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De vuelta a la UCI: un año de pandemia con un superviviente y las sanitarias que le salvaron la vida

Daniel Fernández estuvo un mes ingresado en la UCI del Hospital 12 de Octubre durante la segunda ola de la pandemia.

Marta Borraz

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Ni siquiera le dio tiempo a pensar en lo que podía pasar antes de entrar en la UCI, pero durante el largo mes que estuvo peleando por sobrevivir Daniel Fernández soñó varias veces que fallecía y nunca acababan de enterrarle. La pesadilla le perseguía mientras los sanitarios del Hospital 12 de Octubre de Madrid intentaban poner freno a la neumonía cada vez más aguda que estaba paralizando sus pulmones. Toda la familia se contagió de coronavirus, no saben cómo ni cuándo, pero a él le tocó la peor parte. Salió del hospital el pasado 11 de noviembre, en plena segunda ola, y hoy ha vuelto a una de las muchas revisiones médicas que le quedan por delante: “Me ha cambiado la vida del todo”, asume este hombre que cumplió 57 años sedado en la unidad de cuidados intensivos.

Una de las secuelas que le ha dejado el virus es que apenas puede moverse con normalidad, pero resopla de alivio cuando piensa en lo que podría haber sido. Camina lento y se asfixia al mínimo esfuerzo, lo que ha obligado a la familia a mudarse del tercero sin ascensor en el que vivían. “Yo antes andaba mucho, iba a la montaña, me movía. Y eso ahora es imposible”, deja caer con desazón. Aún así abandona a paso firme uno de los edificios, el ambulatorio, que componen el imponente complejo hospitalario en el que acaban de pasarle consulta y camina hacia el principal. En la segunda planta las intensivistas, enfermeras, auxiliares y celadores que le salvaron la vida siguen trabajando casi sin descanso.

Hace un año y algunos días la UCI 'polivalente' del 12 de Octubre ingresaba al primer paciente con una extraña neumonía que ha acabado paralizando el mundo. “Ahora mismo se me acaba de poner la piel de gallina”, confiesa frente a una de las 17 camas que componen la unidad la intensivista Susana Temprano. Cuatro están libres, pero se ocuparán pronto con enfermos de COVID que están en otras plantas de críticos en las que antes se recuperaban con normalidad de una operación cardiaca o un infarto. La bajada de la tercera ola, aunque más lenta aquí dentro, se deja notar en los ingresos, pero de nuevo obligó a alterar la actividad habitual, reorganizar y suspender operaciones no urgentes.

“Yo que llevo 30 años, soy de las mayores de aquí, nunca había vivido una cosa semejante. Es que es casi imposible explicarlo. Era una sensación de tristeza tan enorme...de ver a tanta gente enferma, de ver que no dábamos abasto y que no teníamos camas suficientes. Aquí estamos acostumbrados a dar malas noticias y ver morir gente, pero es que aquello era sobrecogedor. Hemos llegado a tener pacientes que han fallecido y no salían para vaciar la cama para el siguiente porque los de mortuorio no podían con todos”, cuenta Temprano con el característico sonido de los monitores de fondo y mientras se gira para despedir a un hombre al que por fin dan el alta. “Esto entonces lo celebrábamos, aplaudíamos, lo grabábamos...porque era un poco de luz”.

Nadie aquí dentro pensó que después 'de lo de marzo', la pandemia en España repuntaría con tanta fuerza. Durante el verano estaban “incluso contentos”, dice la doctora. Tras algunas semanas sin pacientes críticos, el 31 de julio, justo el día que Temprano se iba de vacaciones tras muchos meses sin descansar, entró en la UCI del 12 de Octubre el primer enfermo de la segunda ola. “Nos vinimos abajo. No imaginamos que iba volver de esta manera”. Desde entonces la onda ya es más o menos “sostenida” y apenas ha dado un respiro a las unidades de críticos, que debido al progreso de la propia enfermedad son las últimas que perciben la bajada de la curva.

Los meses lo han convertido en rutina, en cierta costumbre –“aunque a esto nunca te acostumbras”, repiten las sanitarias– en medio de un trajín constante y muchas más certezas sobre un tipo de paciente del que no sabían nada hace un año. “Recibíamos muchísima información porque estábamos siempre pendientes de las publicaciones internacionales que salían y usábamos tratamientos de los que luego no se ha visto la evidencia. Eso se ha ido reduciendo y hemos ido aprendiendo”, resume Susana Temprano. Mientras, tres mujeres imbuidas en sus Equipos de Protección Individual (EPI) limpian y desinfectan a conciencia la cama del hombre que acaba de salir a planta y otro equipo se afana unos boxes más allá en la traqueotomía a un paciente.

“Vas a hacer la vida, pero a un 80%”

Cuando salió del hospital, Daniel no era capaz de abrir la tapa de un yogur. Perdió casi 20 kilos y tenía importantes problemas de movilidad, fuertes dolores, rigidez muscular, fatiga y muchas dificultades respiratorias que todavía persisten. Los síntomas empezaron a finales de septiembre, pero llegó a estar una semana enfermo en casa esperando el resultado de la PCR que nunca llegó. Tuvo que acudir de urgencia al hospital, donde se la repitieron. Tras varios días ingresado en planta “notaba que iba a peor, hasta que al final apenas podía respirar”, pero no pensó “que iba a ser algo tan grave”. No recuerda cómo llegó a la UCI, donde necesitó soporte respiratorio, ventilación y un ciclo de 48 horas en 'decubito prono', una maniobra que consiste en colocar a los enfermos de COVID boca abajo para que su saturación de oxígeno se incremente.

