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Estado de estupefacción y cabreo

Efectivos de la UME en el interior de la estación de Atocha, en Madrid.

Garbiñe Biurrun Mancisidor

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El presidente Sánchez, en su comparecencia del sábado, tras decretar el Consejo de Ministros el estado de alarma, además de explicar las medidas que se habían aprobado, se refirió reiteradamente a la protección de los ciudadanos españoles, de nuestros mayores, a la gran valía del país y a que íbamos a vencer al virus. Seguro que ha resultado útil a muchas personas ver reforzados sus sentimientos de pertenencia y de seguridad en nuestro sistema sanitario y político. Pero no termina ahí todo.

El Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19, comienza refiriéndose a que la Organización Mundial de la Salud elevó el pasado 11 de marzo de 2020 la situación de emergencia de salud pública ocasionada por el COVID-19 a pandemia internacional y que la rapidez en la evolución de los hechos, a escala nacional e internacional, requiere adoptar medidas inmediatas y eficaces para hacer frente a esta coyuntura, así como que las circunstancias extraordinarias que concurren constituyen una crisis sanitaria sin precedentes y de enorme magnitud tanto por el muy elevado número de ciudadanos afectados como por el extraordinario riesgo para sus derechos.

Bien, todo esto es cierto, así contado. Pero hay otras verdades que conviene recordar. Seguramente no es el momento para reproches, pero es más que probable que en momentos posteriores algunas de las cuestiones que quiero plantear no tengan mucha cabida o no sean muy escuchadas –incluso puede que tampoco estas-.

No parece que vayamos a vencer al virus. No, al menos, en los términos en que la OMS lo planteó al inicio – o casi al inicio – de esta crisis. En su alocución del 13 de febrero de 2020, el director ejecutivo de esta organización, tras describir la situación en la provincia china de Hubei, ya advirtió a a los gobiernos de todo el mundo que “todavía tenemos una oportunidad de prepararnos ante la posible propagación del virus. (…) Esta mañana he informado sobre la COVID-19 a los ministros de salud de la Unión Europea (…) para asegurar que se difunda la información más reciente, que se lleven a cabo los preparativos pertinentes y que exista una buena coordinación entre nosotros, la Unión Europea y nuestra Oficina Regional de la OMS para Europa”.

Desde luego, una de las mayores preocupaciones de este organismo, como ha expresado reiteradamente, era evitar que este virus se hiciera estable, se instalara definitivamente en el planeta, siquiera de manera estacional, y se propagara a países cuyos sistemas de salud son especialmente débiles y su población particularmente vulnerable.

Es evidente que esta batalla, según parece, la hemos perdido. Seguramente, porque nos ha preocupado más nuestro propio bienestar –económico, incluido– que el bienestar y los derechos de las personas de otros lugares –léase África o Latinoamérica, entre otros-, a las que el virus ya ha llegado.

Más tarde, el pasado 1 de marzo – o sea, exactamente dos semanas antes de decretarse el estado de alarma -, la OMS elevó el riesgo mundial del brote de coronavirus a “muy alto”, en lo que constituye su máximo nivel de evaluación de riesgos, expresando, además, que “todavía hay una posibilidad de contener el virus si se corta su cadena de transmisión”. Y todo ello haciendo referencia al aumento de casos en determinados países, entre ellos, España. Sin embargo, ninguna medida excepcional fue tomada.

Finalmente – por ahora – el 11 de marzo de 2020, la OMS eleva la situación a la categoría de “pandemia”, lo que, en mi muy modesta opinión, carece de toda relevancia en relación a la adopción de medidas en cada país, a tenor de las expresas previas peticiones de la OMS y teniendo en cuenta que cada Estado había de tomar sus propias decisiones.

Lo que, de entrada, me lleva a dos conclusiones. De un lado, la falta absoluta de liderazgo internacional o supranacional, pues ni la OMS – organismo de las Naciones Unidas – ni la UE, en nuestro entorno, han sido capaces de proporcionar protocolos ni exigir medidas concretas a ningún Estado, habiendo dejado en manos de estos la adopción de cualquier decisión. De otro lado, el egoísmo “nacional” de la mayor parte de los Estados, que solo han – hemos – tomado medidas cuando nuestra ciudadanía se ha visto en riesgo y no en relación al riesgo de otros grupos humanos infinitamente más vulnerables.

Por otra parte, asisto emocionada a todas las expresiones de solidaridad y apoyo con todo el personal sanitario en general. Pero, permítanme, me siento profundamente decepcionada en relación a otras –muchas– personas trabajadoras cuyo desempeño pasa mucho más desapercibido y, sobre todo, resulta mucho menos protegido, siendo igualmente merecedor de toda nuestra atención y agradecimiento. Me refiero a todo el personal que garantiza nuestro abastecimiento alimentario y similares y, sobre todo, a todas las trabajadoras del servicio de ayuda a domicilio de nuestras personas mayores y dependientes, cuyo trabajo es imprescindible y que carecen de las garantías imprescindibles para una prestación segura para ellas y para las personas a las que atienden, siendo así que, por más que estos servicios hayan sido descentralizados, siguen siendo propios de la responsabilidad de nuestras Administraciones Públicas, a las que hemos de exigir el debido respeto a la dignidad y seguridad de todas ellas.

En definitiva, estupefacta y cabreada porque, en general, y también aquí, se ha obviado el objetivo de evitar la propagación del virus en todo el planeta y por la falta de atención a todo el personal que atiende cada día nuestras necesidades más básicas.

Tiempo habrá, espero, para otros análisis.

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