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El deber de acoger a las personas migrantes

Al menos seis personas muertas al naufragar un bote frente a la costa Libia

María Eugenia R. Palop

Hace unos días la Corte Constitucional de Francia dictaminó que el “principio de fraternidad” protegía al granjero Cédric Herrou que fue condenado por ayudar a docenas de personas migrantes a ingresar ilegalmente en el país; condenado por un “delito de solidaridad”, que no es sino una aberración, contraintuitiva, ilegítima y claramente inconstitucional.

Herrou salvaba a quienes andaban perdidos en la frontera franco-italiana por la que, según Oxfam, pasaron, entre agosto de 2017 y abril de 2018, al menos 16.500 migrantes, un cuarto de ellos menores. El pueblo de Ventimiglia se ha convertido, así, en un infierno en disputa entre Macron y sus homónimos italianos. Allí Francia falsifica las fechas de nacimiento de los presuntamente menores para hacerlos pasar como adultos; los humilla, los insulta y los maltrata para que no vuelvan. Salvini ha acusado a los franceses de haber dado la espalda a los miles de irregulares que había en esa frontera entre enero y mayo de este año, pero Italia no ha implementado los procesos adecuados para la reunificación familiar y ha dejado a muchos menores atrapados sin ninguna opción más que la de intentar hacer el trayecto solos, por ellos mismos, y en la clandestinidad.

El Gobierno italiano, que ya penaliza la ayuda en el mar gracias a la Liga Norte, aprobó hace poco un Código de Conducta para Operaciones en el Mediterráneo que pone su énfasis en cuestionar el papel de las ONG que operan allí, obviando que en 2017 más de tres mil personas perdieron la vida en sus aguas cuando navegaban hacia las costas europeas. A finales de junio, el Consejo de Europa dejó claro también que “todos los buques que operan en el Mediterráneo deben respetar la legislación aplicable y no obstaculizar las operaciones de la guardia costera de Libia”. Y, de esta manera, la Unión Europea ha acabado respaldando el atroz acuerdo que Italia ha firmado con unas milicias que violan y asesinan a las personas migrantes y refugiadas, y que agredieron sexualmente a la práctica totalidad de las mujeres que viajaban en el Aquarius (algunas de las cuales descubrieron que estaban embarazadas ya en España).

Penalizar la ayuda que puede prestarse a los otros, cuando los otros son extranjeros, es completamente inconsistente con el marco normativo que nos hemos dado. Y si hay un tipo penal que refleja claramente esto es el que califica a la omisión de socorro como un delito, independientemente del origen de la persona a quien se socorre. Estamos legalmente obligados a evitar o mitigar un daño siempre que podamos hacerlo, y las fronteras, a estos efectos, deberían ser por completo irrelevantes.

El Consejo Europeo del pasado mes de junio no abrió muchas esperanzas en este sentido. La UE sigue intentando por todos los medios que los solicitantes de asilo no puedan entrar en su territorio aumentando “considerablemente los retornos efectivos de migrantes irregulares”. Durante todos estos años, Europa ha centrado sus esfuerzos en financiar complejos sistemas de vigilancia y control de fronteras; en prestar apoyo económico a los Estados miembros para que se blindaran; en suscribir convenios de cooperación con países gendarmes (Marruecos, Turquía, Ucrania o Afganistán); y en articular acuerdos de readmisión con los países de origen y tránsito a fin de forzar el regreso de aquellas personas que logran llegar, exhaustas, a nuestro corralito. Esos controles se siguen reforzando ahora con mano de hierro, porque el número de cruces ilegales de fronteras hacia la UE se ha reducido en un 95% desde 2015, y esto se ha interpretado, finalmente, como un éxito sin paliativos. Europa se felicita por sus políticas segregacionistas, por externalizar sus responsabilidades, y sigue sin cumplir con el reparto de refugiados que ideó la Comisión en 2015 (cuyo plazo acabó en septiembre de 2017).

Precisamente este miércoles el Tribunal Supremo condenó a España por no cubrir la cuota que le correspondía e instó al Gobierno socialista a tramitar las casi 19.500 solicitudes de asilo comprometidas. España solo ha resuelto 2500 solicitudes (12,85%), y aunque el incumplimiento del acuerdo europeo es general y las dificultades administrativas son muchas, nada de esto puede utilizarse para eludir las responsabilidades asumidas. En España, además, la acumulación de solicitudes de protección internacional pendientes de resolución es totalmente desbordante y la espera para obtener una respuesta puede prolongarse durante meses. En 2017, las concesiones cayeron a la mitad respecto de 2016 (35%) situándonos claramente por debajo de la media europea (45%). De manera que la herencia que nos ha dejado la psicopatía xenófoba del Partido Popular lleva un saldo negativo, y no será la única tarea que habrá de abordar Pedro Sánchez.

Dentro de unos días, el presidente del Gobierno tendrá que dar explicaciones en el Congreso sobre un Consejo de Europa en el que se aplazó la eventual reforma del Reglamento de Dublín. Esto significa que la responsabilidad de la depredadora gestión europea sigue en manos de las puertas de entrada: España, Italia y Grecia. En el Consejo se asumió el compromiso de aportar medios a nuestro país, y a los países de origen y tránsito, en particular a Marruecos, para impedir la migración ilegal. No medios para acoger mejor, sino para expulsar y repudiar de una manera más rápida y eficiente. España ha recibido un total de 330M€ provenientes de los fondos FAMI (Fondos de Asilo, Migración e Integración), pero solo ha destinado a la acogida un 28%, financiando, con el resto, el control de fronteras, los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE) y las expulsiones masivas. Ahora parece que el objetivo de la Unión Europea es que no nos salgamos de este carril.

Hoy, sin embargo, la ministra de Trabajo y Migraciones ha anunciado que prevé “recuperar” el fondo para la acogida y la integración de personas migrantes, que el PP eliminó en 2012, aunque no ha detallado el importe que se le asignará. Con ese fondo se podría financiar a las Comunidades Autónomas y a los Ayuntamientos en políticas de acogida, y activar, además, un foro de participación social para migrantes. Esa participación es la que exigen, entre otros, quienes están encerrados en la Plaça de Gardunya, en Barcelona, desde abril del presente año. Y esa financiación es la que exigen las ciudades-refugio que, sin competencias propias ni recursos, son las que más han hecho por superar el período negro de estos años. Ciudades sin miedo que han sorteado obstáculos imposibles y que hoy apoyan las reivindicaciones de quienes están encerrados. De manera que esta ha de ser la línea de actuación de nuestro Gobierno, y no la de crear más CIEs, sean o no sean sofisticados.

La solidaridad ha sido la gran olvidada de la tríada de la revolución francesa; un principio republicano por antonomasia, que trasmuta el cuidado de virtud cívica a deber público de civilidad, y que, en palabras de Rorty, nos empuja a ampliar el círculo del nosotros a los que antes considerábamos ellos. Y la solidaridad no tiene solo una dimensión ética, sino que es una potente herramienta política y un principio jurídicamente vinculante.

Cuando el juez de Aix-en-Provence preguntó a Cédric Herrou si era consciente de que estaba cometiendo un delito, Herrou le respondió: “Sí, lo sé. Pero usted me está juzgando por saltarme un semáforo en rojo [y] no quiere escuchar por qué lo hice. Me lo salté para dejar pasar a la ambulancia que venía detrás”. No se puede condenar a alguien por una acción, añadió, sin considerar qué habría pasado si no se hubiera actuado. Es sorprendente lo clarividente que puede llegar a ser a veces el más simple sentido común.

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