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Sobre este blog

No nos gusta la palabra “discapacitado”. Preferimos retrón, que recuerda a retarded en inglés, o a “retroceder”. La elegimos para hacer énfasis en que nos importa más que nos den lo que nos deben que el nombre con el que nos llamen.

Las noticias sobre retrones no deberían hablar de enfermitos y de rampas, sino de la miseria y la reclusión. Nuria del Saz y Mariano Cuesta, dos retrones con suerte, intentaremos decir las cosas como son, con humor y vigilando los tabúes. Si quieres escribirnos: retronesyhombres@gmail.com

Todas mis primeras veces

Patricia Carrascal

Todos recordamos nuestra primera vez. Alguna primera vez, de lo que sea, que se nos queda grabada en la memoria para siempre. Ya sea porque nos causa una profunda impresión, o porque nos pilla desprevenidos, o porque en esa primera experiencia aprendemos algo que nos marcará para el resto de nuestra vida. Pero todos tenemos una, o múltiples primeras veces, que forjan poco a poco nuestra forma de ser y de percibir el mundo que nos rodea.

La primera vez que entré en un quirófano, a los seis años, nadie me avisó de que al despertar de la anestesia sentiría una sed terrible. Odié a la enfermera con todas mis fuerzas –las de una niña de seis años- porque se negaba a darme agua y yo me moría de sed. Mi madre me explicó que me habían hecho una biopsia en la córnea, para que los médicos pudieran averiguar qué me pasaba, y que debía descansar y hacer todo lo que las enfermeras me dijeran. Pero yo solo recuerdo aquella terrible sed. Y que pensaba en que cuando volviera al colegio, presumiría ante mis compañeros como una guerrera que regresa tras la batalla: a mí me habían hecho una biopsia, y a ellos no.

A lo largo de los siguientes diez años tuve ocasión de volver a pasar por el quirófano al ritmo de casi una vez por año. Casi llegué a acostumbrarme al olor a antiséptico del hospital, a las sábanas rígidas y los pijamas azules atados a la espalda. A las duchas frías a una hora demasiado temprana, a la sala de juegos de la planta infantil, y las visitas incesantes de familiares y amigos. El despertar de la anestesia era distinto en cada operación. Algunas veces deliraba y decía cosas sinsentido; otras, despertaba de mal humor profiriendo juramentos contra todo aquel que se acercase a preguntar qué tal me encontraba. Algunas veces me dolía la garganta, por el roce del tubo de la anestesia. Pero nunca volví a despertar con tanta sed y tan asustada como aquella primera vez a los seis años.

Recuerdo también la primera vez que alguien se intentó burlar de mí por llevar gafas de sol. Tenía nueve años y estaba en el patio del colegio. Un niño se puso delante de mí y empezó a hacer muecas mientras me enseñaba dos dedos, colocándomelos justo delante de la cara. Él no sabía que yo aún conservaba gran parte de mi visión, pero le parecía gracioso burlarse de la niña con gafas del patio del colegio. ¿Y qué hice? Nada. Desvié la mirada y no le dije nada. ¿Cobarde? Puede... Pero no me apetecía explicarle que estaba viendo perfectamente lo que hacía. Ya me sentía bastante mal por ser la única niña que a los nueve años tenía que llevar gafas de sol porque no podía prácticamente salir a la calle sin que le dolieran los ojos al exponerse a la luz del sol.

Durante años fui una especie de niña vampiro. Como Kristen Dunst en la película de Entrevista con el vampiro. O más bien, como los niños de Nicole Kidman en Los otros. Me sentí totalmente identificada con ellos, cuando su madre tiene que taparles con una cortina –o lo primero que pilla- para que no se expongan a la luz del sol,porque les causa terribles dolores. En mi casa vivimos así durante un tiempo.Teníamos que cenar a oscuras, con tan solo la luz del pasillo encendida, porque mis córneas eran demasiado sensibles a la luz directa. Fotofobia, lo llaman. Por eso no podía salir de casa sin mis eternas gafas de sol.

La primera vez que pude quitármelas, a los doce años, fue tras una operación de trasplante de conjuntiva. Estuve dos meses con los ojos cerrados –pegados por unas lentillas de colágeno, para que cicatrizaran-. Cuando por fin las lentillas se deshicieron por sí solas y pude abrir los ojos, empecé a notar que la luz ya no me dañaba tanto como antes. En lugar de sentirme como si mirase al sol directamente cada vez que veía una luz, ahora el dolor era más soportable, como mirar a una pequeña llama. Recuerdo el día que al fin les entregué las gafas de sol a mis padres y les dije que no quería ponérmelas nunca más. Lo recuerdo porque era mi cumpleaños, el día que cumplía doce.

La primera vez que te desmayas y pierdes la visión por completo tampoco se olvida. Te levantas de la cama como cualquier otro día para ir al instituto, y entonces, sin darte cuenta, te fallan las fuerzas en las piernas. Te sujetas a lo primero que pillas, y antes de caer, te das cuenta de que se te nubla la visión. Luego recuerdo a mi madre sujetándome –con nervios de acero- y llevándome al baño para lavarme la cara. Poco a poco fui recuperando la visión y las fuerzas, pero el susto había sido tremendo. Llamamos corriendo al oftalmólogo, y otra vez, de vuelta al hospital.

