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Ara Malikian: “Quiero que desaparezcan las fronteras: el mundo es para todos o para nadie”

María Granizo

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Hoy no es un día cualquiera para Ara Malikian. Ningún día lo es.

Dormir en una cama como lo hizo anoche y lo hará hoy después de un concierto, le recuerda que su sueño es el de quien siempre supo estar despierto para vivirlo incluso cuando no tuvo donde hacerlo o el suelo de un refugio antiaéreo era lo más parecido a un colchón. Su vida es una partitura única en la que ni las notas, ni las claves, ni los signos musicales tienen nada que ver con ninguna otra partichela. Ni siquiera con ninguna otra historia.

Tocar hasta el llanto doce horas diarias, durante más de treinta años, hizo que su música le sonara a Rostropóvich como la del “mejor violinista del mundo”. Quienes tienen la suerte de acercarse a él pueden escuchar en cualquiera de los siete idiomas que habla, una crónica vital que suena a la de un cuento de resiliencia, de arte y de belleza en el que sigue habitando su sueño. Su lección de vida es tan grande como la de la música clásica que trata de “devolver al pueblo” y que baila igual al son de sus composiciones como al ritmo de artistas de la talla de Bach, Paganini, Mozart, Beethoven, Stravinski, Radiohead, Bowie, Led Zeppelin o Jimmy Hendrix. Con ellas su existencia da sentido a la esperanza: “De las peores circunstancias se puede sacar oro. Los sueños se cumplen, pero no lo hacen solos, te los tienes que currar, sacrificarte para conseguirlos”.

Su recorrido de superación personal conduce a un final feliz que ensancha el alma. A la consolidación de un artista que desafía las convenciones y rechaza las etiquetas, que disfruta del chocolate y se derrite por su hijo, aunque este a los seis años no quiera ver un violín ni en pintura. También a un nómada que siempre tiene presente de dónde viene y que pone magia al desaliento de los campos de refugiados como a los escenarios de los teatros más consagrados. A un virtuoso que derrocha tanta música como inteligencia emocional. A un hombre comprometido que alza la voz para despertar nuestra conciencia: “Aquí la gente no muere bajo las bombas. Tenemos democracia, sanidad, educación. Nadie nos persigue. Antes de quejarnos, deberíamos pensar cómo están los sirios, los libios, o tantos otros”.  A un artista generoso que combate estos tiempos grises en los que hay más estruendo que música citando a Unamuno: “El fascismo se cura leyendo y el racismo viajando”.  

 Un violín como pasaporte a la vida

Como un hombre a un violín pegado que agitando sus cuerdas hace vibrar todo tipo de emociones, Ara Malikian interpreta su elegía 1915: la composición con la que homenajea a las víctimas del genocidio armenio en la Turquía de ese año. Él nació en el Líbano cincuenta y tres años después, pero sabe bien cuánta sangre de sus antepasados se derramó en aquella fecha. Desde niño, su madre se encargó de que no lo olvidara poniéndole en las manos la novela que ahora relee como su libro de cabecera: Zartonk del escritor Ardashes Hovsepian conocido por su seudónimo de Malkhas. Es la historia de los movimientos revolucionarios de sus ancestros, pero también la que determinó la suya propia.

Su familia es solo una de las que ponen nombre y número al millón y medio de personas que murieron en el desierto de Anatolia víctimas de una persecución que “fue el intento de exterminio de una raza”. Un violín y la generosidad extrema de su dueño salvaron al abuelo de Malikian de una muerte segura: “Él tenía entonces quince años y el destino le vino a buscar. Si el violín pudiera hablar, hablaría de un gran acto de generosidad. Gracias a ese acto, yo estoy aquí”. Un viejo armenio dio el instrumento que tocaba a aquel chaval para que se hiciera pasar por miembro de una banda musical y consiguiera pasar la frontera a Grecia y de allí al Líbano: “Fingiendo que era violinista salvó su vida”. Agradecido a aquel trozo de madera de cuyas crines nunca supo sacar una melodía, se empeñó en que su hijo Jirair lo aprendiese a tocar. Él se enamoró tanto de aquel violín y de lo que significaba que, a su vez, trató de trasladar su pasión a su hijo Ara: con dos años, aquellas maderas armoniosamente pegadas se convirtieron en su primer juguete; con ocho ya era su ineludible obligación; con doce, el aplauso de su primer concierto; y con apenas quince años su salvoconducto para huir de la guerra, salir del Líbano y comenzar a vagar solo por el mundo hasta ser reconocido como el que siempre fue: la genial combinación de un virtuoso de la música y un sabio de la vida.

