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Guillermo Albarrán

Sevilla —
21 de junio de 2025 21:06 h

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Cada martes y jueves por la tarde, se despliega en un campo del CD Vega de Triana un entrenamiento de rugby diferente. En ese rincón del Charco de la Pava, en Sevilla, no solo se ensayan jugadas. También se construyen amistades, se derriban barreras y se defiende una idea sencilla y poderosa: que en el rugby, como en la vida, todo el mundo tiene un sitio.

El proyecto de rugby inclusivo del Club Deportivo Veteranos Sevilla nace en 2017 con una ambición clara: convertir este deporte en una herramienta real de integración para niños y niñas con discapacidad física, intelectual o necesidades educativas especiales. En el equipo participan menores con síndrome de Down, autismo, dificultades comunicativas; todos juntos en una voluntad común: compartir juego y respeto.

“El rugby es el deporte donde todo el mundo vale”, explica Antonio Ramírez, uno de los entrenadores. Lo dice mientras organiza una rutina de ejercicios pensada para mantener la atención y no descolocar a los jugadores. En cada sesión se sucede una estructura similar: juegos físicos sencillos, muchas repeticiones, normas claras. A veces, incluso se avisa al árbitro para facilitar el ensayo de algún jugador que necesita un refuerzo positivo. “Aquí lo bonito es ver a chicos y chicas que, en su día a día tienen cierta dependencia de otras personas, desenvolverse solos. Y cómo, poco a poco, incluso quienes no soportaban el contacto físico, acaban aceptando un abrazo, un choque, una celebración”, dice.

Pasos hacia la confianza

El entrenamiento de hoy es especial. Se ha organizado una sesión conjunta con el CAR —Club Amigos del Rugby—, otro equipo sevillano con su propia línea de rugby inclusivo. En el campo se mezclan camisetas, edades y características. Para muchos de estos niños, con dificultades en la sociabilidad, el simple hecho de convivir con un grupo nuevo supone un reto. Pero también una oportunidad: un paso más en el camino hacia la autonomía, la confianza y la integración.

Entre los jugadores está Hugo, un chico de 13 años con complexión fuerte y un entusiasmo infantil que le hace destacar. Juega con el CAR, no con los veteranos, pero forma parte activa del grupo. “Lo intentamos en otros deportes, pero no encajaba. Aquí ha encontrado algo más que un equipo”, explican sus padres, Fran y Alba. “Esto va más de correr y pillar que de rugby en sí. Lo que buscamos es que haga amigos, que disfrute lo máximo posible”.

Más allá del entrenamiento físico —que lo hay, y exigente—, el objetivo es social. Que los chicos se sientan parte. Que hablen, compartan, se esperen. Que descubran que hay un lugar para ellos donde no tienen que forzar lo que no son. Que, simplemente, pueden ser.

Las dificultades no desaparecen. A veces no hay suficientes jugadores para formar equipo y hay que recurrir a clubes como el Ciencias, el Mairena o el propio CAR, que se unen para completar las alineaciones. El club funciona sin ánimo de lucro y con recursos limitados, sostenido por el esfuerzo de las familias y de entrenadores que trabajan sin compensación económica. Pero cada tarde, cuando se reúnen para entrenar, la respuesta está ahí: en las miradas de complicidad, en los gritos de aliento, en la ilusión con la que cada niño espera su turno para correr con el balón en las manos.

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