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Material incandescente

El líder del PP Pablo Casado, el pasado miércoles, en la concentración de opositores venezolanos a Maduro, en la Puerta del Sol.

José Luis Sastre

En cuanto Juan Guaidó se proclamó a sí mismo presidente, la situación de Venezuela volvió a prender en la conversación política española, de donde nunca llegó a esfumarse. Prendió sometida a sus condiciones, que son la visceralidad y las prisas. Esa misma noche, Pablo Casado corrió a la Puerta del Sol de Madrid para clamar por la libertad y, de paso, pedir el voto para su partido en las elecciones municipales: “Nuestro candidato será el alcalde que acabe con Podemos y con los amigos de Maduro”, dijo al final de su arenga, entre banderas venezolanas.

No hay asunto que la política española, acostumbrada a la tensión de una campaña electoral constante, no baje al barro del reproche y la confrontación partidista, desde la crisis en Venezuela hasta la violencia machista, como ha ocurrido en las últimas semanas. Visceralidad, precipitación y personalismos en la era del click y los bots. Material incandescente. Al país de los consensos, según describían las crónicas que acaban de glosar el cuadragésimo aniversario de la Constitución, se le agotan los espacios de encuentro fuera y dentro de los partidos, que es donde se conspira mejor. El debate público se crispa y por el fondo asoma la extrema derecha. El temor a que Vox se implante en las próximas autonómicas es real.

En verdad, en España siempre se pactó mejor en contra que a favor de algo, como en cualquier otra parte. Que se lo digan a Pedro Sánchez, secretario general primero por los esfuerzos para frenar a Eduardo Madina y presidente del Gobierno después por un acuerdo contra Mariano Rajoy. Que se lo digan a Pablo Casado, fruto de la alianza contra Soraya Sáenz de Santamaría. En esos casos los pactos se hacen solos, sin querer. Pero, por lo general, los pactos resultan artefactos inestables y extraños: España aún no ha visto un Gobierno de coalición aunque su presidente contara con el escaso sostén de 84 diputados.

La semana da cuenta de la arriesgada vida del pacto político, que suele ser una conjunción de intereses políticos o personales. Se rompió Podemos y se fue Íñigo Errejón, que había llegado a un entendimiento con Pablo Iglesias tras su derrota en Vistalegre. Y tras él, que era rival de Iglesias, se ha marchado Ramón Espinar de Madrid, uno de sus principales aliados que deja la política y da idea de la fractura del partido que ya no entiende de fidelidades. 

Al tiempo, Podemos ha advertido al PSOE sobre su acuerdo presupuestario: rechazó el decreto del alquiler porque no regulaba los precios. Por mucho que el Gobierno minimice el impacto del golpe, era un golpe al cabo. Las cosas tan frágiles se quiebran con facilidad. A la Moncloa le sigue faltando para las cuentas el concurso de los independentistas, cuyas aguas tampoco bajan en calma. Esquerra no da crédito por el recurso de Carles Puigdemont contra la mesa del Parlament y su presidente ante el mismo Tribunal Constitucional. El paso de los meses confirma que lo que más le importa a Puigdemont es el propio Puigdemont.

Política en pedazos, desperdigados todos por una mezcla de personalismos e intereses de parte. No es la condición política; es la condición humana.

Con Venezuela, la Unión Europea intenta un acuerdo que no debe ser de dos, sino de 28, y Pedro Sánchez anda otra vez sobre el alambre entre los socios de Podemos que hablan de un golpe de estado y la presión de PP y Ciudadanos –partidos europeístas– para que España se salte el consenso continental y adquiera una voz propia sobre Venezuela, al margen de Bruselas. El PP y Ciudadanos, que están de acuerdo en eso, ni siquiera coordinan sus estrategias y compiten en el Congreso por llegar antes con su iniciativa. ¿Importa Venezuela o importa la foto?

Se agotan los puntos de encuentro. En Aquisgrán, Angela Merkel y Emanuel Macron fueron a reivindicar su alianza a la sombra de Adenauer y De Gaulle. La foto resultó simbólica porque, en derredor, todo estaba por romperse. Los pactos se han vuelto artefactos extraños y, sin embargo, la experiencia demuestra que no hay alternativa. Aunque sean difíciles. Implican renuncias. Y mirar más allá de uno mismo.

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