“La música traía luz a la guerra”

Era todavía un crío de ocho años, pero el único hijo varón de los Malikian ya sabía en 1976, cuando estalló la eterna guerra civil del Líbano, que la riqueza de la imaginación puede sobrepasar la pobreza de la realidad. Por eso, cuando los bombardeos amenazaban la casa y la vida, él, sus dos hermanas, sus padres y sus vecinos se refugiaban en el garaje de aquel edificio de uno de los barrios de Beirut: “La cultura fue la única manera de sobrevivir a esos momentos”.

 Después de cuatro años de explosiones, de francotiradores, de los abusos de las milicias, “de no saber quién luchaba contra quién”, la guerra era algo cotidiano para un niño que soñaba con ser músico callejero cuando fuera mayor: “Siempre que les veía me quedaba fascinado por su libertad de tocar cómo, cuándo y lo que querían sin que nadie les impusiera nada”. Aunque su padre había decidido antes que él que “se dedicaría al oficio más bonito del mundo” y para eso le obligaba a tocar las cuerdas horas y horas hasta no poder más, en aquel sótano antiaéreo descubrió la belleza de acariciar un instrumento sin imposiciones y suavizar el estruendo de las bombas: “Yo tocaba cuando las cosas se ponían mal y la música traía la luz”.

Cruzando la Línea verde, aquella frontera que con tanto absurdo como drama dividió el Líbano en dos mitades imposibles de traspasar, llegó a la casa de los Malikian la carta de una de las más prestigiosas escuelas de música de Hannover. Ara les había enviado una cinta con interpretaciones de composiciones de uno de sus discos favoritos: Las Sonatas y partitas para violín solo de Bach. También la banda sonora de su vida: “La consagración de la primavera de Stravinski, probablemente una de las obras más impactantes del repertorio de la historia de la música”. En aquellos tiempos de destrucción donde “la única cosa de valor que tenía la gente era la esperanza”, la beca del gobierno alemán suponía ir a Europa, “el sueño de todos”, y salir de una guerra que se prolongó dos décadas. Con apenas quince años y sin más compañía que la de su viejo violín, Ara dejó atrás todo lo que era el mundo para él. Ni la distancia ni el tiempo borrarían de su recuerdo el aroma de su infancia: “El del agua de rosas que desprendían casi todos los postres de mi país”.

Arte y racismo nunca fueron de la mano

Dando más de ciento cincuenta conciertos al año, todavía hoy se siente “culpable” cuando no ensaya “más de tres horas al día”. No ha olvidado lo que le dijo su padre antes de dejar su casa: “Tú eres un extranjero que va a Europa y no solo tienes que ser mejor que ellos para que te hagan caso. Tienes que ser diez veces mejor para que puedas vivir ahí sino vas a sufrir el prejuicio”. Sin hablar alemán “ni haber visto nada del mundo y con tanta incertidumbre como soledad”, el niño Malikian, el alumno más joven admitido en aquel centro superior de estudios musicales deseó que le deportarán según puso pie en Alemania. La inexistencia de vuelos directos al Líbano lo impidió. Fingir que estaba enfermo y dejar que le extirparan las amígdalas le permitió dejar de ser ilegal. No tener qué hacer ni dónde ir, su fe y su ambición, lograron que Ara cumpliera su promesa: “Si hubiera sido como ellos, no estaría donde estoy ahora”. Ensayando doce horas diarias, deseó que desaparecieran las fronteras: “Me molestan mucho, siempre me han molestado y, en el fondo, las encuentro sin sentido. El mundo es para todos o para nadie. Así es que deberíamos vivir donde queremos y cuando queremos y como queramos”.