La primera vez que sostienes un bastón blanco entre tus manos piensas: “¿Y con esto se supone que me voy a mover yo sola?” Debes aprender a moverlo de tal forma que puedas detectar cualquier obstáculo antes de chocarte con él –evidentemente-, aprendiendo a identificar los cambios de relieve en el suelo. Las primeras veces, tras las primeras rutas, recuerdo el terrible dolor en la muñeca y el antebrazo. ¡Aquello dolía como un demonio! Luego, con el tiempo, supongo que simplemente haces músculo... Y aprendes a moverte por la calle, a identificar el relieve urbano. Y cuando te quieres dar cuenta, te estás moviendo sola para ir a la facultad, cogiendo el autobús, yendo a la escuela de idiomas... Tú sola.

Algo que nunca se olvida es la primera vez que te llaman ciega por la calle. Un niño, o una niña, plenos de su inocencia característica, que le avisa a su papá: “¡Mira, una señora ciega!” Y no sabes qué te duele más, si el que te llamen ciega, o que te llamen señora. Bueno, sí. A los dieciocho años, seguramente lo que me dolió –por no decir algo más gordo- fue que me llamasen “señora”. Porque ciega era, y ya una ciega hecha y derecha.

Una ciega a la que paraban por la calle en ocasiones para preguntarle qué número había salido en el sorteo del cupón el día anterior. O a la que pedían directamente dos iguales para el viernes. Y me tocaba explicarles que no, que aunque me vieran con el bastón blanco, yo no era ciega que vendiera cupones. Y a pesar de no verles la cara, sentía su confusión patente en el aire... ¿Cómo podía ser? ¿Una ciega sin cupones? ¡Inconcebible!

Como inconcebible fue la primera vez que me topé con la cerrazón de mente en persona.

Caminando hacia la facultad, junto con otro compañero ciego –de los de sin cupones- nos encontramos con un chaval que salía de la residencia de estudiantes cercana.Con la mejor de las intenciones, al ver a la pareja de dos cieguitos buscando la entrada del edificio, el paisano se acercó a nosotros y tuvo lugar la siguiente conversación:

Paisano: ¿Necesitáis ayuda?

Cieguitos: No, gracias, venimos aquí, a la facultad...

Paisano: ¡Anda! ¿Estáis estudiando?

Cieguitos: Sí...

Paisano: ¿Y qué estudiáis?

Cieguitos: Estamos estudiando Periodismo.

Paisano: *Cara de confusión* Pero... Pero... Para ser periodista, ¿no hace falta ver?

Fin de la conversación.

¿Para ser periodista... no hace falta ver?

Fue la primera vez que vi lo desinformada y desactualizada que estaba la sociedad con respecto a los discapacitados en general, y a los ciegos en particular. Pero como tendremos mucho tiempo de hablar largo y tendido acerca de este asunto, no quiero extenderme más en este punto. Dejadme que os siga hablando de mis primeras veces.

Esta es de mis favoritas: El día que me entregaron a Brilyn, mi perra guía. Llevaba cuatro días en la escuela de perros guía de Leader Dog for the Blind, en Rochester (Michigan, EEUU) y faltaban escasos 10 minutos para conocerla cuando mi instructor entró en mi habitación y me dijo: “Se llama Brilyn, es una hembra de golden retriever y tiene 16 meses”. En aquel momento me temblaban hasta las piernas.

“...Y de pronto, los esperados toques en la puerta.

Pronuncié tu nombre por primera vez. Alto, claro y con decisión. Llena de emoción y nervios, pero ansiosa por conocerte. Entonces ocurrió. Entraste corriendo en la habitación, te abalanzaste sobre mí como un torbellino de pelo,con una lengua húmeda que pretendía conocerme, registrar mi olor y mi sabor por primera vez.

Te di la primera de las galletas, y con los nervios, me la arrebataste sin miramientos. Creo que estabas aún más nerviosa que yo.

¿Dónde estabas? ¿Y por qué de pronto te dejaban en aquella habitación con aquella extraña chica que no hacía más que gritar de alegría y decir tu nombre?

Querías salir, investigarlo todo. En la siguiente hora y media que pasamos juntas, no paraste de moverte, de jadear nerviosa, de temblar, jugar, oler y lamerme entera.

Te di la segunda galleta. Ya no recuerdo en qué momento, ni si la cogiste con más delicadeza de mi mano. Solo recuerdo que ambas estábamos exhaustas y muy nerviosas. Tú, porque no sabías qué vendría a continuación. Yo, porque acababa de sufrir un flechazo.

Y entre revolcones, lametazos, nervios y un torrente de emociones, la certeza de que desde aquel momento, desde aquel día, mi corazón te pertenecería para siempre.“

(Fragmento sacado de mi blog personal: Viviendo a Tientas)

Podría contaros mil y una primeras veces, porque creo que la vida de cada individuo se va forjando gracias a esas experiencias únicas, y sobre todo, cómo cada uno reacciona a cada situación. Eso es lo que nos define al final, nuestra forma de responder y de ser capaces de levantarnos para avanzar.

He elegido estos fragmentos de mi vida a modo de pinceladas, para que me conozcáis un poco mejor, pero también podría haberos contado otras. Como la primera vez que cociné yo sola, la primera vez que fui a una entrevista de trabajo y tuve que explicar que podía usar un ordenador y un teléfono como cualquier otra persona... O la primera vez que mi sobrina, a los tres años, me preguntó porqué no podía abrir los ojos.

He elegido estos momentos como podía haber elegido otros. Solo quería que os hicierais una pequeña idea de quién soy, cómo ha sido mi vida y cómo esas primeras veces me han hecho llegar hasta aquí, donde estoy hoy. Gracias a ese camino, hoy me enfrento a una nueva primera vez... escribiendo aquí, para vosotros.

Y ahora os pregunto: ¿cuáles han sido vuestras primeras veces? ¿Aquellos momentos que os marcaron para siempre? ¿Qué momentos de vuestra vida creéis que os han marcado y os han hecho en parte ser como sois hoy?

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