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Ni héroes ni villanos: solo médicos

Satse pide "máxima diligencia" a la Junta para formalizar las contrataciones de refuerzo frente al Covid-19

Manuel L. Fernández Guerrero

Profesor Emérito del Dpto.de Medicina en la Fundación Jiménez Díaz, Universidad Autónoma de Madrid —

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Soy médico jubilado, digamos recientemente jubilado, después de 48 años de ejercicio profesional continuado. He tenido el privilegio de formar parte de una prestigiosa escuela de medicina española creada como obra patriótica en el sentido “cajaliano” en los años 30 del siglo pasado por Don Carlos Jiménez Díaz. En ella se me inculcó la pasión por el trabajo clínico a la cabecera del enfermo, la docencia y la investigación. Y por convicción y lealtad a una tradición, he practicado estas tres facetas de mi profesión con entrega y mi mejor disposición.

En la coyuntura actual he deseado estar junto a mis compañeros y con quienes hasta ayer fueron mis alumnos y residentes y humildemente aprender, ayudar y compartir sus dudas e incertidumbres y, por qué no decirlo, compartir también su suerte. He visto con satisfacción las muestras de afecto de la gente hacia mis colegas y ahora observo con sorpresa y dolor los insultos y las hasta ahora aisladas amenazas y manifestaciones de repulsa hacia ellos. Es evidente “que nada es permanente a excepción del cambio” y que los que ayer eran héroes, son hoy para algunos, simples villanos. No somos ni lo uno ni lo otro.

La Medicina constituye, en expresión de Laín Entralgo, la solución dada por el hombre a unos de sus problemas más genuinamente humanos, el de ayudar a la curación de nuestros semejantes cuando se hallan enfermos. Medicina es ciencia y es arte u oficio. Somos lo que podría denominarse “peritos de curar”, formados sobre bases científicas, buen criterio, intuición y disposición de ánimo abierto a comprender y aliviar la ansiedad y los males físicos de nuestros pacientes, cuidando su dignidad como personas. Ejercemos nuestra tarea buscando siempre el beneficio del paciente, actuando en su mejor interés. En ese sentido y no otro somos “demiurgos”, trabajadores para la comunidad. Beneficencia, prudencia, compasión, justicia y equidad son principios que se nos inculcan precozmente en nuestra formación.

En condiciones como las actuales, cuando aparece una enfermedad desconocida, altamente contagiosa, con riesgo para el propio personal sanitario, para la que no existen remedios eficaces bien probados; cuando se viven aglomeraciones en los cuartos de urgencias y hospitalización y faltan medios; cuando se presentan dilemas de difícil solución que incluyen consideraciones morales ante la necesidad de racionar medios y tecnología, surgen espontáneamente abnegación, generosidad y ansias de aprender y ayudar. En resumen, fidelidad al compromiso con nuestros enfermos. Aquí no hay más mérito que el que tiene el bombero que se mete en una casa ardiendo para rescatar a una persona o el minero que excava un pozo para sacar a un compañero o un niño de una oscura galería. Se trata de hacer bien el trabajo que nos han asignado y hacerlo con eficacia y honradez; esto último, la mejor manera de combatir la peste, todas las pestes quizás (Camus dixit).

A menudo se piensa que estamos obligados a ello por una antiquísima tradición de 2.500 años. Ese mundo griego del que Xabier Zubiri dijo que tenía “ansia de realidad”, nos ha legado la búsqueda de la objetividad en el juicio clínico y también amor a la humanidad y a la ciencia. Pero en el llamado “juramento hipocrático”, nada se dice que el médico este obligado a arrostrar los peligros de un contagio que podría ser fatal. En realidad, Hipócrates fue convocado por los reyes de Iliria para que fuese a ayudar en una epidemia de peste que devastaba sus ciudades y se negó, para preservar su arte y conocimiento. Galeno salió corriendo de Roma, que estaba siendo asolada por la peste en los tiempos de Marco Aurelio. Nosotros no somos médicos famosos que tengamos que preservar un conocimiento particular y nuestro código deontológico al que sí estamos obligados, nos recuerda que la principal lealtad del médico es la que debe a su paciente y la salud de este debe anteponerse a cualquier otra conveniencia. El médico no puede negar la asistencia por temor a que la enfermedad o las circunstancias del paciente, le supongan un riesgo personal.

