia, Manuel Marchena y los otros magistrados conservadores, no hay dudas de que “fue el acusado, o una persona de su entorno inmediato y con su conocimiento, quien entregó el correo para su publicación en la Cadena SER”. Se basan en “la convergencia de los indicios acreditados”. A saber, el acceso a la documentación, la secuencia de comunicaciones, la urgencia mostrada por García Ortiz en obtener los correos, la llamada del periodista, el posterior borrado de los registros y los recelos expresados por la fiscal superior de Madrid, Almudena Lastra. Además del abogado de Amador, solo el fiscal general y su equipo, el primer fiscal del caso y la fiscal provincial de Madrid tenía acceso a toda la documentación, afirma la sentencia. Sólo en el equipo del fiscal general, hay 16 fiscales y 11 funcionarios.

“Felicidades, les has destrozado”, fue el mensaje que el jefe de gabinete de Isabel Díaz Ayuso envió al novio de la presidenta al conocerse la condena en noviembre. Fue un gesto de generosidad. El mérito era más suyo que del procesado por dos delitos fiscales y uno de falsificación de documentos. Él puso en marcha la operación política y mediática con la que difundir la mentira de que “órdenes de arriba” habían impedido un pacto de conformidad entre acusación y defensa por el caso de Amador. Eso es lo que desencadenó todos los acontecimientos.

El último eslabón

El Tribunal Supremo ha sido el último eslabón de la maquinaria puesta en marcha por Rodríguez para salvar la reputación de su jefa y del novio de esta. Ha cumplido exactamente con lo que el asesor de Ayuso esperaba de él.

La sentencia de la mayoría solo cuenta con tres referencias a Rodríguez. La única relevante –no basada en el testimonio de otros– es la primera donde se dice que esa versión falsa de los hechos no tenía más “fundamento que una especulación gratuita” del asesor de Ayuso. Una simple especulación. Nada que tenga la menor gravedad.

Hay un intento deliberado en la sentencia de dar a Rodríguez un papel secundario, y por tanto poco relevante, en toda esta historia.

La instrucción del caso ya había descartado que la publicación de un comunicado por la Fiscalía General del Estado fuera constitutiva de delito. Básicamente, porque ofrecía información conocida al haber sido publicada por varios medios con anterioridad. En un salto argumental que solo el Tribunal Supremo es capaz de dar, la sentencia pone al mismo nivel la filtración de los correos y la nota de prensa, elaborada personalmente por García Ortiz y su jefa de prensa. La filtración y el comunicado “constituyen, en realidad, una unidad de acción”, dicen los jueces. “La nota consolida la filtración iniciada por el correo, en realidad la 'oficializa'”.

Es una forma de jugar con las palabras que revela una interpretación muy personal que hace el tribunal sobre las notas de prensa de un organismo público. Los altos cargos de la política y la justicia que realizan filtraciones no necesitan publicar comunicados. Ese concepto de “oficializar” una filtración con una nota de prensa sólo existe en la mente de los jueces que firman la sentencia.

El ardid es ingenioso, porque el fiscal general no podía negar que él estaba en el origen de la decisión de publicar el comunicado y en su redacción.

Sobre esa nota de prensa, esto es lo que tienen que decir las magistradas Ana Ferrer y Susana Polo, que firman el voto particular que disiente de la condena dictada: “La nota informativa no contiene una versión que contradiga o cambie algún extremo de lo anteriormente publicado, no contiene primicia alguna, el contenido, e incluso la imagen o copia del mensaje electrónico del 2 de febrero de 2024, habían sido ya publicadas en los medios. Una vez que la divulgación es completa y general, ese contenido ya no es susceptible de ser revelado. Con la publicación de la nota informativa, nada se revela que no estuviera ya divulgado y fuera ya, públicamente conocido en su totalidad”.

Los jueces van más lejos y entran en un terreno muy imaginativo al referirse a la filtración de la nota de prensa, cuyo contenido apareció publicado en El País antes de su difusión. Se afirma que el periódico “la habría obtenido proporcionada con autorización del Fiscal General del Estado”. En ningún momento del juicio, apareció ese dato como un hecho confirmado. No hay ninguna prueba que respalde esa afirmación. No se preguntó sobre esto a los periodistas de El País que testificaron. Pero, para el Tribunal Supremo, simplemente ocurrió así.

El tribunal da pábulo a una de las intervenciones más cuestionadas del teniente coronel Antonio Balas en el juicio, aunque el texto no menciona al jefe de la UCO. Se refiere a la llamada que hizo Miguel Ángel Campos, de la Cadena SER, a García Ortiz. El periodista testificó en la vista que solo duró cuatro segundos, porque el fiscal general no respondió y saltó el buzón de voz (el acusado afirmó después que en ese momento estaba hablando con la jefa de la fiscalía provincial de Madrid. Los magistrados argumentan que en las demás llamadas en las que García Ortiz no contestó la compañía telefónica afirmó que duraron cero segundos –el mismo argumento que empleó Balas en la vista–, “lo cual llama sumamente la atención y es sugerente de una comunicación personal indiciaria de contactos ulteriores por otras vías telemáticas”.

El Supremo deduce –de ahí lo de “sugerente”– que esa llamada existió y que fue el prólogo de otras comunicaciones entre ambos hechas por otros medios. Nadie puede probar que esa comunicación tan corta existió y, si fue así, de lo que se habló en ella. Pero a los magistrados conservadores les sirve para especular sobre posibles contactos posteriores, de los que tampoco hay pruebas de su existencia. Es una especulación que se convierte en una prueba de cargo.

Si eso fuera cierto, Campos habría mentido durante su declaración en el juicio. El tribunal es consciente de que no tiene pruebas para que se investigue al periodista por falso testimonio y no quiere enfrentarse a los medios de comunicación. De hecho, muestra su comprensión con el hecho de que los periodistas se acogieran al derecho al secreto profesional para no revelar sus fuentes. Está claro que desdeña su testimonio, porque no le sirve para condenar al fiscal general, pero también deja una frase para que nadie se sienta herido: “No está en juego la credibilidad de los testigos”. Es una afirmación extraña, porque un tribunal está obligado a valorar la credibilidad de los testigos presentados por las acusaciones y las defensas.

Arrieta, o Marchena, no resiste la tentación de incluir un par de ejemplos comparativos un tanto chuscos, pero indudablemente originales. El que compara el caso con el de un cirujano es curioso: “El cirujano plástico que ha operado a una celebridad y cuyo cambio físico ha generado el debate público acerca de si su nuevo aspecto es o no fruto de una intervención quirúrgica, o cualquier acto médico, nunca podría terciar en la polémica confirmando o desmintiendo la realidad de esa operación”.

Lo que ocurrió fue que Miguel Ángel Rodríguez dio el nombre del cirujano –los fiscales implicados en el caso– que había hecho tal destrozo en la cara (y la reputación) de González Amador y que lo había hecho por órdenes de una persona que no era el paciente. Según la lógica del Tribunal Supremo, el médico no tendría derecho a defender en público su propia reputación. Lo contrario sería meterse en “polémicas mediáticas”. Con argumentos de este tipo y la insólita relevancia que el tribunal concede a efectos penales a la nota de prensa de la Fiscalía, está claro que García Ortiz no tenía ninguna posibilidad en el juicio.

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