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De niño cantor de Franco a denunciante contra el franquismo

José Luis Galán en la actualidad / Foto: Fernando Olmeda

Fernando Olmeda

José Luis Galán creció fascinado por la imponente simbología del Valle de los Caídos. Como un primo suyo cantaba en la escolanía y había viajado a Japón para ofrecer recitales, se empeñó en entrar también en el internado. Ante su insistencia, su padre consintió, y en 1967, poco antes de cumplir diez años, fue admitido en la abadía benedictina, en pleno franquismo. Era un niño cantor, que, además de voz, tenía buen oído, afinaba.

Era uno de esos muchachos que recibían a Franco en fila de a dos cuando entraba bajo palio a la basílica junto al abad Luis María de Lojendio, mientras tronaban desde el imponente órgano los acordes del himno nacional: “Recuerdo los brillos de los correajes y las botonaduras, los cascos y de las botas de los uniformados, a Franco en el sitial ubicado tras el altar, a la derecha del coro, mientras el entonces rey Juan Carlos se situaba a la izquierda”.

Durante cuatro años presenció los homenajes a José Antonio Primo de Rivera y a los caídos del bando vencedor: “No recuerdo haber escuchado en las homilías referencia alguna a ideas como la de reconciliación; eran ceremonias de exaltación del Caudillo y de su obra, en las que jamás se mencionaba a los otros, a los republicanos, salvo para acusarles de los males de España”.

En 1971, antes de cumplir catorce años, rechazó seguir la carrera religiosa y volvió a Orcasitas (Madrid), donde se enfrentó a una vida muy diferente de la que había conocido. Fue entonces cuando su percepción tanto de Cuelgamuros como del franquismo cambió por completo. Leyendo La verdadera historia del Valle de los Caídos, de Daniel Sueiro, descubrió que buena parte de quienes habían construido aquel monumento de la sierra madrileña habían sido presos republicanos. Su propio padre también había sido esclavo de Franco, solo que en otro lugar. A partir de ese momento, se propuso descubrir la verdad sobre “aquello” de lo que nunca se había hablado en casa. Inició en solitario la tarea de esclarecer la historia -no contada- de la rama paterna de su familia.

Quería saber, por ejemplo, cómo, cuándo y por qué fue fusilado su tío. Tiburcio Galán, tejero de profesión y concejal de abastos de Santa Ana de Pusa (Toledo), fue detenido al final de la guerra, acusado junto a varias personas más de ser inductor del asesinato de dos sacerdotes el 18 de agosto de 1936, condenado a muerte y ejecutado el 29 de abril de 1940 en la tapia del cementerio del Este.

José Luis recorrió archivos y halló respuestas en los documentos: “El examen es terrible, acusaciones sin pruebas, condenas a muerte... Para mí el documento más estremecedor es el oficio por el que se entrega a mi tío al pelotón de fusilamiento. En ese momento, los condenados aún viven, pero unas horas después ya los han matado”. El drama familiar se acentúa porque José Luis cree que uno de esos sacerdotes pudo ser un primo de su abuelo materno, aunque la hagiografía que sirvió de base para su beatificación por Benedicto XVI en 2007 no concuerda con los relatos individuales que sirvieron de base para la redacción de la sentencia de muerte de su tío: “Como era habitual en aquellos procedimientos, las declaraciones de hechos recogidos en las sentencias solían obtenerse mediante torturas o dando validez probatoria a delaciones realizadas por personas de orden”.

Supo también que otro tío, Lucio, había muerto en la defensa de Madrid, y que su abuelo había sido detenido al final de la contienda por la denuncia de un vecino. “Nunca se habló de él en casa, ni de mi tíos”, añade. Adriano Galán estuvo dos años en el campo de concentración de San Bernardo, en Toledo capital, y como no había causa contra él, lo pusieron en libertad, pero, por su condición de familiar de ‘rojo’, le dieron una paliza al volver a casa. Tuvo que irse a otro pueblo, La Mata, donde había nacido y donde murió.

