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Crónica de una catástrofe anunciada

Carles Puigdemont, durante la entrevista en TV3

Javier Pérez Royo

La “coacción federal” figura en el artículo 155 de la Constitución como forma de imponer una suspensión temporal del derecho a la autonomía ante un ejercicio desviado del mismo por los órganos de gobierno de una Comunidad Autónoma. Se trata de corregir ese ejercicio desviado, para volver lo más pronto posible a la normalidad, es decir, a un ejercicio de tal derecho de conformidad con la Constitución.

Es posible que esa fuera la idea que tenía en la cabeza el presidente del Gobierno cuando decidió activar el 155 de la Constitución. Y estoy seguro de que a una interpretación como ésta fue a la que dio su consentimiento el secretario general del PSOE. Suspensión temporal lo más suave posible de tal manera que se pudiera volver a la vigencia íntegra del “bloque de la constitucionalidad” en Catalunya.

Pero a medida que se prolonga el tiempo de aplicación de las medidas aprobadas por el Senado y avanzan los procesos judiciales, que no forman parte del diseño del 155 de la Constitución, pero que se han convertido en una pieza esencial de la respuesta que se le está dando desde el Estado al “procés” puesto en marcha por el nacionalismo catalán, más difícil (¿tal vez imposible?) parece que se pueda volver a la normalidad y más verosímil parece que la activación del 155 de la Constitución haya sido la certificación de la quiebra definitiva de la Constitución Territorial de 1978.

El pacto territorial constituyente era un acuerdo que partía de la existencia de un derecho a la autonomía que la Constitución “reconocía” (art. 2 de la Constitución). No era el poder constituyente del “pueblo español” el que creaba ex novo el derecho a la autonomía de las “nacionalidades y regiones”, sino que el poder constituyente reconocía la existencia de tal derecho y se limitaba a establecer un marco jurídico para el ejercicio del mismo.

Dicho marco jurídico descansaba en dos pilares: el acuerdo entre el Parlamento de la “nacionalidad” y el Parlamento del Estado y la ratificación de dicho acuerdo por el cuerpo electoral de la nacionalidad destinataria del mismo.

Quien repase la Constitución verá que eso y nada más que eso fue lo que previó el constituyente para la integración de las “nacionalidades” en el Estado. El constituyente español únicamente contempló la participación de órganos constitucionales legitimados democráticamente de manera directa. Porque únicamente órganos que disponen de esta legitimidad pueden pactar. Y la integración de las “nacionalidades” en el Estado se contempló como el resultado de un pacto y nada más que de un pacto. Por eso, el constituyente no contempló en ningún momento la participación del Tribunal Constitucional en la definición del pacto de integración de las “nacionalidades” en el Estado.

El Pacto “estatuyente” es complementario del pacto “constituyente”. Ambos son pactos exclusivamente políticos, en los que no pueden participar órganos jurisdiccionales, sean de la jurisdicción constitucional o de la jurisdicción ordinaria. Los tribunales no solo pueden, sino que deben intervenir en la interpretación que se haga a posteriori del “bloque de la constitucionalidad” por parte de los órganos constitucionales encargados de dicha interpretación: el Gobierno de la Nación y las Cortes Generales, por un lado, el Gobierno y el Parlamento de la “nacionalidad”, por el otro. Los actos de aplicación de la Constitución y del Estatuto de Autonomía sí son controlables por el Tribunal Constitucional o por los tribunales de justicia, dependiendo de que los actos sean leyes o disposiciones o actos sin fuerza de ley.

Este es el diseño constituyente para la integración de las “nacionalidades” en el Estado. La lógica del diseño salta a la vista. La integración no es una operación de “aplicación”, sino de “creación” del derecho. De creación del derecho al máximo nivel en que es posible hacerlo en el Estado Constitucional. Por eso se habla de “bloque de la constitucionalidad”. Únicamente el Estatuto de Autonomía puede integrarse en dicho bloque. En esa operación de creación del derecho al máximo nivel, que justamente por eso es una operación exclusivamente política, no tienen cabida órganos jurisdiccionales, sean constitucionales u ordinarios.

Cuando se desconoce este diseño, el resultado no puede ser más que la catástrofe. Hemos ido viéndola venir desde que se aprobó la reforma del Estatuto de Autonomía de Catalunya en 2006. El centro de gravedad se desplazó de las Cortes Generales y el Parlament al Tribunal Constitucional y desde ese momento nos hemos deslizado inexorablemente hasta donde nos encontramos ahora mismo.

Sin acuerdo pactado entre las Cortes Generales y sin ratificación del mismo en referéndum no hay integración pacífica posible. La integración será el resultado de la coacción, de la fuerza, disfrazada de resoluciones judiciales, pero nada más que disfrazada. En cuanto se rasca un poco, no aparece nada más que la ley del más fuerte.

Esto es lo que ha supuesto la activación del artículo 155 de la Constitución. Le evidencia empírica de que disponemos nos indica que con base en la ley del más fuerte no se suelen encontrar fórmulas de convivencia estables.

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