Montse Sepúlveda, una de las enfermeras que le trató en sus días más críticos, se toma un respiro de cinco minutos en medio de su maratoniana jornada y cruza la línea roja del suelo que separa la zona “sucia”, en la que están los pacientes, de la “limpia”. A la primera está terminantemente prohibido entrar sin equipo de protección. “Hay algunos enfermos que por lo que sea estás más tiempo con ellos y de alguna manera se te quedan grabados, como Daniel. Era joven y algunos días pensamos que lo tenía muy difícil porque hubo momentos duros. Recuerdo librar un par de días y a la vuelta encontrarme con que había empeorado mucho. Luego se recuperó bastante bien, pero tardó tiempo en remontar”, cuenta.

Ella fue una de las sanitarias que le ayudó a contactar con su familia por videollamada cuando despertó, algo que han fomentado los hospitales durante la pandemia para intentar paliar en la medida de lo posible el aislamiento de los enfermos debido a la prohibición de las visitas. A Daniel le sobra ánimo y positividad –“le he echado ganas”, asume–, pero si tiene que decir qué ha sido lo peor de su ingreso destaca precisamente la lejanía de su mujer y sus dos hijos. “Que ahí te mueres solo... Eso es lo más duro”. Las videollamadas las hacía con el móvil, pero tenían que sostenerlo por él y ni siquiera podía marcar con los dedos en la pantalla.

La atrofia muscular todavía continúa: “Escribo mal, el que ha visto siempre mi letra la entiende, pero el que no, es imposible”, relata el hombre, que recibe sesiones de fisioterapia todos los días. Agradece que sus secuelas no son de las más graves, pero lamenta haber perdido su actividad habitual y le cuesta no poder ir cada día al taller de coches “de toda la vida” que abrió su padre en el barrio madrileño de Usera y del que es dueño.

–¿Y qué fue lo que sentiste cuando saliste de aquí?

–Ah, eso fue una alegría muy grande. Sales que parece que te vas a comer el mundo, porque lo que has pasado es tan fuerte... Luego ves lo que hay y que te queda un trayecto largo.

La alegría por los pacientes que, como Daniel, salen de la UCI es compartida en el servicio. Las altas son para todas las sanitarias un poco de luz dentro del desastre, aunque muchos de los que han pasado por la unidad tendrán que enfrentarse a largas horas de rehabilitación, secuelas emocionales o patologías. “Yo creo que siempre queda algo. Vas a hacer la vida, pero a un 80%, un 20% nunca lo recuperas...Yo he ido deprisa y voy deprisa, pero los dolores están ahí, tengo un dedo y la pierna dormida, no puedo subir el brazo y dudo que recupere la capacidad pulmonar al nivel que estaba”, describe Daniel.

Un fin que se asoma tímidamente

Lo que ocurre ahora dentro de la UCI ya no es igual a lo que vivieron al principio, pero los sanitarios están exhaustos y agotados, doce meses y tres olas después. Y aún tienen el ojo puesto en una posible cuarta. Tania Alcalá, enfermera que acaba de ajustar la medicación a uno de los pacientes, cuenta cómo la situación de desbordamiento le obligó a estar de baja durante dos meses en verano. “No pude con ello”, reconoce. Cuando se le pregunta qué significa eso, responde: “Es no poder, literalmente. Es llegar aquí y no poder atender a una paciente sin que se te caigan las lágrimas...”.

La “frustración y tremenda tristeza de ver a tanta gente morir sin poder hacer nada” retumba en lo que cuentan las sanitarias un año después, para las que esas vivencias han sido un punto de inflexión sin precedentes a nivel profesional y personal. Hoy lo que más destacan “es el desgaste” y el sentimiento de incertidumbre ante los próximos meses, porque lo que han vivido les lleva a estar esperanzadas, pero también a no confiarse. “No sabes cuándo se va a acabar, cuánto tiempo más vas a tener que estar de esta manera. La vacunación es lo que nos queda, parece que sí, pero no sabemos dónde esta el fin”, lamenta Tania.

Un pico más “sería devastador”, cree Mónica Rosell, una de las dos celadoras de la unidad. Ella fue una de las sanitarias que se infectaron de COVID en el mes de marzo, cuatro días antes de que el Gobierno declarara el estado de alarma que confinó al país en sus casas. “Me sentía horrible por no estar aquí y tenía que quitar la televisión porque me producía mucha ansiedad”. Se reincorporó tres semanas después, cuando aún Madrid no había llegado al pico de la curva de contagios. “Llegué y esto ya tenía un caudal de agua desbordado. Me enseñaron a vestirme y a todo lo demás. Aquí lo que nos ha salvado es el equipo”.

La frase la pronuncia la celadora, pero un rato más tarde Daniel traslada algo similar a las puertas del hospital. Como si al final, en medio del caos, tanto para los que están en primera línea como para los que lo han vivido en primera persona, todo fuera a parar al mismo destino, al cuidado mutuo: “Les debo la vida. Eso es lo que más me emociona, lo que han hecho ellos por mí”.

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