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Peio H. Riaño

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Un orinal. Siempre hay uno en los refugios antibombardeo. Tanto civiles como militares. “Naturalmente, era poco recomendable abandonar el refugio durante un ataque y, con la tensión del bombardeo, no era raro que uno tuviera la necesidad de aliviarse: el miedo es el mejor laxante. El orinal nos recuerda los olores que impregnaban los subterráneos”. Esto es un extracto del libro La Guerra Civil en cien objetos, imágenes y lugares, publicado por Galaxia Gutenberg, bajo la edición de los historiadores Antonio Cazorla y Adrián Shubert, que han realizado este diccionario visual con la ayuda de otros nueve especialistas.

No es habitual que un historiador vuelque su atención en los pormenores de una guerra, ni que invite al lector a oler ese “tufo insoportable”. El olor del miedo y de la salvación en los refugios antiaéreos ante las bombas enemigas. Este orinal lo encontraron los arqueólogos en un terreno próximo al Hospital Clínico de Madrid. Es de metal esmaltado, con aguadas azules que imitan al mármol. “Los objetos cotidianos se incorporan a la vida militar y la guerra se vuelve, en cierto modo, doméstica”, escribe el arqueólogo Alfredo González Ruibal en la ficha del orinal. Esos mismos objetos, cuando todo pasa, se convierten en elementos tangibles de una memoria a la que no podemos renunciar.

Cualquier casa tiene uno de estos objetos que hablan de aquel sufrimiento, porque cualquier casa es también un museo particular que conserva los acontecimientos que formaron parte de la familia. Y de la sociedad española. Esa es la idea de la “historia pública” que defienden los autores de este libro. Frente a la “historia académica”, que mira por sus propios intereses e investiga sin tener en cuenta cómo dirigirse a la sociedad en la que actúa, proponen una “que tiene como objetivo educar al público”.

Más historia pública

“La historia pública no solo no renuncia a la calidad, sino que, además, debe comunicar las últimas aportaciones que han hecho los investigadores. Los libros divulgativos son un ejemplo de memoria pública; las exposiciones, los museos y los lugares memorializados, también”, escriben en la introducción. Y, a pesar de ello, denuncian el déficit de historia pública. La mejor prueba es la falta de un museo nacional de la Guerra Civil. “En resumen: en España hay muchos lugares sin memoria y muchas memorias sin lugar”, apuntan.

La memoria de los objetos es una memoria del dolor. Por eso los han recopilado de todas las víctimas de la guerra. Es un relato sobre los dos bandos, pero aclaran que no consideran que fuesen iguales las causas por las que se enfrentaron. Antonio Cazorla explica a este periódico que unos defendían la democracia y los otros, no. La equidad está en el sufrimiento que los españoles se infligieron unos a otros, con la indispensable colaboración de fuerzas extranjeras.

Junto con el citado orinal aparece el micrófono que usó el golpista Queipo de Llano en julio de 1936 en Toledo, un diario de un soldado gallego, un arado, cupones de racionamiento, las cajas con los restos de los cuerpos enterrados en el Valle de los Caídos, el diario de un topo, un detente bala (escapularios utilizados a modo de amuletos), el brazalete protector para americanos o un órgano de la iglesia de Barbastro (Huesca), donde un tal Rufino Pérez dejó grabado el relato de los últimos momentos de su larga y cruel agonía: “Día 12. Pasamos el día en religioso silencio y preparándonos para morir mañana; solo el murmullo santo de las oraciones se deja sentir en esta sala, testigo de nuestras duras angustias. Si hablamos es para animarnos a morir como mártires. Si rezamos es para perdonar a nuestros enemigos”. Entre el 12 y el 15 de agosto de 1936 fueron asesinados 51 clérigos en Barbastro.

Objetos de la precariedad

También incluyeron un pedazo de pan duro para hablar del “marketing del hambre”. Un vecino de Gavà, cerca de Barcelona, guardó un pedazo de pan y en los años setenta se lo dio al político y escritor Josep Soler Vidal. Hoy se conserva en el Memorial Democràtic de la Generalitat de Catalunya.

El final de la guerra no acabó con el hambre ni con los problemas fisiológicos asociados. Y quienes más los sufrieron, señalan los autores del libro, fueron los republicanos internados en la cárceles y los campos de concentración de Franco. En ellos “el estreñimiento adquirió una dimensión trágica”. Los presos recurrieron a llaves de lata para extraerse las heces compactas por el estreñimiento crónico, lo cual les causaba hemorragias. “Los debilitados prisioneros con frecuencia se desmayaban y caían sobre las letrinas”. Los arqueólogos explican que durante los últimos meses de la Guerra Civil hay dos elementos omnipresentes en las trincheras republicanas: laxantes y vitaminas. Ambos están relacionados con la mala alimentación de las tropas del Ejército Popular. Este frasco de laxante fabricado por el laboratorio Esteban Bruni apareció en las excavaciones arqueológicas de El Piul (Rivas-Vaciamadrid).

