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Barricadas incendiadas con senyeras y rojigualdas

Los Mossos entran en Via Laietana con la tanqueta de agua para abrirse paso

Antonio Maestre

No hay un solo derecho de los que defiende hasta el más virulento de los conservadores que no haya emanado del humo de una barricada. Los derechos civiles, la dignidad laboral, el orden civilizado, la democracia y la Constitución. Todo, absolutamente todo aquello que merezca la pena considerarse con las ya vaciadas palabras libertad, progreso, respeto, tolerancia o democracia surgió después de que unos jóvenes lucharan detrás de una barricada contra el poder. Contra el orden establecido, a veces la tiranía, y otras muchas contra un Estado liberal que ejercía de represor. Igual que no se discute que la Policía está para mantener el orden de cualquier sistema de poder establecido, no se discute que los avances sociales fundamentales se consiguieron en la calle. Igual que no se discute que los Estados monopolizan la violencia de manera legal, no se discute que en ocasiones se ha conculcado ese dogma para avanzar cuando se incumplían los preceptos fundamentales de un Estado de libertades. Hay cosas que son, aunque no queramos verlas.

Barricadas, fuego, capuchas y embozados, protestas contundentes y violentas, tornillos soldados a tuercas, rodamientos, tirachinas caseros, voladores. La reconversión industrial, ¿les suena? No tendría que escandalizar demasiado lo visto en Barcelona a un país que ha conocido protestas laborales como las de Reinosa en 1987, en las que la Guardia Civil llegó a usar fuego real para abrir puertas y practicar dentenciones, y un trabajador, Gonzalo Ruiz, murió por la acción de los antidisturbios de la Benemérita. O las de astilleros en Cartagena, que llegaron a quemar la Asamblea de Murcia con los diputados dentro.

¿Para qué arden contenedores? ¿Cuál es el objetivo de estas barricadas? ¿Qué buscan los adoquines? Una amalgama heterógenea de intereses cruzados, algunos legítimos, otros bastardos, algunos admirables, otros despreciables, que están diluidos en pos de unos intereses burgueses nacionales. Una mezcla de adolescentes de familias procesistas criados en una opinión pública intoxicada por relatos nacionalistas maniqueos de ambos lados y jóvenes nihilistas que han dejado los videojuegos para vivir una película en directo. Literalmente: “Noches de este tipo son una pasada… Corres, te persiguen, te escondes... Es como una puta peli, tío”, decía un joven de 23 años a Pol Pareja. Una rosa de foc nihilista que deja cenizas para el renacer del posfascismo. Un caldo de cultivo en el que el nacionalismo prima sobre la clase es el mejor combustible para que el autoritarismo acabe imponiéndose. En Cataluña y en España.

Me asiste una tremenda frustración al ver tanta ira mal encauzada quemando en sus fuegos reivindicaciones honestas y legítimas de algunos sectores que convergen con el independentismo por motivos diversos. La represión de derechos fundamentales es una constante en ciertos colectivos que se baten el cobre de manera continuada desde antes de que alguno de nosotros tuviéramos uso de razón. Lo llevan viviendo años y solo saben solidarizarse con quien lo sufre, incluso cuando estos han sido sus verdugos. Algunos de ellos lo hacen incluso cuando los políticos condenados hicieron todo lo posible para meterlos en la cárcel. Son mejores que yo, todavía no he perdonado ni creo que lo haga a Jordi Turull recorriendo la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo para meter en prisión a buena gente que solo salió a la calle a pelear por lo de todos. No creo que lo merezcan, pero ellos sí, y ahí están. Jugándosela de nuevo por burgueses que les reprimieron antes. Es gente admirable. No comparto lo que hacen, pero es gente admirable.

Es por ellos, por tantos, por los muchos que salen a la calle de forma honesta y desinteresada que llevo dos años deseando tener motivos para apoyarlos de forma incondicional. A gente que admiro y respeto por tantos años de lucha. Por Ciro, por David. Por tantas sin nombre.

Necesito encontrar la clase y unirme a ellos de forma honesta y no acríticamente porque sean referentes. Que un cisne negro queme las banderas y empiece a mirar de frente a los burgueses procesistas que solo velan por sus intereses. Que mande al olvido a esos dirigentes que creen que su policía es más pura y reprime menos por razones étnicas. Por eso cuando veo a Cayetana Álvarez de Toledo enfrentándose a los estibadores con su profundo odio de clase, imploro a ese fuego que prendió en el Puerto de Barcelona en 1909. Aquel 18 de julio, los obreros armados y cabizbajos iban a embarcar hacia la guerra en Marruecos a proteger los intereses de las empresas mineras. Frustrados por marchar a un conflicto que no era suyo. Por dejar a sus familias sin sustento y con la certeza de no volver a verlos. Un odio de clase larvado y silente prendió tumultuoso cuando las damas de la aristocracia que habían pagado para que sus maridos e hijos no tuvieran que ir a la guerra comenzaron a repartir escapularios y medallas de la Virgen a los obreros que iban al matadero. Los detonantes son inadvertibles. Que tenga cuidado Cayetana.

Aquellos días de julio de 1909 las mujeres y los niños se pusieron un lazo blanco en el pecho en las manifestaciones de apoyo a sus soldados. Un lazo que encarnaba la unión de clase frente a los abusos de la burguesía que los explotaba y humillaba. Lazos de colores para protestar en Barcelona. Hace ya 110 años.

Si las barricadas se alimentaran con esteladas, senyeras y rojigualdas, si el lazo amarillo mutara en lazo blanco, la solidaridad prendería más que las calles. Para construir una tierra común de justicia social y fraternidad, feminista y antifascista. Estamos deseando que ocurra, unirnos y enlazar los brazos.

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