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Muerte en el tajo
Daniel, José Manuel, Adrián, Ángel, Manuel. Y así hasta 25 nombres, con sus apellidos, su edad y sus historias personales detrás. Todos muertos en el tajo, en su lugar de trabajo, en la provincia de Sevilla en las apenas 30 semanas que han transcurrido de 2025. Prácticamente, una víctima mortal cada siete días. Una auténtica barbaridad. Un horror insoportable, un drama que no debemos aceptar ni consentir.
Los dos últimos nombres de esta lista han sido los dos con los que arranco este texto. Daniel Solís, de 33 años, y José Manuel Trasierra, de 44 años y con dos hijos, naturales y residentes en Huétor-Tajar, en Granada. Trabajaban en Alcalá de Guadaíra, en la rehabilitación de la histórica Casa Ibarra, de propiedad municipal. Junto a ellos, el único superviviente, José Antonio Solís, sobrino de Daniel. Contratados por la empresa adjudicataria de la obra, Jocon Infraestructuras, venían cada mañana de su pueblo en coche, sumándole 400 kilómetros de coche y cuatro horas de trayecto entre ida y vuelta a la jornada de ocho horas que hacían en la obra.
Un palizón para trabajar en una obra que, según denuncia José Antonio y apunta ya la investigación de Inspección de Trabajo, no reunía las condiciones necesarias de seguridad, a pesar de que el Ayuntamiento de Alcalá asegura disponer de cinco informes favorables emitidos por el director técnico externo responsable de la obra y de la coordinación de seguridad y salud. El superviviente ha asegurado que habían reclamado sin éxito en varias ocasiones a la empresa que instalara puntales de sujeción en la casa, algo que nunca ocurrió a pesar de haberse comprometido a ello en varias ocasiones.
La investigación judicial abierta determinará qué ocurrió y de quién es la responsabilidad pero, a primera vista, parece evidente que no es de recibo que una cuadrilla de trabajadores tenga que arriesgar, y perder, su vida en su lugar de trabajo. Como ellos, en lo que va de año, otros 23 profesionales murieron en el tajo en la provincia de Sevilla.
En marzo falleció un trabajador de 38 años tras caerle encima un muro de la obra en la que trabajaba en el Parque Amate de Sevilla capital. En abril, en Coria del Río, perdieron la vida tres hombres, dos de ellos hermanos, después de que se desprendiera el techo de la nave en la que estaban trabajando. En mayo, más tragedias humanas: un operario de 49 años arrollado por un tractor en Osuna y Manuel, un chico de 29, que cayó desde una altura de nueve metros en una nave del Polígono Industrial El Pino, en Sevilla.
Igual que hicimos hace años con las muertes por violencia de género (y aun así resulta tremendamente difícil ponerles freno), los sevillanos, los andaluces y los españoles en general tenemos que asumir que esta causa de muerte no es asumible en un modelo de país avanzado y desarrollado
El macabro listado crece en junio. Un trabajador de 40 años fallece tras precipitarse de un tejado desde una altura de seis metros en Aznalcóllar; Ángel, un tractorista de 62 años, muere en Villaverde del Río y Minas al volcar el vehículo que conducía; un operario de 42 años pierde la vida atrapado en un aljibe subterráneo en el barrio de Nervión en el que realizaba tareas de pintura; Adrián, un joven de 28 años, perece tras el derrumbe de una nave industrial en construcción en Camas.
Se me hace difícil escribir esta retahíla de nombres, edades y circunstancias en las que encontraron la muerte. Me resulta doloroso pensar en que todos estos trabajadores tenían familia, amigos, hijos muchos de ellos, sueños, proyectos y problemas. Y me resulta insoportable pensar que, en la mayoría de los casos, son muertes evitables.
Creo que la responsabilidad es compartida. Una parte habrá, en alguno de los casos, de imprudencia de los fallecidos, es posible. Pero la mayor carga de culpa, estoy convencido, cae sobre las empresas y contratistas que no hayan provisto a los operarios de las necesarias medidas de seguridad y que no hayan insistido y exigido lo suficiente a éstos para que esas directrices y protocolos se cumplieran. También sobre la Administración Pública, que algo más tiene que hacer tanto en concienciación como en inspección para que este goteo insufrible pare de una vez.
También hay algo que cae en nuestro tejado como sociedad. Igual que hicimos hace años con las muertes por violencia de género (y aun así resulta tremendamente difícil ponerles freno), los sevillanos, los andaluces y los españoles en general tenemos que asumir que esta causa de muerte no es asumible en un modelo de país avanzado y desarrollado. Que no es tolerable que un trabajador salga de casa por la mañana para ir a su empleo, para desarrollar su actividad profesional, y pueda ocurrir que nunca regrese, que se juegue la vida cada día. Tenemos todos, cada uno desde su posición y su tarea, que gritar un gran ¡Basta ya! para que este problema tenga la dimensión social que merece como punto de inicio para erradicarlo. Poco a poco, seguro. Costará, pero tenemos que marcar en el suelo desde ya la raya clara que defina el principio del fin de las muertes en el tajo.
P. D. Es el primer artículo que escribo sin Lucrecia Hevia, directora de elDiario.es Andalucía, entre nosotros y se me ha hecho muy cuesta arriba, lo confieso.
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