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La tradición es un negocio

Manuel Saco / Manolo Saco

Las tradiciones son sagradas. Bueno, para ser exactos, son los defensores de la tradición quienes le han conferido el estatus de refugio sagrado e inviolable para poder justificar sus extraños comportamientos y poner sus creencias irracionales a salvo del análisis y la burla de la razón. Ese mecanismo lo conocen muy bien las religiones, que han sabido contaminar las legislaciones civiles para mejor defender a los creyentes de la mofa de los incrédulos, bajo la amenaza de penas severas (en muchos lugares, con la misma muerte).

El Código Penal español, elaborado por fieles y contaminados diputados temerosos de dios, advierte en su artículo 525.1 de que “incurrirán en la pena de multa de ocho a doce meses los que, para ofender los sentimientos de los miembros de una confesión religiosa, hagan públicamente, de palabra, por escrito o mediante cualquier tipo de documento, escarnio de sus dogmas, creencias, ritos o ceremonias, o vejen, también públicamente, a quienes los profesan o practican”.

Es decir, puedes descojonarte sin piedad de los que creen en los gnomos, en el mal de ojo, en la maldición del número 13, en la Bruja Lola o en el Ratoncito Pérez, pero acabarás arruinando tu vida a multas si se te ocurre preguntar públicamente si el dios que habita la hostia que acaba de propinarte el cura tiene fecha de caducidad, si se escapa de tu cuerpo antes de que lo digieras o si ese dios se queda valientemente en tu seno, aunque sea con la nariz tapada, atravesando el inevitable y tortuoso camino que va desde el estómago a los intestinos malolientes, hasta que lo cagas (con perdón) cristianamente. more

Para que un disparate se convierta en tradición, solo necesita tiempo. El mismo ingrediente imprescindible para que una secta adquiera el estatus de religión respetable y respetada. Tiempo. Lo más caro es el tiempo (“¡ahora que todo el mundo tiene reloj, nadie tiene tiempo!”). Una antigüedad adquiere su valor con los años, y tiempo necesitan los vinos y los jamones para afinarse. Con el tiempo, los criminales franquistas que fusilaban y torturaban a sus vecinos en las cunetas se creen ya perdonados, porque no hay que remover el pasado, como se hartan de decir los herederos de los asesinos que todavía militan en el PP y aledaños. El pasado, sepultado por el tiempo.

Lo que no está claro es cuánto tiempo se necesita para crear una tradición. Las corridas de toros, por mencionar una barbarie que se refugia en la tradición para así poder librar de una cárcel segura a matadores y torturadores toreros, picadores, policías que lo contemplan sin inmutarse, público que aplaude, en lugar de llamar inmediatamente al 091 ante la observación de un delito flagrante, ganaderos que se comportan como cómplices necesarios del crimen... las corridas de toros, digo, se han ganado con los siglos, y gracias al tiempo, que pintores, escritores, cineastas y compositores célebres alcancen su éxtasis creativo allí donde la razón solo consigue ver barbarie y maltrato animal.

Las procesiones de Semana Santa se diferencian del desfile del orgullo gay, no en el colorido, no en la extravagancia de los uniformes de los participantes, no en los gritos, cánticos y jadeos, pues la parafernalia de ambos desfiles los hace indistinguibles en la distancia, sino en que los gays están recién salidos del armario (salidos... del armario, ¿se me entiende?) mientras que los cristianos están que se salen desde los tiempos del emperador Constantino, andando el siglo IV.

Cierto es que el tiempo está caro. Quizá por la paradoja de que cuanto más tiempo atesoras menos tiempo te queda.

Sin embargo, la sociedad de consumo arregla la falta de tiempo, como cualquier carencia, con dinero y atajos. Los jamones se falsean acelerando su maduración en cámaras especiales. Los vinos adquieren en tiempo récord, gracias a los chips (virutas) de roble, el inconfundible aroma de madera que solo el tiempo de reposo en barrica proporcionaba antes. Los santos, desde su etapa de venerables y beatos, hasta su asunción a los altares, debían sufrir el examen del tiempo, a veces durante varios siglos. Hoy, el Opus Dei, poniendo inmensas cantidades de dinero encima del altar del Papa, es capaz de hacer santo en un tiempo récord a su fundador, cuya santidad, por cierto, es la prueba irrefutable de que dios no puede existir.

El toro de la Vega, los correbous, los toros embolados, el despeñamiento de cabras desde el campanario de la iglesia de Manganeses de la Polvorosa, las peleas de gallos, la decapitación de ocas y patos a caballo, y demás actos de tortura animal que alegran nuestros festejos patrios pueden acelerar sus estatus de tradición a fuerza de ser magnificados y publicitados sabiamente por los medios de comunicación o la junta municipal correspondiente. Es cuestión de insistir año tras año hasta conseguir que la imbecilidad humana se redima en la tradición.

Una tradición que tiene, además, un inmenso valor económico. La marca “toros” estuvo ligada a la marca “España” desde los albores de la moderna industria del turismo. Desde entonces, millones de turistas nos han visitado, suspirando por contemplar una corrida, con parecido morbo que el de los pederastas de turismo sexual por Tailandia en busca de corridas también prohibidas en sus países de origen.

Por ejemplo. La reciente tomatina de Buñol, esa batalla campal incruenta en la que se utilizan 120 toneladas de tomates como munición, nació hace apenas setenta años, quizá por los mismos mecanismos mentales por los que surgió el arte del toreo o el lanzamiento de cabras desde campanarios: de una gamberrada, de la ocurrencia de gente ociosa con ganas de divertirse. Poco tiempo parecen setenta años, pero la televisiones se han empeñado machaconamente en calificarla ya como tradición, quizá para evitar la acusación de que promocionan innecesariamente la estupidez humana sin pedigrí, más allá de lo que ya logran magistralmente con las tertulias. Los críticos de la tomatina se quejan del derroche de tanto alimento en medio de una crisis alimentaria de proporciones planetarias. Sus defensores aseguran que la batalla de tomates es una diversión y una inversión muy rentable: su gasto revierte multiplicado por mil en los ingresos por turismo.

Pensarás que la cosa es para morirse, compañero, pero de nuevo estás equivocado: el IVA de los servicios funerarios también ha subido al 21%, y maldita la gracia que les hará a los herederos de tus deudas si les dejas con semejante gasto en tiempos de crisis. Tú tan ricamente muerto, descansando en paz, y ellos rascándose el bolsillo para pagar tus caprichitos de IVA. Antes sí que salía rentable morirse. Ahora, si te queda un mínimo sentido del ahorro, no tienes más remedio que aguantar de pie y esperar tiempos mejores.

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