“Nos preocupa que no se haga pedagogía de la Guerra Civil y puedan aparecer pseudo historiadores que tergiversen el relato histórico. Queremos educar al público desde el rigor y desde la divulgación”, cuenta Antonio Cazorla a este periódico. Reconoce que un libro con 100 objetos es un libro incompleto, pero es suficiente para aprender “de una manera agradable” la historia de España. A lo largo de estas más de 400 páginas se cruzan las paradojas y las contradicciones para desmantelar la idea de las dos Españas: “¡Hubo muchísimas más! Debajo de cada uno de los dos bandos había una diversidad que la propaganda franquista ha querido ocultar. Ya me dirás qué tiene que ver un anarquista con un votante de Azaña. Nada. Este libro es un ejercicio de historia humana, en la que mostramos a personas atrapadas en circunstancias de difícil solución”, cuenta Cazorla.

Las vueltas de la historia

Al comenzar la Primera Guerra Mundial ninguna nación contaba con cascos efectivos contra las esquirlas y la metralla. Y los soldados en las trincheras morían sin remedio. La mayor parte de ellos iban ataviados con gorros. Hasta que empezaron a dotar de cascos de acero a sus tropas que, aunque no paraban las balas, sí resultaban eficaces contra la metralla. El ejército que mandó Mussolini a España traía este casco. Los republicanos se hicieron con mucho material bélico en la batalla de Guadalajara y el propietario de un palomar de la localidad de Ledanca recicló una docena de aquellos cascos italianos en nidos para las aves.

No sólo se reciclaron cascos de la Primera Guerra Mundial. ¿Qué hacía un peine de munición fabricada en Massachusetts (EEUU) enterrado en una trinchera de la Casa de Campo de Madrid? La peripecia del hallazgo es como sigue: el Ejército Británico no gastó todos los cartuchos importados durante la Gran Guerra. Cuando estalló la Guerra Civil rusa (1917-1921), el Reino Unido dio apoyo a las fuerzas contrarrevolucionarias con armas (rifles y cartuchos). Cuando los bolcheviques ganaron la guerra se encontraron con un gran número de armas y municiones, y la Guerra Civil española fue la manera de deshacerse de este excedente. Los cartuchos de 0,303 fueron los primeros en llegar a España, procedentes de la Unión Soviética. Con estas armas Madrid resistió a los sublevados y paró su avance.

“Las guerras civiles nunca se acaban, porque nos reposicionamos constantemente ante ellas. Dejan de doler tanto, pero las guerras civiles siempre están presentes. Por eso son una cuestión de unidad de la nación, porque son incómodas y debemos asumir la incomodidad. No creo que España sea una sociedad traumatizada, pero hay mucha gente que se siente incómoda con esta memoria”, cuenta el historiador Antonio Cazorla. Lamenta que la democracia española no haya sido capaz de escribir un relato claro y compartido. “Somos incapaces de construir un relato consensuado de la historia. Necesitamos tener esta conversación, hablar y que se haga justicia para disfrutar de nuestra memoria. Porque es nuestro patrimonio, para bien y para mal”, añade.

Objetos y testigos

Como lo es el relato que dejó escrito un vecino del municipio de As Nogais, en Lugo, convertido en topo junto con su hermano, ante la llegada de los rebeldes. Gonzalo y Manuel Antonio Becerra Souto se escondieron en varios domicilios y pasaron encerrados 22 años. Manuel consiguió una identidad falsa y en 1958 huyó a Madrid. Gonzalo se quedó oculto en un recinto excavado de dos metros cuadrados. Salía a pasear por la noche mientras redactaba un diario hasta la muerte de Franco. El 12 de febrero de 1976, a las pocas semanas de recuperar su libertad, fallece.

Para Adrián Shubert los objetos “son rastros del pasado”. Los compara a los documentos, fuentes habituales de los historiadores. “Pero los objetos tienen unas ventajas importantes, sobre todo cuando se trata de comunicar los descubrimientos. Pueden conectar mejor que los textos a la gente de nuestros días con la del pasado”, explica el historiador, que hace referencia a la autora francesa Arlette Farge cuando indicó que “comunican la sensación de realidad mejor que nada”. Además están los objetos “testigo”, que tienen la capacidad de dar voz a las personas que no son protagonistas de los grandes relatos de la historia. El rosario que se encontró en un pozo de Camunas, Toledo, incluido en el libro es un buen ejemplo de ello.

Este libro ilustrado por el dolor del país acaba su recorrido en el Pazo de Meirás, en 2020, cuando la Justicia lo declara Bien Público. “Se trata de una victoria ciudadana que permite avanzar a esta sociedad cada vez con menos rémoras, con menos losas que nos aten al pasado”, puede leerse en la ficha de este lugar que es a la vez una reliquia del franquismo.

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