Durante seis años sin dejar de tocar ni un solo día, Ara vio extenderse los callos en sus manos mientras no tenía más contacto con su familia que las cartas que tardaban dos meses en llegar: “Lo más duro no era la soledad sino las caras de prejuicio. Lo que deseaba era pasar desapercibido. No quería parecer armenio-libanés”. Las miradas racistas le llevaron a cortarse el pelo, a depilarse las cejas y a no conseguir tener más amigos que otros extranjeros afectados también por el sinsentido orgullo de raza. Con muchas dificultades para sobrevivir tocó en la calle y una casual coincidencia le condujo “a amenizar bodas judías durante cuatro años” aliviando el hambre. Defendiendo su mejor versión comenzaron a llegar los triunfos de los concursos en los que participaba y con ellos la admiración por su arte. El éxito también le restó miradas despectivas a su piel.

Un virtuoso tan libre como su música

El incendio de su apartamento en Hannover dejó al joven Malikian sin nada que perder excepto el viejo violín familiar que siempre le acompañó. Después de siete años viviendo entre la ciudad germana y la capital londinense se quedó con lo puesto: “Aquel fuego era una señal de que había que cambiar”. Aferrado al asa de la funda de su inseparable compañero de madera llegó a Madrid y asomándose al mundo del flamenco recibió tantos aplausos que, en 1995, rodeado de excelencias musicales ganó el Concurso Internacional de Violín Pablo Sarasate. Con aquel prestigioso premio, el camino se despejó: “La vida puede ser transformada con tu fe”.

Ni con el rigor que imponen el traje negro y la pajarita, ni con el corte de su rebelde melena que se había dejado desde crío para ocultar sus orejas de soplillo, Ara cuajó en la Orquesta Sinfónica de Madrid. Superar dos audiciones le había ganado ser el concertino, alcanzar el sueño de su padre, pero después de siete años con un porvenir resuelto supo que aquel no era su destino: “Necesitaba crear, hacer cosas diferentes y por eso tomé la decisión muy difícil de dejar la orquesta porque era dejar la tranquilidad para tener una vida más inestable. Pero salir del foso creo que fue una de las decisiones más acertadas de mi vida”.

Sacudiendo “la arrogancia de la que se ha rodeado la música clásica”, interpretando a Paganini y agitando cuerdas al ritmo de la Macarena en un mismo recital, ni un suculento contrato de Warner, ni el sold out de los teatros más prestigiosos de cuarenta países han alejado al violinista de sí mismo: “Es necesario saber de dónde vienes para agradecer el presente”. Esa inquebrantable conexión con sus orígenes hace que Malikian solo sepa lo que significa la intrascendencia cuando se deja llevar por los insustanciales personajes de una de sus cintas favoritas: La Gran Belleza de Sorrentino.

Afinando en clave de la, el talismán que salvó a su abuelo del genocidio cautivó a su padre, y a él le rescató de la guerra, del no hay mañana y del racismo, toma un té verde antes de reclamar un lugar en el sol del escenario. Músico, compositor y arreglista, Ara Malikian, el niño que con diez años ya tenía callos en las manos de tanto suavizar el sonido de las bombas, despide su PlayList. Hoy el público de Plasencia le espera. Generoso en serenidad y sonrisas nos muestra un repertorio en el que recordando su infancia con Pisando flores conectará con el Vals que compuso para su mayor triunfo: su hijo Kairo. Revivirá a Bach, bailará el Zapateado de Sarasate y al borde del invierno trasladará al auditorio al ensueño de El Verano de Vivaldi. 

Sin frac ni artificios, solo con el traje de la genialidad, esta noche haciéndonos mejores con su arte y sensibilidad volverá a recordar que ganó la vida y el mundo conectando su alma con la de la barra armónica, con un arco, cuatro cuerdas, y un clavijero.

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