Nosotros practicamos la Medicina en hospitales, lugar donde se acoge y se cuida, hoy a los enfermos, pero en el pasado a los peregrinos, pobres y menesterosos. Existe otro término más preciso del lugar donde se concentran los enfermos para su cuidado: el nosocomio. Hablamos de infecciones nosocomiales refiriéndonos a aquellas que se adquieren en los hospitales, donde se concentran personas, muchas envejecidas, debilitadas, que son sometidas a tratamientos y procedimientos quirúrgicos o manipulaciones que favorecen el desarrollo de dichas infecciones. Son corrientes en todos los hospitales, están causadas por bacterias principalmente y, a pesar de una estricta higiene hospitalaria, son en gran medida una inevitable consecuencia de la práctica médica moderna. La concentración de personas en habitáculos reducidos facilita la transmisión de infecciones a través de las secreciones orales y respiratorias que en forma de minúsculas gotitas expelemos al hablar, toser o estornudar. La gripe, la tuberculosis y, más recientemente, las infecciones producidas por coronavirus, son ejemplos de infecciones nosocomiales trasmitidas por la vía aérea. En efecto, tanto el SARS como el MERS producidas por coronavirus pero con escasa capacidad de transmisión, se concentraron en hospitales y la mayoría de los casos fueron nosocomiales. COVID-19, una enfermedad producida por un virus - SARS-CoV-2- con mayor capacidad infectante, no podía ser una excepción.

La actual pandemia de COVID-19 tiene un escenario privilegiado en los hospitales. El personal sanitario es frecuentemente presa de la infección. El desconocimiento inicial, la cercanía del enfermo durante la exploración y su manejo, el uso inadecuado de los equipos de protección o su ausencia, la actuación urgente en casos que precisaban intubación traqueal y sobre todo, la acumulación de personas transmisoras, ha hecho que en todos los países y lugares a donde ha llegado la enfermedad, los sanitarios hayan sido una diana preferente del virus. Se estima en decenas de miles el número de afectados en todo el mundo. A fecha de 24 de febrero, 3.387 médicos se habían contagiado en China. En Gran Bretaña el 25% de los médicos están infectados y entre nosotros, el 14% de todos los infectados son personal sanitario. En Italia, más de cien médicos han fallecido.

Otro lugar seriamente afectado por la pandemia son las residencias de ancianos donde ha habido y por desgracia seguirá habiendo, miles de afectados y defunciones. Estos centros se comportan como pequeños nosocomios de personas mayores, concentrados en espacios reducidos con facilidad para la transmisión aérea de infecciones víricas. El problema no es solo nuestro. Se estima que entre el 42% y el 57% de los fallecimientos por COVID-19 en Europa ocurren en residencias de ancianos. En Francia, un tercio de las defunciones han ocurrido en las “maison du retirement”. La situación es similar en EEUU y en Canadá.

En la pandemia COVID-19 todos somos potenciales propagadores y ciertamente el médico, como es el caso con otras infecciones nosocomiales más comunes, puede ser transmisor. Esto ha debido ser más importante en las primeras semanas de la epidemia, cuando escaseaban los tests de detección del virus; pero precautoriamente, el personal sanitario con síntomas, incluyendo síntomas leves, fueron relevados del servicio y actualmente, se procede a conocer el estado serológico del personal, cosa que posiblemente debería seguirse de estudios de detección viral en personas infectadas.

Thomas Carlyle, en uno de sus varios ensayos sobre los héroes en la historia decía que “puede ser héroe tanto el que triunfa como el que sucumbe, pero jamás el que abandona el combate”. En el combate contra COVID-19, nuestros médicos a veces ven a su paciente abandonar la UCI entre aplausos de alegría tras semanas de angustia y sufrimiento; otras muchas, tristemente demasiadas, la enfermedad los vence y llena de melancolía. Nuestros médicos y enfermeras han sido los que estuvieron allí en el momento final y fueron entonces su única familia. No serán héroes ni por haber ganado ni por haber perdido. Su heroicidad, si es alguna, es esa: no abandonar nunca a su enfermo.

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