Le quedaba reconstruir la historia de su padre, que solo en los últimos años de su vida se animó a hablar. A recordar. Víctor Galán, tejero como su hermano Tiburcio, había sido movilizado en 1938 y destinado al frente de Pozoblanco (Córdoba). Tras pasar por un centro de clasificación de presos de Madrid -el colegio Miguel de Unamuno, donde, casualmente, después estudiaría el propio José Luis- fue destinado al Batallón Disciplinario de Soldados Trabajadores número 40, encargado de construir el aeródromo de La Morgal, en Lugo de Llanera (Asturias): “Aunque no tenían nada contra él, por haber sido soldado republicano lo enviaron a trabajos forzados a la espera de informes posteriores. De esos informes dependía la suerte de los soldados, que podían ser trasladados a una prisión con cargos o a un consejo de guerra sumarísimo”.

Su trabajo consistía en desecar la marisma en la que iban a construirse las pistas, sin herramienta pesada y en condiciones precarias de alimentación y abrigo. De noche, en los barracones, sufrían palizas a vergajo limpio. Allí permaneció un año. Al salir de aquel infierno, aún tuvo que cumplir tres años de servicio militar. Paralelamente empezó a grabar testimonios de otras personas, para establecer concordancias. Para comprobar que ese relato de su padre no estaba influido por la subjetividad o el olvido.

Como sus padres ya han fallecido, José Luis quiere contar su historia personal y familiar para acabar con lo que denomina ‘relato interpuesto’: “Ha prevalecido el relato de otros. Lo que ocurrió ha pasado por el tamiz de historiadores, escritores, cineastas, políticos, abogados, etc., pero han sido interpretaciones, han faltado muchos relatos directos de víctimas y familiares. Durante años se acudió a la fuente primaria solo como base testimonial de la represión, pero no se difundieron tantas y tan diversas tragedias que habrían cambiado la percepción social del trauma infligido por la dictadura”.

José Luis fue uno de los querellantes en el proceso instruido en Argentina. Gracias al esfuerzo de su abogada Ana Messuti acudió a declarar en el juzgado de María Servini de Cubría junto a Ascensión Mendieta y otros familiares de víctimas: “En Argentina se enjuició a los responsables, pero aquí no; aquí, el entramado judicial y político ha construido una arquitectura de impunidad que ha ocultado el daño que se hizo a miles de familias; si hoy se interpreta como odio lo que dicen raperos o tuiteros, no es descabellado interpretar como un acto de odio hacia las víctimas la dictadura la negación de la justicia. De no ser por ese sentimiento ya no existiría la Ley de Amnistía de 1977 y ya se habrían juzgado aquellas violaciones de los derechos humanos, se habrían reconocido a las víctimas, se habrían abierto las fosas, etc.; en el fondo creo que se actúa con una mezcla de desprecio y miedo hacia las víctimas. Parafraseando a uno de aquellos curas del Valle de los Caídos, diría que el tiempo pasa y solo la eternidad (de la injusticia) perdura”.

Su trabajo como memorialista consiste en la realización de audiovisuales inspirados en la idea de acabar con la manipulación de la historia que el régimen hizo a través del No-Do: “La imagen que se difundió durante décadas fue la de un régimen blando, paternalista, providencial; aquel dulcificado selfie se consolidó en el subconsciente de España, pero era una imagen irreal, porque la guerra no terminó en 1939, Franco siguió en estado de guerra reprimiendo ferozmente la disidencia, y causó un enorme trauma a millones de españoles”.

Con el corto titulado Franquismo ordinario ganó el Festival Internacional Ciudad de Soria. Además, es autor de una trilogía de documentales. En “Crónicas de aquel infierno” abordó la mecánica represiva; en “La luz que no apagaron”, el trauma; en el último, aún sin título, se centrará en la negación de la justicia. Ese trabajo incluirá las imágenes grabadas durante la reciente visita de los eurodiputados a Cuelgamuros, a la que se pudo sumarse: “El ambiente era extraño, artificial, sutilmente hostil, no sé que sensaciones se llevaron los europarlamentarios, pero no creo que fueran positivas. Para mí, volver al Valle fue como un desquite, como romper un maleficio. Alguien, con talante democrático y con voluntad de combatir lo que representó y representa el monumento, estaba allí, y yo estaba con ellos. La sensación fue reparadora. Me liberó”.

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